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Conocimiento de Maldiciones


Leah Snegovik
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A las nueve menos diez, una a una, las velas empezaron a encenderse desde lo más profundo de la cabaña hasta llegar a la puerta. El resplandor esmeralda se escapaba entre las rendijas de la puerta y las ventanas, todas cubiertas con tablas de madera irregulares y pesadas que parecían haber sido colocadas para encerrar algo peligroso. Y como era usual cada noche, una espesa bruma blanquecina se extendió por la zona donde la cabaña tenía su lugar dentro del bosque, haciendo incluso más teatral su mera existencia; sin embargo, lo cierto era que la casucha sí resultaba tétrica en realidad.

 

Tan pronto la luz se hizo presente en el interior un siseo amenazante empezó a escucharse por lo bajo por todo el terreno, curiosamente seco y desprovisto de nieve a diferencia del resto de la Universidad, como el murmullo de un alma en pena. Era una advertencia. Y ningún mago, por más tonto que fuese o por menos conocimientos que tuviese, sería capaz de ignorar el por qué de dicho aviso. El rumor que rondaba la niebla, el terreno y la cabaña no era la voz de ningún mago, ni la voz de la profesora, era el murmullo de las maldiciones y el poder que éstas mantenían incluso cuando habían pasado años, quizás décadas, desde que fueron pronunciadas.

 

Un puñado de ramas secas crujió bajo el peso de una persona a la derecha de la cabaña y las velas dentro parpadearon por el viento, que se coló entre cada espacio sin cubrir de la maltrecha construncción. Había sido una aparición silenciosa y cuidada, como si la persona que acababa de arribar tuviera la misión estricta de no perturbar la zona con su presencia. Y así era. Incluso sus pasos parecían contenidos por una delicadeza aprendida, una forma de mantener en calma lo que aún no acababa de acostumbrarse a ella. Porque, al igual que las serpientes, la magia negra puede actuar en contra de lo conocido sólo por cuestiones de naturaleza.

 

La figura quedó a la vista sólo a un par de metros de la puerta, oculta por la niebla y quizás por voluntad propia. Portaba una túnica oscura y pesada, perfecta para combatir las bajas temperaturas de la fecha, con la capucha cubriendo su cabeza como si fuera un misterioso desconocido. No obstante, antes de colocar la palma de la mano en la superficie helada de madera, descubrió su larga melena rubia y alzó la barbilla, presentándose con algo o alguien antes de entrar. Un respeto protocolar que no estaba dispuesta a comparitr con nadie, al menos de momento.

 

Dentro la luz no era más fuerte de lo que se podía ver por fuera, de hecho, parecía mucho menos potente desde ahí que desde la lejanía. Reinaba la penumbra y el olor a moho, antigüedad y algo dulzón -¿o era agrio?- e imposible de clasificar. ¿Era agradable? ¿Repulsivo? Como si alguien hubiera colgado un ambientador de azufre en algún lugar de la cabaña. Pero era lo menos perturbador de todo, a decir verdad. Sólo había una mesa circular adornando el interior, rodeada de irregulares troncos manchados por el tiempo y la humedad, con diferentes libros, pergaminos y utensilios de redacción dispersos por ella. Eran objetos viejos y sucios, no porque estuvieran llenos de alguna sustancia, sino porque daba la impresión de poseer algo más en su superficie.

 

Al fondo había un agujero rústico que cumplía la funciónde una chimenea y ésta se encendió con un fuego parsimonioso, de tonos cálidos comunes, cuando chasqueó los dedos. Y no sólo para calentar un poco el gélido ambiente, sino porque era la claridad que necesitaba o nadie vería nada y, entre esas cosas, a ella misma. Parecía ser una mujer joven, no mayor de treinta años, pero sólo hacía falta verle los ojos para notar que tenía más edad de la que aparentaba y sólo había que echarle un vistazo para darse cuenta de que tampoco era humana. Cada rasgo facil era fino y delicado, afilado, peligroso.

 

Era un súcubo y era la profesora. Alguien que sabía perfectamente bien de qué iba su clase. Así que cuando los diez minutos restantes culminaron, se giró para encarar la puerta con cierta expectación. Las cartas habían sido enviadas por su elfo, a su nombre, por supuesto, así que no tenía idea de quiénes serían sus alumnos; pero éstos habían sido avisados. Cada noche, a las nueve en punto, su clase daba comienzo y lo que menos quería era empezar con retrasos. Así que aguardó pacientemente, sin moverse, escuchando el murmullo que la rodeaba como si fuera el himno de la magia negra.

 

Hasta que la puerta se abrió, por fin, ante ella. Esbozó una sonrisa torcida que revelaba, a pesar de la penumbra, su diversión. A los tres los conocía y era un factor a favor, podría saltarse las presentaciones a excepción de la suya y eso era un alivio.

 

—Bienvenidos a la clase de Maldiciones —inclinó la cabeza ligeramente ante ellos y los invitó a tomar asiento con un ademán—, soy la profesora Ivashkov. Esta es una materia oscura, es innegable, por lo que no sólo espero dedicación sino seriedad; a diferencia de otras cátedras, todos sabemos qué es una maldición. Sin embargo, quisiera saber una única cosa.

 

Retiró la capa de sus hombros, dejando a la vista un vestido negro, simple y elegante. La dejó en el tronco antes de sentarse y alzó ambas manos, como si el tema fue demasiado evidente para tratarlo.

 

—¿Cuál creen que es la diferencia entre las Maldiciones que conocemos y las Maldiciones que conocen los Muggles? —enarcó las cejas—. Son diferentes, sí, pero me interesa conocer su opinión antes de compararla con la realidad.

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La hora había llegado. Ya tenía el poder mágico suficiente como para adquirir un nuevo conocimiento dentro del Ateneo que formaba parte de la Universidad Mágica. Cada uno de los niveles que iba pasando se adquirían más y más conocimientos mágicos que lo ayudaría en un futuro para conseguir empleo o, simplemente, aumentar sus habilidades como mago; pero lo más importante era que, las maldiciones, lo iban a ayudar mucho más como mortífago. Había un sin fin de conocimientos con los cuál hacerse pero el vampiro se había decidido por aprender más sobre las maldiciones.

 

Emmet se sobresaltó del asiento de su oficina. Una lechuza había entrado y, como entró, soltó una carta y se fue despedida por la misma ventana que había entrado. Tenía el sello de la Universidad. Empuñó el abrecartas y despegó levemente la parte superior del sobre. La hoja salió sola y los ojos del vampiro se posaron en ella para comenzar a leer. Era el anuncio para informarle el comienzo de su clase de conocimiento. Días atrás había ido a la Universidad para realizar la inscripción y, ahora, ya la clase había sido habilitada.

 

Se levantó de su asiento y tomó la túnica que tenía en el respaldar de su silla. Se la colocó y dio una última leída a la parte final de la carta que rezaba la hora y el lugar del encuentro en donde sería dictada la clase. Miró el reloj de la pared a sus espaldas. Las manecillas arcaban las nueve menos cuarto de la mañana y el curso comenzaba a las nueve en punto. Pero eso no era lo que tanto le preocupaba ya que llegaría en un abrir y cerrar de ojos, el tema es que la profesora sería, nada más ni nada menos, que su propia madre: Leah Ivashkov. La mujer a la que tanto amaba y admiraba; por la cual daría su vida misma por defenderla.

 

El frío del ambiente exterior caía con todo su peso sobre el cuerpo del mortífago. Había desaparecido de su oficina y ahora su figura completa hacia presencia en los terrenos de la Universidad, más específicamente, cerca del bosque en dónde se encontraba la cabaña que funcionaría como aula para el dictado de la clase. Gracias a un hechizo impermeabilizador, el atuendo de Emmet permanecería seco por más nieve que se posara en su túnica o intentara colarse por el espacio que había entre sus zapatillas deportivas y la manga de su pantalón chupín de jean. Despegó sus pies del suelo, ya que se había enterrado un poco, y comenzó a adentrarse en el bosque.

 

Ramas por aquí, ramas por allá. Las palabras grotescas del Ivashkov salían de su boca y viajaban por todo el bosque mientras intentaba luchar con las piezas del bosque que se quedaban en su túnica y zapatillas. Amaba la naturaleza pero odiaba que esas pequeñas cosas lo quisieran devorar como si tuvieran vida ... aunque en ese bosque no sabía lo que podría llegar a encontrar.

 

- ¿Pero que m**** pasa ahora?

 

Otro agravio se escuchó a los cuatro vientos al ver que, claramente, en el bosque se producía una división: una parte se encontraba cubierta con las ramas, hojas y demás follaje. Y la parte que tenía delante el vampiro, y la que estaba por pisar, una densa neblina blanca no dejaba ver lo que iba a pisar cuando diera un paso más. No podía temer ahora y necesitaba llegar al lugar; al menos no era de noche porque seguro ni loco se iba a introducir en aquél ambiente.

 

Unos pasos más en la neblina le fueron suficientes para notar una construcción desgastada y que emanaba luz de su interior. ¿Sería ese el sitio? Siguió su paso firme, casi apurado como si una bestia lo estuviera persiguiendo, tropezando con lo que pudo percibir como una rama grande que estaba cubierta por la neblina. Torpemente llegó a la puerta roída por la humedad del ambiente y la abrió descubriendo lo que se ocultaba dentro de la cabaña.

 

- Ma ... emmmm, profesora. Un gusto - casi se le escapaba la palabra madre para con la rubia que estaba dentro. Varias sensaciones lo inundaron al Nigromante pero a la vez sentía la necesidad de que, por ser el hijo, iba a tener que demostrarle todo lo que podía dar como tal estudiando el conocimiento que la mortífago iba a impartir - Emmet Gaunt Ivashkov - se presentó pero sabía que ella lo conocía más que a ninguno.

 

No sabía donde ir. Se acercó a la mesa que estaba en medio de lo que parecía la sala. Miró a los presentes, al mismo tiempo que escuchaba la pregunta de la bruja. Jamás se le había cruzado por la cabeza ese tipo de cuestionamiento acerca de las maldiciones muggles y las que se conocen en el mundo mágico.

 

Se rascó la barbilla como si eso le fuera a dar todo el conocimiento pero no iba a dejar de responder por no saber la respuesta correcta.

 

- Las maldiciones que se conocen en el mundo mágico son "reales" por llamarlo de algún modo. Lo que quiero decir es que podemos ver el daño que realmente hacen, como por ejemplo: las famosas maldiciones imperdonables. En cambio, en el mundo muggle el tema de la maldiciones es más que nada superstición o creencias que vienen pasándose de generación en generación pero no se ven los efectos. ¿Me hago entender?.

 

Concluyó mirando a su madre a los ojos.

Editado por Emmet Haughton Gaunt

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Estructuras. De esas que marcaban lo que había que seguir o decir para poder alcanzar tal o cual objetivo. Objetivos... Candela sabía cuáles eran los suyos pero tenía la proyección casi bloqueada cuando trataba de imaginárselos, aquellas nebulosas en su cabeza hacían que se mezclasen unos con otros sin tener en claro qué debía hacer o qué debía seguir; he ahí, como resultado, sus impulsos y maneras poco bien vistas socialmente. Por lo pronto tenía un propósito y para ello debía continuar con la adquisición de conocimientos, tantos como pudiese recolectar.

 

No había abierto a tiempo la carta en la que se le advertía del inicio de su clase, quizás la había olvidado dentro del baúl que le había robado a su hermana y que tiró luego de haber sido descubierta. Pero claro, esa sería una simple excusa que no mencionaría en ese momento, pues era obvio que quedaría mal, y esa palabra definía su personalidad, no su comportamiento. Aunque venidos al caso, si querían, era lo mismo. Candela se frotó los ojos cuando la espesa niebla cubrió todo su cuerpo, no sabía por qué pero sentía cierta irritación. Así que se dejó guiar por la luz que emanaba de la cabaña frente a sí hasta llegar a la puerta, que crujió lastimeramente cuando la Triviani ingresó.

 

La gitana reconocía la baja temperatura del ambiente pero no había dejado que la limitase en su vestimenta; no llevaba una capa que la cubriese de pies a cabeza, su ya conocido vestido lleno de jirones y descalza, tal como estaba acostumbrada. ¿Que podía ser peligroso? Era consciente de ello, pero le daba exactamente lo mismo, el peligro inminente le daba cierto "sazón" a su día a día.

 

Candela saludó con un breve asentimiento a la mujer que se había presentado como la profesora y observó al que ya se encontraba allí, lo recordaba de sus tantas visitas al mall para hacer uso de su dinero y, tras unos segundos, devolvió su atención a la bruja de apellido Ivashkov. Le resultaba vagamente familiar, mas ignoraba si efectivamente la conocía o si se trataba únicamente de su mala memoria jugándole una mala pasada, así que escuchó con cierto interés la pregunta de ésta y la respuesta de Emmet.

 

― Pero no existen sólo ese tipo de maldiciones... ―comentó cuando el Haughton terminó de hablar― No hablamos únicamente de supersticiones cuando nos referimos a las maldiciones muggles. El efecto que pueden causar es nulo en comparación a las maldiciones mágicas. ―ató su cabello para que no le molestase durante la clase y siguió― Los muggles maldicen sin efectos, con el anhelo de que sus deseos de mala ventura se cumplan algún día, pero no necesariamente se pasan de generación a generación.

 

Intentó pensar en alguna situación, pero no se le ocurría ninguna. Y es que cuando trataba de ser genial no le salía.

 

― Los magos pues... hacen abracadabra y las maldiciones se cumplieron. Digamos que lo de los muggles son proyectos a largo plazo y lo de los magos a corto. Soy Candela, por cierto... ―levantó la mano a modo presentación mientras sus ojos se entornaron un poco, empezaba a tener sueño.

 

Pero fue hasta que se encontró con unos ojos azules que la observaban con enojo, no se la dejaría pasar, la gitana estaba segura de ello.

 

― Aunque ahora que lo pienso, ―observó a Emmet con cierto desconcierto― creo que he dicho exactamente lo mismo que tú. Okey, hagamos como que no dije nada. Es un largo camino hasta acá, me he tragado algo de humo y mis ojos arden. Y eso que no traigo lentillas... ―normalmente era bastante antisocial, pero se había tomado un trago de cognac antes de asistir al encuentro, lo que podría explicar ese pequeño brote de parloteo del que sufría en ese instante.

 

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Asintió ante la respuesta de su hijo, aunque el gesto era más de entendimiento que de completa aprobación. Siempre era interesante saber qué pensaba un mago con respecto a las situaciones que compartían con los Muggles, así como ciertos conocimientos. Porque compartir no quería decir semejanza, más allá del nombre de lo que pudieran tener en común. Tanto ellos como los seres desprovistos de magia conocían las maldiciones, el problema era cómo se interpretaban y algo de eso tocó Candela más adelante, lo que la hizo inclinarse sobre la mesa como una vieja amiga contando un cuento a sus colegas.

 

—No necesariamente pasan de generación a generación, es cierto, Triviani, pero saben cómo maldecir. Y ahí está lo importante.

 

Extendió cada mano en el aire, en paralelo, con las palmas hacia arriba y empezó a moverlas con lentitud, imitando una balanza.

 

—Sabemos que hay algo en común, la intención de la maldición. Pero hay una gran diferencia. Mientras que los Muggles aspiran a que se cumpla, los Mortífagos son capaces de que se cumpla de inmediato. Y es por ello que ambos tienen razón —dejó las manos tranquilas—. Pero volviendo a la intención, que es lo más importante de este tópico, no varía. Las maldiciones son negativas, están destinadas a causar daño y es por ello que hay que saber diferenciarlo de un maleficio, también. Un maleficio es una treta, para causar malestar momentáneo, mientras que la maldición busca heridas graves, sean físicas o mentales, o incluso la muerte.

 

Pronunciar aquella palabra en la cabaña produjo un extraño ambiente, como si ésta respondiera ante ella. Las velas parpadearon y la chimenea chisporreó con intensidad, pero ella no prestó atención. Abrió un pergamino de la mesa ante sus estudiantes, estirando cada punta hacia un extremo diferente para que el contenido quedara a la vista al mismo tiempo para ambos. Con trazos extrañamente elegantes, alguien había escrito una serie de palabras en un idioma antiguo en la superficie del papiro y había pequeños dibujos abajo que demostraban con sus líneas torcidas el efecto de la maldición en cuestión, aunque no de forma muy explícita.

 

Sin embargo, cuando ella empezó a recitar la maldición en el mismo idioma, latín, el dibujo empezó a moverse. Eran dos magos los que estaban descritos en tinta, dos hombres que se batían en duelo por alguna razón que se obviaba de la corta historia. Uno iba ganando y el que iba en desventaja pensaba que tenía que salir de aquella situación de alguna forma. Por lo que, al tiempo en que ella pronunciaba la maldición en sí, éste lanzaba un hechizo hacia el otro individuo y lo veía caer entre pequeñas colvulsiones producidas por el dolor. Creándose un charco de tinta bajo su cuerpo, sangre negra que finalizaba con su vida.

 

Como un pequeño cortometraje, sabía que la ilustración atraparía a cualquiera. Por lo que les dio unos minutos de silencio antes de retomar el habla.

 

—El Sectusempra es una maldición que muchos no suelen reconocer como tal, por ignorancia o inclinaciones políticas. Pero lo es. Su intención es causar la muerte de otra persona a través de diversas y severas cortadas en la zona de impacto. Si pueden identificar ahora, más de tres de ellas, nuestro objetivo estará cumplido.

 

Dejó que el rollo de pergamino volviera a cerrarse como un cilindro y tomó otros dos, uno para candela y otro para Emmet. Estaban vacíos y eran más cortos, como para escribir una frase larga a lo sumo.

 

—Si se les hace más cómodo escribirlo, es su decisión. Pero necesito que me hagan saber de dos o tres maldiciones que conozcan, antes de hablar sobre las contra-malciones. Y por si se lo preguntan, la contra-maldición del Sectuempra no es el Episkey, como se cree actualmente. Es el poderoso hechizo Vulnera Sanentum, reservado a los magos que posean aprendizajes del libro de Merlín.

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En la mente de la Malfoy aparecía claramente las líneas de un amarillento pergamino que había recorrido con la mirada más de una vez, y a pesar de ir en camino hacía el lugar de reunión, aun trataba de encontrar la razón que la llevó a semejante decisión, pero sobre todo, trataba de encontrar la forma de escabullirse de semejante enredo. No lograba comprenderlo, no entendía ni ella misma cómo es que se había dejado enredar en tal lío o cómo es que siquiera estaba de nuevo en Londres.

 

Soltó un suspiro justo en el momento en que sus celestes ojos encontraron el reloj del elegante bar en el que se encontraba, faltaban tan solo dos minutos para las nueve y seguramente llegaría tarde a su cita. Un suspiro más salió de entre sus labios, justo antes de ponerse de pie al tiempo que dejaba un par de galeones para pagar su consumo, y se dirigía directo a la puerta del negocio.

 

- La voy a asesinar un día de estos si sigue metiéndome en esto - susurró antes de desaparecer, quedándose con el sonido de la primera campanada que anunciaba las nueve resonando en sus oídos. Se dejó arrastrar por la negrura y el tirón a la altura del estómago, muy propia de la desaparición, con único destino en mente que el que citaba el arrugado pergamino que yacía en uno de sus bolsillos.

 

Al abrir de nuevo los ojos se encontró en la espesura de un bosque envuelto en densa neblina y con un único sendero apenas iluminado por la tenue luz de luna. Gyvraine recorrió su alrededor con mirada crítica y se dio plena cuenta que estaba en medio de un bosque bastante tupido de árboles que en las sombras formaban figuras extrañas, casi como si la acecharan criaturas misteriosas, salidas más bien de cuentos para asustar a los niños y no de la realidad, criaturas de pesadillas.

 

- Genial, un lugar bastante propio para una clase - soltó con cierto dejo de sarcasmo al ver a unos doscientos metros una cabaña, que pasaría inadvertida de no ser por la luz que emanaba del interior y alcanzaba a colarse por las rendijas de las ventanas cubiertas -. Que no se pierdan los valores y buenas costumbres de dar una cátedra en medio de la nada y en plena noche- continuó con el mismo tono de voz, mientras avanzaba paso a paso hasta donde creía que encontraría, no sólo a la profesora sino también, a quién la había metido en todo ese lío.

 

Las botas largas de piel de dragón, en las que estaban enfundados sus pies, hacían crujir las pequeñas ramas y hojas con cada una de sus zancadas cada vez más presurosas, pues sabía perfectamente que por lo menos ya tenía dos minutos de retraso. Después de todo la puntualidad jamás había sido su fuerte y no es como que quisiera cambiar ese precioso defecto que tenía de llegar tarde.

 

- Soy la profesora Ivashkov ...- alcanzó a escuchar la Malfoy decir a una voz femenina cuando estaba justo del otro lado de la puerta, peleando aún por quitar los últimos residuos de ramitas y hojas que se habían adherido a su gruesa capa de viaje, así como a su larga cabellera castaña. Nunca parecía estar vestida para internarse en un bosque.

 

Al entrar a la cabaña, Gyvraine fue plenamente consciente de cada una de las personas presentes y, mientras escuchaba la respuesta de quien se había identificado a sí mismo como Emmet Gaunt, fijó la mirada en la profesora. En los ojos de la Malfoy pareció brillar un eco de reconocimiento que se extinguió casi al instante, como si la viera después de mucho tiempo y, en tan solo un segundo, jamás la hubiera visto nunca en su vida.

 

Su atención fue completamente robada al momento en que una voz más que conocida se escuchó: Candela Triviani. Sin poder contenerse, Gyvraine la fulmino con la mirada y enarcó una ceja, como haciendo una pregunta muda a su querida hermana que, al parecer, estaba más parlanchina que de costumbre. Ya encontraría la forma de hacerla pagar por inscribirla a una clase a la fuerza.

 

- Las maldiciones de los muggles no son necesariamente superstición - comenzó a hablar la Malfoy mirando de reojo a Candela, para luego centrarse en Leah y Emmet -, pueden ser huella de maldiciones que usaban antiguos magos, pero sin efecto alguno... después de todo son muggles - añadió con media sonrisa, impregnando de desprecio aquella última palabra -. En cambio, una maldición que conocemos tiene efecto, no sólo porque la decimos nosotros como magos y brujas, sino porque ha ido evolucionando a lo largo de la historia de la magia - hizo una pausa, y continuó elevando los hombros en un gesto que parecía recalcar lo obvio -. Así que la diferencia es esa... la magia. Gyvraine Malfoy - añadió con un leve asentimiento al presentarse.

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Ignoró la mirada inquisitiva de su hermana poniendo fijos los ojos mercurio en una pequeña llama que amenazaba con extinguirse, o eso le parecía a ella pues lo más probable es que, en realidad, fuesen sus propios párpados los que se estaban cerrando. Podía escuchar con claridad lo que decía la Ivashkov y lo que comentó Gyvraine después, medio tarde para ser que la profesora ya había cambiado de tema. Su hermana podía ser bastante retraída cuando quería, pero no le hizo burla por ello, ya había cometido muchos "crímenes" en su contra para agregarle uno más.

 

Normalmente a la Triviani no le importaba, pero había llevado prácticamente a rastras a la Malfoy a esa clase, algo que en su vida había intentado. Y por muy divertida que fuese la situación, Candela trató de ponerse en su lugar... pero no. No pudo, así que disimuló una risa para no ser tan obvia. Ya se encargaría de ponerla en ridículo en otro lado, bajo otras circunstancias. De modo que regresó su atención a la mujer que explicaba un poco más sobre las maldiciones y mostró cierto interés en lo que decía.

 

― ¿Libro de Merlín? ―preguntó mientras tomaba el pergamino de manos de la Ivashkov y sacaba una pluma escondida detrás de la oreja -siempre llevaba una, sólo por las dudas- y se dispuso a escribir.

 

¿Cuántas maldiciones se sabía? Demasiadas, incluso aquellas que no estaban consideradas dentro de una lista legal. ¿Tendría que incluir alguna en la actividad? Esperaba que no, así que debía pensar de entre las que, tenía conocimiento, pertenecían a la lista "legal".

 

― ¿Quieres que te convide? ―le preguntó a Gyvraine ofreciéndole el pergamino, a fin de cuentas su letra era pequeña y bastaba con un trozo chico.

 

Cuando terminó de escribir, releyó. Estaban incluidos nada más que dos, pues tras un bostezo no pudo hacer más nada. Locomotor Mortis, era un maleficio que solía usar cuando estaba en la Academia, en la antigua. Y el segundo era el Reducto, pero a ese no lo había usado nunca.

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Los labios de la Malfoy formaron una fina línea en el momento en el que por el rabillo del ojo captó la sonrisa burlona de su hermana pues, a pesar de querer disimular, sabía a qué se debía, después de tantos años conociéndose era como si leyera su mente. Cerró todo un segundo los ojos y tomó aire profundamente, no era momento de hacer una escena y mucho menos echar en cara el que estuviera ahí por culpa de Candela.

 

Avanzó hasta situarse tras la Triviani y miró sobre su hombro para alcanzar a ver el pedazo de pergamino en blanco que le había proporcionado la profesora, recorriendo mentalmente la lista de hechizos, maldiciones y demás conjuros que pudieran servirle para aquella clase. Frunció el ceño levemente mientras escuchaba de nuevo las palabras de su hermana al preguntar por un libro, dándose plena cuenta que había estado tan desconectada del mundo mágico en el que había crecido que apenas si lo reconocía.

 

- Si, dame la mitad - añadió parándose a un lado de ella, partiendo por la mitad el pergamino y haciendo una elaborada floritura con la varita junto a la oreja de su hermana, para hacer aparecer otra pluma -. ¿Qué es el Libro de Merlín? - preguntó a la Triviani, con la pluma a la altura de los labios, al tiempo que trataba de elegir qué escribir - Antes todos estudiábamos en casa y no nos hacían caer en trampas para ir a clases - terminó fulminándola con la mirada, antes de volver a clavar los ojos al frente, tratando de concentrarse.

 

Gyvraine pareció perderse en sus pensamientos e imágenes inconexas comenzaron a aparecer ante sus ojos, como venidas de otra vida, donde podía escuchar el crujido de huesos al romperse o podía ver aves de fuego aparecer de su varita dispuestas a quemar todo a su paso, incluso se vio a sí misma protegida por un ser de oscuridad flanqueada por una enorme bola de fuego y casi pudo ver el destello de un arma con filo sobrenatural en su mano. Sacudió la cabeza para eliminar cualquier imagen que pudiera quedar en su mente, cada día le sorprendía más su imaginación, era imposible que pudiera tener esos recuerdos.

 

- No se me ocurre nada, ¿Qué pusiste tú? - preguntó tratando de leer lo que la Triviani había contestado, al tiempo que garabateaba "Confrigo" en su pequeño trozo de pergamino - Hace mucho que no trato de hacer daño a la gente, ¿debería comenzar? - comentó con un gesto indescifrable hacia Candela, escribiendo "Desmaius?" con cierta duda - ¿Te gusta el Incen​dio? - preguntó al tiempo que con mucho esfuerzo lograba escribirlo en el poco espacio que quedaba en el pergamino - Si te incendian la túnica, vaya que dolerá - terminó con una sonrisa de falsa satisfacción.

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El pergamino que su madre le dio se posó frente a él. Con un movimiento de Nix, la varita de Emmet, se desenrolló solo como si supiera que iba a ser rasgado por la pluma del Nigromante. Las explicaciones de la Ivashkov eran claras para todos los presentes hasta para, la que parecía ser, la última alumna que tomaría el conocimiento. Debían escribir dos o tres maldiciones que conociesen pero el punto era: las que Emmet tenía en la cabeza ¿calificaban como maldiciones? ¿que era una "maldición" en sí? pero ahí recordó lo que la docente había mencionado en referencia a la diferencia entre maleficio y maldición, lo que se buscaba con estas últimas era causar un grave daño y, en algunos casos más severos, causar la muerte.

 

Tomó su pluma plateada y fue suficiente con dejar la punta de la misma apoya en la hoja de pergamino para que se mantuviera inclinada lista para comenzar a escribir lo que Emmet le dictaría.

 

- Cruciatus: una de las maldiciones imperdonables. Con ella se puede causar hasta el más terrible de los dolores a cualquier ser vivo, llevándolo al punto de la locura o, si se continua, causarle la misma muerte - musitó en voz baja como si fuese un pequeño cántico para un niño a la hora de dormir. Miró a su alrededor notando que sus compañera se relacionaban entre sí y compartían el pergamino; hizo un pequeño ademán de importancia con el hombro y se volvió a concentrar en la tarea - Avada Kedavra: también denominada "maldiciñon asesina" otra de las maldiciones imperdonables. Directamente se le causa la muerte a quien le es realizada ... - continuó pensado cuál otra podría mencionar dentro de las que habían pero no recordaba ninguna.

 

Miró a su alrededor y se detuvo un segundo en la fogata que ardía en la chimenea. Tenía que pensar otra maldición antes de que Leah pidiera los pergaminos. Se volvió a concentrar en su hoja. No estaba muy seguro de la que estaba por escribir ahora pero bueno de los errores uno aprende:

 

- Confundus: fin inmediato causar la confusión en la persona - dictó por última vez y dejó que la pluma cayera encima del pergamino al terminar.

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La sombra de una sonrisa torció la comisura de sus labios, demostrando su diversión ante las pequeñas y poco disimuladas discusiones entre Candela y Gyvraine. Siempre se le hacía complicado dar clases a personas que conocía, pero lo más difícil era mantener la compustura cuando algo le hacía gracia. Por lo que se levantó para recorrer la cabaña a paso lento, sin prestar atención a algo en particular. Y a pesar de que parecía no estar escuchando, lo hacía, de modo que giró la cabeza cuando escuchó la pregunta de Gyvraine; antes Candela había preguntado exactamente lo mismo y había tenido la esperanza de que alguno de los presentes, como su hijo, respondieran. Pero como no fue el caso, retomó el hilo de la clase en base a esa pregunta.

 

—En la actualidad, nos hemos visto ligados a los Arcanos y a los guerreros Uzza, poderosos hombres y mujeres con conocimientos mucho más... profundos que los nuestros. Los Arcanos se encargan de enseñar habilidades, como la Legilimancia o el dominio de la lengua de las serpientes y los guerreros Uzza basan sus enseñanzas en sus libros —subió las manos a la altura de su pecho y empezó a bajar los dedos a medida que hablaba—. El libro del Aprendiz de Brujo, el libro de la Fortaleza, el libro de la Sangre, el libro del Equilibrio, el libro del Druida, el libro del Caos, el libro de los Ancestros, el libro de las Auras, el libro de Hermes Trimegisto y el libro de Merlín. En el último libro, se encuentra el contra-hechizo del Sectusempra.

 

»Pero las maldiciones que podemos encontrar ahí, no son algo que yo pueda enseñar. Por lo que tendremos que conformarnos, de momento, con las maldiciones que se encuentran al alcance de los magos neutrales y los miembros de los bandos. Existe la creencia de que sólo los Mortífagos manejan maldiciones. Pero nadie considera al Sectusempra como una Maldición hasta que conocen del tema, por lo que es una idea completamente descartada. Muy bien, veamos sus pergaminos.

 

Chasqueó los dedos y los pergaminos se consumieron en pequeñas llamas azules que no dejaron rastro de quemaduras en la superficie dañada de la mesa, ni el olor a papel quemado. En cambio, dejaron atrás un aroma a lavanda que aplacaba un poco el azufre del ambiente. Ante los ojos de todos, sobre sus cabezas, las letras con las respectivas letras de cada estudiante empezaron a flotar como si estuvieran proyectadas en el aire, en un tono verdoso que recordaba al Avada Kedavra. Se llevó una mano a la barbilla.

 

—Tenemos que descartar el Locomotor Mortis, el Desmaius, el Confundus y el Confrigo —anunció—. El Reducto me parece que podemos descartarlo también.

 

Rebuscó en su vestido, en los pliegues invisibles, hasta que dio con un objeto extraño y bastante vistoso. La vara de cristal, otorgada por sus conocimientos en magias guerreras, era del color de la sangre y cercana al tamaño de un bastón pequeño. No obstante, era evidente que era su arma mágica. Y sin más remedio, apuntó a Candela.

 

—Reducto —el ambiente tuvo una sacudida por la magia y se sintió como una succión desde la vara de cristal, pero no pasó nada. Posteriormente, apuntó a Gyvraine—. Confrigo.

 

Nada.

 

—Si no tiene efecto en humanos, no puede ser una maldición propiamente dicha. Quiero decir, puede que rompamos el techo y hagamos daño con los escombros a nuestro enemigo, por ejemplo. Pero más allá de tener la intención directa de hacerle daño, como asesinarlo o torturarlo en el caso de las dos maldiciones imperdonables que dejaron en sus pergaminos, es una intención más indirecta. Ahora bien, en el caso del Confundus o el Locomotor Mortis, no estamos haciendo daño. Son efectos momentáneos que no dañan.

 

Con cuidado e inhalando profundamente como si supusiera un esfuerzo a pesar de que pudiera controlarlo, colocó un pie a cada lado de su cuerpo, hasta que obtuvo un equilibrio perfecto. Pero eso no era lo que le estaba costando. Exhaló por fin, después de unos segundos, cerró los dedos entorno a la vara de cristal con una única palabra abandonando sus labios.

 

Aura Fantasmal.

 

Como si los fantasmas hubieran estado allí todo el tiempo, aparecieron uno al lado de cada estudiante. Para Gyvraine, Peter Pettigrew la miraba con su nariz curva y sus ojos pequeños de rata. Para Candela, Igor Karkarov la miraba igual que el diminuto hombre calvo a su hermana, sólo que con una altura mayor y unos ojos que ocultaban el miedo bajo unas oscuras cejas. Y para Emmet, Regulus Black. Todos estaban cerca, tal vez demasiado, como para pasarles un poco de su frío y un poco de su aura.

 

Y todos tenían algo en común, aunque ella no lo mencionara. Todos habían sido traidores a la Marca Tenebrosa. Sonrió, de vuelta a su posición despreocupada.

 

—Uno para cada uno. Parecen fantasmas y ciertamente lo son, pero pueden recibir el daño de un ataque antes de desaparecer. Así que deberán elegir muy bien la maldición que quieran utilizar, porque si se equivocan el fantasma resistitá y los atacará en respuesta —alzó la mano libre—. Recuerden, la idea de una maldición es dañar o causar la muerte.

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Parecía que su mandíbula se iba a dislocar. Su cara se quedón sin ninguna expresión al ver cada uno de los movimientos que la Ivashkov comenzó a hacer. Primero con la quemada de los pergaminos de cada uno de los presentes. Luego prosiguió con la invocación de su varita de cristal (hermosa por cierto) para realizar la demostración de porqué, dos de los tantos hechizos mencionados, no calificaban como maldiciones; ya que con ellos no se lograba lastimar o matar al oponente si no era por medio de el derribo de escombros o la incineración de cosas. Y por último, lo mejor que pudo haber visto y lo que le causó un pequeño escalofríos que corrió por toda su espalda: la aparición de los fantasmas de tres personalidades del mundo mágico.

 

Regulus Black, el hermano menor de Sirius Black, apareció a la izquierda de Emmet. El vampiro miró de reojo para abajo notando que era una aparición de cuerpo completo, nada faltaba en ella ni se veía "borrosa"; además estaba imitando la pose de como si estuviese sentado en una de las banquetas que rodeaban el mesón.

 

- Antes de proseguir ¿los atacamos aquí mismo o saldremos afuera? - preguntó.

 

Mientras esperaba la respuesta de su madre miles de malciones se le pasaban por la cabeza. Le estaba tentando la possibilidad de utilizar algunas de las imperdonables, por ejemplo Cruciatus, para ver como el fantasma se retorcía de dolor implorando por cada gota de su vida que salía del cuerpo; si es que tenía aún. Pero seguramente saldría a denotar su costado mortífago al disfrutar de esa tortura.

 

- Tengo alguna lista mental de las maldiciones que podría utilizar - miró al fantasma y éste le devolvió el gesto - Pero, el Seccionatus y Disparo de Flechas, como hechizos neutrales graduados, ¿calificarían como maldiciones? - respiró - Por lo primero que entiendo, siguiendo el concepto, con ellas podemos producir daños en nuestros oponentes - concluyó mirando a Leah.

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