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Libro de los Ancestros


Khufu
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Tauro puso mucha atención cuando Khufu examinó la varita de Leah, a la espera de que quizás hiciera lo mismo con la suya, pero eso nunca sucedió. Después de todo la suya tenía núcleo de hueso de Thestral, su criatura favorita en toda la tierra. A pesar de haber recordado con cierto cariño a su fiel Tenebrus, ni el pudo disipar la molestia que sentía al no tener su varita consigo. Ahora con más ansias que nunca deseaba que llegaran pronto a ese punto donde las tuvieran que usar nuevamente, ya que como estaba se sentía como una muggle más; la dependencia que los Magos sentían con respecto a la magia era demasiada.

 

Un portal se apareció justo allí frente a sus ojos, uno que venía relacionada con los poderes del libro del Druida y que el actual guerrero dominaba muy bien. Era curioso ver que su aura era más o menos anaranjada, como el color del trapo que traía envuelto en la cintura. Esta vez no rechistó, no hizo ninguna pregunta y simplemente se introdujo dentro del portal que la absorbió al igual que a Leah y a Khufu. ¿Qué se encontrarían al otro lado? Ya fuera algo peligroso o no, las fantasmales manos todavía la seguían acompañando para protegerla.

 

Le costó adaptarse al nuevo entorno, la humedad era tan intensa que ya tenía olor y aunque los demonios pudieran ver mejor que los humanos en la oscuridad, en esa cueva se encontraba mucho más concentrada que en otras. Cerró los ojos con fuerza y luego los volvió a abrir, evitando parpadear hasta que se adaptaran, logrando distinguir las figuras de su esposa y el Uzza.

 

— No recuerdo la última vez que estuve en una cueva —pensó en voz alta sin darle importancia, manteniéndose cerca de Leah más que de Khufu — Supongo que no es un buen momento para preguntarle si ya nos regresará nuestras varitas —. Por supuesto que no esperaba una respuesta afirmativa, pero aún así decidió hacer el comentario y la falta de respuesta confirmó lo obvio. De repente sintió que la cueva se hacía cada más pequeña... ¿Claustrofobia? No, era algo más.

 

— ¿Y cómo se supone que distinguiremos las hojas blancas de las que no? —desconocía que hubiese más de una planta — Es usted un guerrero poco común —dijo con el entrecejo arrugado, aunque no se notó. Para esas alturas él sabría que ambas brujas eran Mortífagas, pero al igual que los anteriores no diría nada, no estaba en la obligación y lo que menos le importaba era delatarlas, sus peleas eran cosas banales para su raza.

 

— Creo que lo mejor es que caminemos juntas, sin separarnos demasiado —nadie les había dicho si la búsqueda sería fácil, pero al ser una prueba supuso que adelante no los esperaría un amable duende dispuesto a entregarles lo que buscaban. Tauro se atrevió a tomar la mano de su esposa para entrelazar sus dedos y cuando estuvo lista se sumergieron en esa profunda oscuridad.

 

Lo primero que las atacó fue un grupo de no más de 20 Duendecillos de Cornualles, que de inmediato empezaron a jalar sus cabellos, empujarlas en conjunto para que chocaran y de algún modo hacerles perder el rumbo aunque sólo existiese un camino recto, pero de igual forma las podría llevar de regreso a la entrada. Sólo en ese momento Tauro soltó la mano de su esposa y con las manos fantasmales atrapó a cuatro de ellos en cada una, pero no era suficiente. De repente recordó el anillo de amistad con las bestias. Junto al anillo de casada había otro con una sola piedra que se mantenía transparente, sin color, pero esa piedra contenía todos los demás anillos adquiridos en cada uno de los libros y cuando necesitara usar alguno de ellos, la piedra simplemente cambiaba de color dependiendo del anillo.

 

Para esta ocasión se volvió de un color marrón y en cuanto se activó, los Duendecillos dejaron de intentar arañarla. Lo había conseguido.

 

«Ahora criaturas molestas, dejarán simplemente de molestar y nos permitirán pasar, mientras tanto hay un viejo en la entrada que estará contento de verlos»

 

Sonrió.

 

No era para nada justo que ellas estuvieran allí lidiando con ellos, mientras que Khufu las esperaba recostado a la pared de piedra muy tranquilamente.

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Las doradas cejas de la Ivashkov se juntaron hasta formar una línea peligrosa, dándole el aspecto de un halcón a punto de empezar una cacería. El Uzza estudiaba su varita y ella casi podía sentir cómo ésta vibraba renuente en la mano del hombre, queriendo volver con su dueña. Nunca la había entregado voluntariamente a nadie y él tenía razón, eran más de treinta centímetros de almendro inflexible, nunca cambiaría su lealtad y por tanto, nunca estaría tranquila bajo los cuidados de alguien más. Si Khufu hacía algo indebido con ella o intentaba usarla, la varita lo atacaría en respuesta y sabía muy bien que él estaba consciente de ello.

 

Cuando el portal apareció, hizo lo mismo que Tauro, lo atravesó en completo silencio y se dejó llevar. La cueva las recibió con una oscuridad abrumadura a la que tuvo que acostumbrarse mediante parpadeos y uno que otro movimiento de cabeza, para lograr enfocar un poco más. La voz de Khufu resonó a través del silencio que reinaba en el lugar y ella ladeó la cabeza hacia él, incapaz de verlo directamente después de que la desarmara para poder seguir con la clase. Buscar una flor o algo parecido. Suspiró, ¿todos tendrían complejo de botánicos? Badru también les había ido a buscar una flor.

 

—No te alejes, por favor —pidió a su esposa, apretando con cariño los dedos entrelazados y alzando la mano para besar los suyos uno por uno—. Vamos, estoy segura de que la cosa esa brillará o algo peor.

 

Sonrió, no muy segura de que pudiera verla y los problemas empezaron. Los Duendecillos de Cornualles eran despreciables criaturas, burlistas y bastante atorrantes, pero lo peor de todo era no tener cómo detenerlas. Al menos no de momento. Tauro se encargó de ellas de forma magistral, aunque se soltó de su mano y ella sintió unas ganas muy repentinas de reprenderla por ello. No obstante, simplemente volvió a hacerse con ella y la guió hacia delante. Habían recorrido tan solo un pequeño tramo de la cueva, dejando atrás el pequeño nido de duendecillos, cuando una serie de bichos empezaron a acercarse con un sonido nada agradable al oído. Al verlos de cerca, tuvo que retener el gesto de asco.

 

—Usa el anillo anti-veneno, mi amor —pasó el pulgar por el anillo, activando el anillo que necesitaba y éste resplandeció en verde, justo a tiempo para que cuando uno de los bichos venenosos enterrara sus colmillos en ella, no le pasara nada.

 

Pero eran demasiados.

 

Necrohands.

 

Las manos se volvieron sólidas y aplastaron a todo lo que se acercara, dejándolas libres. Sonriendo la una a la otra, tan enamoradas como el primer día, dejaron a todos atrás en una pequeña carrera.

Editado por Leah A. Ivashkov

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Al tiempo que sus manos fantasmales desaparecieron, los bichos que pretendían envenenarlas hicieron su repentina aparición y siguiendo las indicaciones de su esposa utilizó también el anillo anti-veneno. Sonrió en su dirección aunque no la pudiera ver, agradecida de que en esta ocasión ella las salvara a las dos. ¿Qué otros bichos podrían estar escondidos en esa cueva? Muchos, pero seguramente la mayoría de ellos serían únicamente molestos e inofensivos, tampoco es como si se fueran a encontrar con una acromántula allí adentro, ¿o sí? Tauro lo meditó antes de dar un paso más, pero la cueva no parecía ser demasiado grande como para albergar una criatura de ese tamaño, por lo que siguió avanzando.

 

— La verdad no sé cómo espera que reconozcamos la planta —dijo fastidiada mientras se liberaba de las telarañas en su rostro; un grupo de murciélagos las atacó provocando que se tambalearan y Tauro cayó encima de Leah — Lo siento, mi amor, es que el piso además parece estar un poco más resbaloso, lo mejor será que caminemos pegadas a la pared —habló la oji-azul, buscando en al aire con las manos alguna superficie sólida que le sirviera como guía antes de continuar —Aquí amor —. Nuevamente las esposas se tomaron de las manos.

 

Para su sorpresa encontrar la planta correcta resultó ser más sencillo de lo que esperaba, pues en el fondo, a pocos pasos de donde se encontraban, las blancas hojas iluminaban el pequeño espacio a su alrededor. Aquello había sido demasiado sencillo, sin contar todos los pequeños obstáculos que tuvieron que pasar para llegar hasta allí.

 

Tauro se agachó para tomar un par de hojas, arrancando la planta directamente desde la raíz y cuando lo hizo ésta desprendió una sustancia que sin poder evitarlo aspiró.

 

— Qué extraño olor, ¿qué crees que...?

 

No pasó ni un minuto cuando la Mortífaga cayó presa de una especie de ilusión. No, era algo más fuerte que eso, era como un sueño muy vívido, se sentía como si estuviera dentro de un pensadero donde podía ver claramente cada persona como si de verdad estuviera ahí, tan real y aterrador al mismo tiempo, porque no se trataba de los recuerdos de otra persona, sino los suyos.

 

«No... »

 

El pensamiento surgió con tanta fuerza que pensó que había hablado en voz alta. No fue así.

 

 

A pesar de haber sido criada dentro de una familia con ideales Mortífagos, desde muy temprana edad Tauro supo que tenía que buscar su propio camino. Como la típica adolescente se rehusaba a seguir las indicaciones de su padre, quién no le permitía tener amoríos con nadie pues consideraba que ninguno era suficiente y esa quizás fue la única vez que se enamoró de un hombre.

 

La vida de nómada nunca le molestó, mudarse constantemente de un lugar a otro sin dejar rastro la enseñó a cuidar muy bien sus pasos, a hacer amistad con las personas correctas, a comunicarse con la naturaleza y a no confiar en quién pareciera demasiado interesado en saber sobre su vida. Cierto día regresando a su pequeña cabaña dentro del bosque, se dio cuenta de que algo no andaba bien, podía sentir una aura extraña y para alguien que estaba sola casi que la mayoría del tiempo no era difícil notar a metros de distancia que en su hogar había un intruso.

 

Así fue cómo comenzó todo.

 

Esa persona a quién curó y cuidó mientras se recuperaba era un demonio gitano, el único contacto ''humano'' que había tenido en mucho tiempo. Fue muy fácil enamorarse de él y el demonio le correspondía, tanto que no dudó en contarle su historia o de donde provenía, dejándole la difícil decisión a la Crouchs de seguir con él o no. Desde el principio supo que aquello no iba a durar demasiado, pero jamás imaginó que fuese a durar tan poco.

 

El demonio se había escapado de la orden de demonios más poderosos que pretendían cruzar el inframundo en su verdadera forma sin tener que recurrir a las personas, pero para esto debían hacer todo tipo de sacrificios de los que se había cansado, además de que existían cosas con las que no estaba de acuerdo. Finalmente el que estaba a la cabeza dio con el paradero del demonio, supo donde se encontraba y con quién estaba viviendo, por lo que esperó pacientemente hasta que la muchacha estuvo en su último mes de embarazo para atacar. Sus intenciones eran acabar con la criatura en su vientre y obligarla a presenciarlo, para luego matarla. Ella sería quién pagaría por la traición de su amado.

 

Aquellos ojos rojos, inyectados en sangre, llenos de furia, que contaban las peores historias vistas jamás por alguien, le parecieron lo último que vería antes de morir, pero en medio de tanta confusión y terror algo sucedió, algo que hizo que su amado se sacrificara para proteger su vida y la de su hijo, dejándolos sanos y salvos antes de desaparecer. ¿Sobrevivió? Nunca lo supo, pero desde ese día juró manejar toda la gran cantidad de magia oscura que pudiera con tal de proteger a su hija y a su familia y eso explica en parte el por qué más tarde decidió unirse a las filas Mortífagas.

 

El temor a esos ojos rojos, la rabia y el dolor que le despertaban era algo que nunca olvidaría y ansiaba el día en que nuevamente se encontraran frente a frente.

 

 

Sin darse cuenta estaba sudando, aferrándose con fuerza a la planta que sostenía contra su pecho y con la otra mano apretada la mano de su esposa. Mucho había pasado desde entonces, sólo había tenido una única hija y su vida no podía estar mejor. En ese momento reconoció que temía perder al amor de su vida y que lo que sentía por Leah la hacía más fuerte.

 

No entendía muy bien qué había pasado ni qué era esa planta, pero deseaba entregársela a Khufu antes de volver a recordar algo de su pasado.

 

— Amor, ¿estás bien? —su mano también sudaba.

 

El regreso estaría igual de dificultoso como al principio, pero esta vez Tauro usó un poco de la «Arena Mágica del Desierto» para liberarse tanto de los duendecillos como de otras criaturas que se encontraron en el camino; bastaba con soplarla y correr antes de que transcurrieran los cinco segundos que duraba el efecto.

 

— Aquí tiene —dijo con frialdad al guerrero — ¿Ahora nos dirá para qué nos va a servir todo esto?

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Recibir por sorpresa el peso de su esposa la hizo caer, aunque logró poner las manos a tiempo para que ninguna de las dos se hiciera daño. Había mucha oscuridad en el ambiente, no podía ver nada en absoluto, ni siquiera podía prever qué iba a atacarlas en cada tramo pero aún así pudo ver con claridad cada facción en el rostro de la peli-azul. Era increíblemente hermosa. De esas bellezas que resultan incomprensibles al ojo humano y extremadamente rara para su raza. Había disfrutado mirarla cada día desde que habían coincidido en la Fortaleza Oscura y en ese momento, se había olvidado por completo de cuál era la misión. Al escuchar sus palabras una sonrisa divertida cruzó su rostro.

 

—Por mí podrías quedarte ahí todo el tiempo que quieras —respondió, tratando en vano de morderle una mejilla puesto que se movió antes de que lograra atraparla—. Vale, me comporto.

 

Ella tampoco tenía idea de cómo iban a reconocer las plantas de las otras, encontrando alguna diferencia significativa que les diera una idea de que era la correcta. Sin embargo, resultó bastante obvio. Dejó que la líder fuera quien la tomara, mirando el entorno para cuidar que no llegaran más complicaciones pequeñas a arruinar sus planes. Pero hubo un cambio repentino en el área, como si una capa extraña las cubriera, justo a tiempo para que un olor curioso llegara a su nariz y sus alarmas se encendieran en su esposa, lo que hacía y la dichosa planta.

 

Se giró de inmediato para escuchar la frase que quedaba a medias y verla irse de lado, a lo que reaccionó más por instinto que por inteligencia, lanzándose hacia a ella para detenerla. Había un gran sentido de protección entre ambas, una constante sensación de que siempre las cosas podían salir mal debido al estilo de vida que llevaban y aún así, no había puesto atención a lo que estaba pasando. Estaba tan preocupada que no notó que la planta estaba demasiado cerca de su cara mientras examinaba a Tauro, ni le prestó atención a la forma en que el polen subía hasta su nariz, esperando a que aspirara otra vez.

 

—Amor, ¿estás bien? —inhaló, recibiendo el polen en sus fosas nasales y pestañeó, perdiendo el hilo de sus pensamientos—. Amor...

 

Presa de un mareo imbatible, sintió cómo su cuerpo -o su mente- se hundía lentamente, dejando atrás a su esposa, la cueva y lo que el anciano quería que lograran. Como una pantalla de video ante sus ojos, imágenes empezaron a moverse velozmente hasta que se detuvieron en un lugar fijo.

 

 

Nunca le había gustado el rosa, ni la forma en que reflejaba la luz del sol. Parecía un espejo, lastimaba la retina y le dificultaba la lectura. De ese color era su habitación. Daba la sensación de estar dentro de un chicle que había sido estirado hasta que fue posible amoblarlo, llenándolo de estanterías con muñecas de cara pintada y otros juguetes inservibles, dibujos coloridos que también molestaban a la vista y una cama que parecía más una tarta decorada que eso, una cama. En pocas palabras, odiaba su habitación. Sin embargo, era el único lugar en la casa en donde realmente podía leer.

 

Abajo en la sala de estar resonaba la radio de su padre, lanzando ondas sonoras hasta las plantas superiores donde el blues americano hacía a los objetos saltar levemente en su lugar. Si así se escuchaba arriba, se podía tener una idea de cómo se sentía estar abajo con la música a tal volumen. Por otro lado, el vibrar de la máquina de coser de su madre golpeaba constantemente la pared, retumbando en su cabeza a medida que los ojos se iban moviendo poco a poco por las letras en otro idioma, llenando las páginas de un libro que más que antiguo resultaba similar a los que había en las historias. Grueso y ajado, lleno de marcas adquiridas a través del tiempo y con pesados adornos de hierro, era más grande que ella en sí.

 

Sentada en posición de indio en la cama para poder sostenerlo entre sus piernas y con la barbilla sostenida por el dorso de una pequeña mano cuidada por la falta de actividad, mantenía el ceño fruncido al intentar desligarse del mundo y entender sin problemas la información. El latín no era muy diferente del italiano de la época pero aún así las palabras escritas ahí eran más complicadas, en el aspecto que no era un lenguaje que se manejara en ese mundo. Hechizos y encantamientos eran explicados a través de las épocas antiguas, narradas por un autor que había nacido al menos doscientos años antes y palabras como Muggles, Squibs, Gnomos y Duendes eran mencionadas constantemente, acompañadas de datos referenciales con respecto a partes del mundo que nunca había escuchado de Londres, donde vivía.

 

Pero, si se tomaba en cuenta el entorno y la forma en que tenía que batallar con el libro sólo para poder mantenerlo erguido, ¿qué edad tenía?

 

Ella no podía verse, porque el recuerdo era tan vívido como lo había sido el momento hacía tantos años y sólo veía las letras elegantes del libro. Pero si alguien hubiera podido verla, habría visto a una niña de siete años enfundada en un vestido bonito y con un peinado infantil, portando zapatos de charol y largas medias blancas, adornando su cabeza con un lazo. De nuevo, todo rosa. El problema estaba que en nada en ella tenía que ver con lo que se apreciaba. Parecía una niña, estaba vestida como tal y habitaba en una habitación destinada a un infante de su edad. Pero su actitud, el libro y la forma en que fruncía el ceño al leer, desencajaba. No era una niña, al menos no dentro de la coraza que era su cuerpo.

 

Junto a ella había un largo objeto extraño que, por supuesto, también se salía de la regla de lo tierno. A la vista de sus padres, no era más que un palo que podría haberse encontrado en el jardín y que curiosamente era más bonito de lo usual... Muggles. Pero para alguien que supiera, cosa que dudaba encontrar de ese lado de la ciudad, era una varita mágica. Ella no sabía lo que era en ese entonces y sus padres, no mágicos, tampoco lo sabían pero desde muy temprana edad había aprendido a manejar sus poderes sin saberlo. Era una niña muy bonita, demasiado bonita, y su inteligencia lograba cautivar a los adultos cuando ella lo quisiera. Por lo tanto, había logrado engatuzar al vendedor de varitas para que dejara probar una y posteriormente, la había comprado. Ya la había elegido, ¿qué más daba?

 

Sus experimentos habían empezado a temprana edad, cuando había empezado a alejarse de casa para buscar información. Seguía a personas extrañas, las estudiaba, viendo que tenían actitudes similares a las suyas, aunque más avanzadas. Poco a poco se fue internando más y más en el mundo mágico, hasta que se hizo parte de él cada vez que sus padres se mantenían ocupados. El libro en sus piernas era uno de los tantos que había ido trayendo a casa, con las monedas que encontraba olvidadas en el Caldero Chorreante o caídas cada tanto en las abarrotadas tiendas del callejón. Y desde entonces, cada mañana se encerraba hasta la hora de la cena para que nadie la molestara. No obstante, gracias a su concentración, ignoró por completo que el golpeteo de la máquina de coser había acabado y que su madre lo había reemplazado por un golpeteo en la puerta.

 

—¿Leah?

 

Su cabeza se alzó para ver cómo la puerta se abría, revelando el cuerpo de una mujer regordeta de mediana edad y sonrisa amable. Automáticamente, la expresión de concentración fue reemplazada por una dureza ajena a su edad.

 

—¿Sí? —tenía una voz aguda, infantil, casi adorable que no iba con su cara.

 

—Hija, cariño, ¿por qué no bajas con nosotros? Tu padre ha sacado su tablero de juegos, podría ser divertido.

 

Silencio. Por el recuerdo, veía a través de su propios ojos lo que había visto en ese momento. Una expresión casi suplicante que esperaba de todo corazón que cediera y a la vez, volvió a sentir la misma ira que, por la forma en que la cara de su madre se desencajaba, se reflejaba claramente en sus facciones.

 

—No me apetece, gracias.

 

—Pero... ¿Qué es eso que tienes ahí? —aprovechando que ella, de forma indiferente, había bajado la mirada de nuevo a su libro, la mujer se acercó hasta arrebatárselo—. ¡Qué cosa más espantosa! Es demasiado pesado para ti, ¿de dónde lo has sacado? —otra vez, ignorando el cambio drástico en su hija adoptiva, la mujer obvió lo que acababa de hacer—. Estos dibujos y estas cosas no me gustan, Leah. Me lo llevaré, esto no es para niños.

 

Quizás pudo haber sido un presentimiento del hombre en la planta inferior lo que lo llevó escaleras arriba, hallando a su mujer con un libro extraño en mano y a su hija con un objeto raro apuntándola, sin que ella se diera cuenta.

 

—¿Qué sucede, cariño? Leah, ¿no te dije que no traigas cosas del patio a la casa?

 

Cuando la habían adoptado, sabían que ella no era común a los demás niños y habían sabido que iba a ser difícil criarla, porque su padre real se los había advertido. Lo que no se habían imaginado jamás, en su mentalidad reducida de los no mágicos, era el hecho de que la niña no era humana. Si se hacía una aproximación a su edad real, podría decirse que pensaba como una adolescente mientras estaba encerrada en su pequeño cuerpo. Pero lo que estaba pasando en ese momento no era la decisión suya, sino una ira que no podía manejar, que no entendía y de la que nunca se dio cuenta. Al menos no en el momento. No hubo necesidad que recitara un hechizo o que pensara en ellos siquiera, el odio que sentía agregado a los conocimientos que había estado adquiriendo sin un maestro fue suficiente para que su demonio interior, acompañado de la magia, se canalizara en cosas horribles que se hicieron realidad.

 

Un corte tras otro empezó a hacerse visible en el pecho de la mujer, que no tardó en gritar de dolor alertando a su marido. Sin saber qué hacer, reparó en que la chica sonreía mientras la apuntaba con aquella cosa e intentó detenerla, desesperado. Pero sólo apuntarlo marcó su destino también. No se detuvo ni por un segundo. La sangre llenaba la habitación a gran velocidad y ella sólo reía, vengativa, dichosa de haber logrado acabar con ellos. Los gritos cesaron después de largos minutos de agonía y ella, aún en su cama, no paraba de sonreír. Estaba llena de adrenalina, su pecho subía y bajaba a gran velocidad, su boca abierta mostraba una sonrisa que solo sentía como la ideal para el momento y la varita vibraba, demostrando la misma gloriosa sensación de victoria. Hasta que el efecto pasó y se dio cuenta, en la parte más pequeña de su infancia, de lo que acababa de hacer.

 

—Oh, no... —se acercó al borde de la cama, gateando despacio y miró, con el terror pintado en los ojos, lo que acababa de hacer—. No, no, no.

 

No habían sido malos padres y aún así los aborreció desde el día en que tuvo un poco de conciencia. Pero nunca había querido matarlos, no de una forma tan horrible. Asustada, tomó la varita y el libro viejo lleno de sangre que manchó sus dedos y su ropa, bajando las escaleras a toda prisa. Las lágrimas se aglomeraban en sus ojos, puesto que estaba asustada de sí misma, de su reacción. No recordaba qué había pasado, sólo recordaba el odio. Temblaba ante la imagen de los dos Muggles tendidos en el suelo como sacos de huesos y cuando abrió la puerta, la luz del sol la cegó, mostrándole una nueva realidad y regresándola al tiempo actual.

 

 

Seguía en la cueva junto con Tauro pero ya no intentaba sostenerla, sino que se agarraba a ella para no caerse. El sudor frío era una capa en su piel que seguía bajando en pequeñas gotas. Tardó unos segundos en enfocar a su esposa, en reconocerla siquiera y cuando la vio, tuvo una gran necesidad de abrazarla. Siempre se había arrepentido de haberlos matado así. Odiaba a los Muggles, sus costumbres, todo de ellos. Y los primeros en despreciar, habían sido sus padres adoptivos. Pero aún así, aún así... ¿Había sido bueno? En la actualidad, más de un siglo después, había aprendido a canalizar esos ataques de ira mediante ciertas cosas pero aún tenía miedo de reaccionar de la misma forma un día, dañando a alguien importante.

 

—¿Uhm? —tragó saliva, procesando las palabras de la peli-azul y asintió—. Sí, estoy bien.

 

Odiaba mentirle, pero no era el momento. La siguió en completo silencio, tomando su mano con fuerza y no supo en qué momento llegó con Khufu, sólo lo miró. Tampoco dijo nada. Había sido demasiado para ella, al menos para haber empezado recién con la clase y era evidente, por más que quisiera ocultarlo, que estaba afectada por el recuerdo. Algo le decía que el Uzza lo había visto todo, que sabía qué era lo que la atormentaba y por qué lo hacía. Lo que le dolía en sí no había sido matar al hombre y la mujer que la criaron en su corta infancia, sino no haberse controlado. El no saber en qué momento su demonio saldría de nuevo, llenándola de ira como el día que, sin darse cuenta, había acabado con la vida de la madre de su mejor amiga. Tembló al recordarlo y se pegó más a Tau.

 

—Amor —murmuró, intentando llamar su atención, pero lo hizo demasiado bajo como para que alguien lo escuchara.

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Odiaba utilizar aquel poder pero era necesario. Podía ver cada cosa que sucedía dentro de la cueva; como utilizaban sus necrohands para defenderse de los duendecillos e incluso el uso de los anillos. Por lo mismo, no le causó gran sorpresa cuando unos duendecillos se le acercaron dispuestos a hacerle un par de bromas pero él sí poseía varita mágica por lo que deshacerse de aquellas intensas criaturas no fue un problema.

No se sorprendió que llegaran ilesas y sin mayor problemas ante la flor, de hecho eso planeaba. Si creían haber superado a los obstáculos y estar a salvo, bajarían la guardia; pero si el camino hubiera estado completamente despejado sospecharían que algo extraño pasaba y lo importante era precisamente el aspirar el polen de aquella maravillosa flor. Observó paciente como ambas brujas caían presas del efecto del polen.

Su sudoración habían ido en aumento y no era extraño, después de todo se enfrentaban a su pasado. Sintió deseos de adentrarse en sus mentes y observar qué era lo que recordaban pero no lo haría. No le correspondía violar su intimidad sin necesidad además ya se sentía lo suficientemente cansado por utilizar su tercer ojo. Respiró hondo para tratar de calmar la palpitación que sentía en su cabeza ya las brujas regresaban a su encuentro y no podía demostrarles debilidad.

Muchas gracias.— respondió al recoger la flor que le entragaba Tau.—¡Oh! Si ese es su deseo no será concedido por ahora, espero que lo descubran más pronto que tarde pero sino... tendré que responder yo pero por ahora les daré el tiempo para que descubran para qué les va a servir todo esto

Por ahora debían volver pronto, pero antes de hacerlo debían profundizar en el libro de hechizos. Por lo mismo tocó débilmente su anillo que se hallaba en su dedo anular de su mano derecha, formándose instantáneamente un líquido incoloro en la cavidad del anillo. Lo conocían como esencia mágica. Esperaba que sus alumnas estuvieran atentas a lo que había hecho y le imitaran, esperaba que hubieran leído el libro y, por lo mismo, saber que aquel líquido se formaba al contacto con la mano del mago.

Bien, imitadme y creen un poco de esencia mágica.— dijo tranquilamente, confiaba en que no sería un reto para sus alumnas.— Dejen una gota de la esencia en la pared de esta cueva y cuando terminen podremos volver para continuar con la clase.

Tomó uno de los duendecillos que seguía revoloteando a su alrededor, presentía que le sería útil para continuar con facilidad la clase. Su mano izquierda volvía a temblar.

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¿Qué podrían mirar en esa cueva que resultara interesante?

 

Las intenciones de Khufu no eran capaces de ser interpretadas si no hacía más de dar pequeñas órdenes y dar "tiempo" para que ellas mismas llegaran a una conclusión de qué era lo que pasaba. Así que ni siquiera se molestó en preguntarle, simplemente siguió el ejemplo que le daba y observó con curiosidad el nuevo anillo que se había adherido a los otros muchos anillos de los libros, dejando un pequeño orificio junto a la piedra que cambiaba de color según el anillo que quisiera activar. Colocó el índice en la parte superior, inhalando despacio un poco de aire y al acabar, sintió cómo la esencia llenaba el agujero.

 

Era impresionante que pudiera crear algo así sólo con el contacto, una experiencia única para todas las cosas que había estado viendo a través del aprendizaje de los guerreros Uzza. Si no se había atrevido a probarlo antes era porque le gustaba vivir todo aquello en medio de la clase, junto al profesor -o guía como el actual quería que lo llamaran- y no se arrepentía de ello en absoluto. Compartió una mirada con su esposa, antes de dejar la sustancia caer en su dedo por completo y luego colocarlo en la fría pared de la cueva, dejando su marca y su presencia plasmada en el lugar.

 

—Ya está, guerrero.

 

Concentró toda su magia en un segundo, aspirando la humedad de la cueva y luego, después de cerrar los ojos, cortó el aire con los dedos índice y medio unidos en una línea recta.

 

Fulgura Nox —dijo con suavidad, mientras que el aire y el tiempo eran batidos por la magia, generando un portal lo bastante grande como para que los tres cruzaran.

 

Sin embargo, el verdadero tamaño se formó en cuanto dejó los dedos muy cerca del suelo. Era un círculo perfecto y de tonos cálidos, en su mayoría escarlata, que se iban mezclando entre sí hasta formar un portal hermoso ante los ojos de los tres magos. Esperó hasta que Tau hubo dejado su presencia en la cueva y una vez que lo hizo, tomó su mano para guiarla adelante. La dejaría pasar a ella primero, puesto que no quería dejarla sola con el anciano y después cruzaría. Efectivamente, aún turbada por lo que había recordado, siguió a su esposa a través del portal y recibió la luminosidad del entorno al que habían llegado en primer lugar con los ojos entrecerrados.

 

—Me pregunto qué tramará. Oh, vaya... ¿puedes verlo? —como si pudiera alternar la visión de lo actual con la gota en la cueva, observaba al guerrero antes de que fuera con ellas. Sonrió—. Creo que voy a poner un poco de esto en el baño —dijo con picardía, lanzando una mirada a la peli-azul que no dejaba dudas de a qué se refería.

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La respuesta del guerrero no fue del agrado de la Mortífaga, pero también se la esperaba. Suspiró desviando la mirada, sintiéndose cada vez más extraña y vacía, ansiando a más no poder el recuperar su varita que ni siquiera estaba a la vista. Pero había aceptado sus condiciones y ahora no podía echarse para atrás, no ahora que había recorrido casi que la mitad del camino y estaban a punto de probar algo nuevo. Khufu movió la mano y Tauro, quién permanecía atenta a cualquier movimiento de este, se emocionó al pensar que quizás había cambiado de opinión, pero no fue así.

 

Hasta el momento no habían aprendido nada del nuevo libro, tan sólo se había embarcado a una aventura dentro de la cueva donde se enfrentaron a los recuerdos más dolorosos y perturbadores de su pasado, pero en ningún momento les explicaron si todo aquello les serviría para algo. Por eso cuando Khufu decidió usar el Anilo de Presencia, Tauro se apresuró a imitarlo y al igual que Leah mojó su dedo con la esencia mágica, para luego pasarlo con la pared de la cueva. Nada ocurrió. Supuso que tomaba tiempo para que el hechizo hiciera efecto.

 

Antes de avanzar, Tauro le quiso preguntar algo.

 

— Sé para qué sirve el anillo de presencia, conozco su función, pero ¿también nos permitirá escuchar lo que digan las personas que se encuentren presentes en el lugar? —lo cierto es que en el libro no había explicación alguna al respecto y tampoco acerca de cómo lo verían. ¿Acaso por medio de una visión o de algún espejo?

 

Una vez obtuvo su respuesta atravesó el Portal que su esposa creó para todos.

 

— Alto ahí, de ninguna manera utilizarás eso en el baño —conocía las intenciones de la Ivashkov, sabía de lo que era capaz y más tratándose de una simple travesura — Queda terminantemente prohibido Leah Ivashkov —agregó aparentando seriedad, pero luego le sonrió.

 

¿A todas estas por qué el guerrero seguía sin cruzar el portal?

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Había logrado inscribirme al último libro que podía estudiar por ahora, misma que contenía muchos secretos que quería aprender, indispensables en ese tiempo porque aunque uno no fuera amante de las batallas más podía ser atacado, uno no podía confiarse.

 

Alise las arrugas imaginarias de mis pantalones y de mi playera de mangas cortas, ambas color almendra. También llevaba un cinturon y en vez de los tradicionales tennis, botas para el desierto. Sabía que a los guerreros les gustaba ensear en ese tipo de clima, aunque en realidad el lugar de la clase era impredecible. La ropa y las botas estaban protegidas con una pomada de pólen de lirios de fuego igual que mi piel, era mejor prevenir.

 

En la mano derecha llevaba mi varita y los tres anillos de las habilidades aprendidas. Colgados al cuello, estaban los amuletos de cada libro aprendido hasta el momento y en cada uno se encontraban acomodados como si fueran dijes los anillos correspondientes.

 

No llevaba mi monedero de piel de moke, segura de que no lo necesitaría, al menos eso esperaba. Tenía que aprender a no cargar tantas cosas. Era tiempo de empezar una nueva aventura, el problema era, ¿dónde empezaría?

 

Según sabia, tenía un aula preparada para recibir a sus alumnos, asi que ahi me dirigí. Era más probable encontrarlo ahi y si no era como lo esperaba, a lo mejor algún ayudante me podría indicar bien donde lo encontraba.

 

-¿Porqué mi videncia no sirve en estos casos?- Murmuré.

 

Al menos no había llegado a buscarlo cerca de su vivienda como hice con el guerrero Bakari, si bien todo el tiempo estuve fuera. Por fin llegue al aula donde daba clases, o al menos era el lugar donde empezaban.

 

-Guerrero Khufu, soy Katara, su nueva alumna.- Me presenté después de tocar, sin intentar abrir la puerta.

 

¿Sería de mala educación activar el anillo de escucha para saber que pasaba en el salón? Me reprohé a mi misma y me obligue a esperar instrucciones. O una ayuda para saber donde se encontraba el guerrero.

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Sely se encontraba en una pequeña aula que había tomado como oficina personal, después de todo Khufu apenas pisaba los interiores de las edificaciones de la Universidad y él solía llevarse gran parte del trabajo administrativo lo cual le encantaba ya que le hacía sentirse útil. Se encontraba trabajando acuciosamente como siempre cuando un sonido le arrebató su concentración.

Una débil carcajada surgió de su boca al oír como le llamaban para luego ser rápidamente reemplazada por una risa nerviosa ¿Qué pensaría su maestro si oía que le confundían con él?. No, no, era una situación peligrosa probablemente Khufu le restaría importancia pero no dejaba de parecerle un insulto a su maestro quien era tan poderoso. Se levantó rápidamente y se acercó a la puerta para abrirla casi de golpe.

¿Katara me dijo? El maestro Khufu se encuentra en los terrenos externos. Si me permite la guiaré.

Le sorprendía que alguien creyera que aquella pequeña sala sería donde su maestro pasara, después de todo él prefería dormir incluso en el exterior. Se podría decir que era un nómada dentro de los terrenos de la Universidad, probablemente ya se hubiera marchado a otras tierras sino fuera por la presencia de Mackenzie Malfoy aquella mujer que le recordaba tanto a su amada.

***



No, el poder del anillo no les permitirá oír lo que dicen en el otro extremo. Solo podrán ver. No sé si algunas de ustedes sea vidente pero... es una sensación parecida. Una cascada de imágenes aparecerán en su mente y solo con practica podrán ver en el otro extremo sin mayores esfuerzos, al principio a algunos le duele la cabeza al no dejar que su mente deje de ver con sus ojos y vea con el anillo.

Explicó tranquilamente aunque no estaba del todo claro si había conseguido darse a entender. Sin duda era algo extraño de explicar para quien no tuviese experiencia en videncia. Esperó que con aquella explicación le hubiese quedado claro si no esperaba que se lo comunicara para volver a repetir la explicación. Aguardó unos segundos después de que las brujas cruzaran por el portal y las imitó.

Al llegar se encontró con la sorpresa que Sely aparecía con una bruja, la cual sospechó que era su nueva alumna. Suspiró de cansancio pero le saludó gentilmente. Por suerte su asistente le dió las explicaciones necesarias a Khufu, incluyendo el nombre de la bruja. No tendría que perder tiempo en ello. Ya comenzarían a conocerse en mayor profundidad durante la clase.

Katara te pediré que me entregues tu varita.— dijo con tranquilidad, debían estar en igualdad de condiciones con Tauro y Leah.— Cuando lo hagas coloca una gota de esencia mágica sobre esta...— buscó alrededor hasta encontrar un objeto de tamaño preciso.— piedra y utiliza el anillo de amistad con las bestias para decirle a este duendecillo de Cornualles se la lleve lejos.

Mientras tanto, no podía dejar al resto de las brujas sin hacer nada por lo que decidió que era momento de explicar el porqué de sus acciones anteriores.

— Como les dije anteriormente, a algunos magos les suele causar cierto malestar el usar la primera vez el anillo de la presencia por lo que les mandé a buscar aquella flor.— explicó.— Se ha usado como medicina para poder tranquilizar aquellas molestias propias de las visiones, aunque claro, procesada de mejor manera en una poción no tiene esos molestos efectos secundarios ¿no?

Tomó aire y continuó.

— Aunque para poder ver el “presente” sin problemas deben enfrentar su pasado y despreocuparse de su futuro. No tiene sentido ver otro lugar sino estarán prestando realmente atención por culpa de ideas preconcebidas.

Era una enseñanza de estrategia. Había visto muchos grandes magos perder una batalla por estar preocupados por su pasado o lo que pasaría más adelante. No vivir el presente era un error demasiado grave.

— Bueno ¿alguna otra pregunta sobre los libros?

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-Claro que dejo que me guie, señor. Disculpe que haya venido aqui, pero en los folletos que nos dan sobre los guerreros indicaban eso, que tenían dos aulas asignadas.- Explique.-No dieron más explicación.

 

Me disculpe, el hombre parecía ser amable y no era tan tosco como la mayoría de los guerreros, aunque intenté no hablar mucho, parecía que el lo prefería asi, por lo que apenas intercambie palabras con él, sin ser cortante. De todas formas el paseo a esos salones no estaba perdido, porque me llevó directamente a la clase con el guerrero Khufu.

 

-Muchas gracias.- Dije cuando el hombr se fue, sin saber su nombre.

 

Para mi sorpresa, vi que Tauro y Leah estaban con él y me alegré. Seguramente no compartiría muchas clases con ellas si ya estaban avanzadas, pero al menos era algo.No hubo tiempo para plática ni para presentaciones.

 

Su primera instrucción me sorprendió, no quería dar mi varita, pero sabia que era necesario para poder estar en la clase, asi que se la di. ¿Las varitas sentían? Si eran capaces de elegir al mago, ¿se darían cuenta cuando pasaban a otra mano? Esperaba que no.

 

-Aqui tiene-.Comenté, mientras me daba una piedra.

 

Tomé el anillo de presencia el cual estaba colgado de la cadena del amuleto antirobo. Fue curioso ver como de la pequeña cavidad que estaba en medio del anillo generó una esencia mágica al poner mi mano ahi.

 

La gota de esa esencia cayó sobre la piedra, dejado de gotear en seguida. Tomé el anillo de amistad de las bestias, el cual estaba en la cadena del amuleto volador. Ayudada con el conocimiento de cuidado de criaturas mágicas pude comunicarme con él.

 

Al parecer se sentía triste pro haber sido separado de los demás duendecillos, si bien sabia que no le haríamos nada, pero deseaba portarse como siempre, haciendo bromas, en vez de estar ahi parado esperando órdenes.

 

-Te entiendo, pequeño, pero pronto estarás libre. Solo necesitó que me hagas un favor, ¿podrías?- Le pedí.

 

-De acuerdo, ¿pero qué gano con eso?- Preguntó el duendecillo.

 

-Tu libertad. Toma esta roca por favor y llevala a algún sitio muy lejano. No me digas donde es ni nada donde la dejaste. Una vez que lo hayas hecho, puedes considerarte libre. Por favor.- Le pedí.

 

El duendecillo tomó la roca que tenía en mis manos, para mi sorpresa la pudo cargar sin problemas y sin lanzarmela a la cara, cosa que me alegró. Escuché parte de la conversación que tenía con mi cuñada y mi hermana

 

-Yo tengo una guerrero Khufu. Se que apenas acabo de llegar pero he leído los libros. Me siento un poco confundida con el hechizo duelistico del Kansho, principalmente con los efectos.- Tomé aire.Por ejemplo, con las invocaciones y rayos si da tiempo de defenderte y puede absorverte sin que seas herido, pero por ejemplo, en el caso de un seneca y un cinaede, ¿cómo funcionaría?

 

Me quede pensativa, a veces no lograba explicarme bien, pero esperaba que lo siguiente quedará explicando.

 

-Me imaginó que los daños por el efecto si nos dañarían, pero absorvería el efecto para mandárselo al oponente. ¿O aunque sea efecto te libra de los daños?- Pregunté.

 

Me acerque poco a poco con Tauro y Leah, cuando una serie de imágnes empezó a llegar a mi cabeza. El duendecillo había soltado la roca. Había varios árboles en el sitio y se veía feliz. Su grupo de duendecillos estaba molestando a un pobre mago pérdido.

 

-Esto me gusta. Acabo de ver al duendecillo de regresó con su famiila. Están pasándosela bien molestando a un mago, que no se que hará tan adentro del bosque.- Comenté.-El mago no parece estar muy contento.

 

Noté que me miraban y sentí como me sonrojaba por el cambio de tema tan brusco después de mi pregunta relacionada con ese libro.

 

-Lamento la interrupción, es solo que esas escenas parecían demasiado vividas.- Comenté.

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