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Prueba de Legilimancia #5


Rosália Pereira
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Las pruebas del lago eran ese concepto abstracto que se cristaliza en la propia mente de los participantes. Era raro. Incómodo. Difícil de ver. Pero esta incomodidad, no nacía de algo gore o erróneo para el sentido de la moral predominante. Sino por la propia exasperación que puede generar al público. Porque era simple, uno entraba y hasta que no terminaba, no podía salir. Ni siquiera el Arcano podía estar físicamente. Y eso podía ser peor que una tortura china para alguien ansioso.

 

Por eso, siempre se recomendaba ir con la mente en blanco. Aquellos… Aquellos que buscaban la obtención del conocimiento en sí, y solamente eso, se perdían de tantas cosas. Del disfrute, del viaje, del camino. Los ansiosos por llegar, se toparán con la dura realidad de que la existencia tiene un límite. Y que si uno se apresuraba, corría, volaba o tomaba un tren bala; sólo para llegar a ese límite, entonces, no quedaba nada.

 

Con la habilidad, pues, es parecido. Porque es un viaje, en definitiva. Si uno se fijaba nada más en el beneficio propio, podían ocurrir cosas malas. Luego de sacarle todo el jugo posible a una mente víctima de una intromisión no amistosa, la acción podría transformarse en algo perjudicial para el practicante.

 

Rosália estaba ya en la sala de la estrella de cinco puntas, en la antiquísima pirámide de la solitaria isla. Esperaba tranquila a Leah, apoyada en el marco de la puerta de su habilidad. Jugaba con pequeños brotes de enredaderas en sus dedos. Estaba despreocupada. Iba a llegar cuando iba a llegar. Aparte de eso, tenía cara de aburrida y cada cierto tiempo, recorría el ouroboros.

 

Se había levantado temprano. Desayunó, un poco de café y tostadas con quínoa. Terminó de trabajar unos textos que le habían pedido de la Universidad. Y para la hora de la siesta, se predispuso a visitar el lago. Ansiaba con llegar a la cabaña nuevamente y relajarse en su bañera, llena de flores de loto.

 

Eran cuatro las pruebas que debía pasar Leah para llegar hasta Rosália. Todas tenían que ver con el manejo de los sentimientos, memorias y emociones. En definitiva, la identidad. Para poder entrar en la identidad ajena, había que estar dispuestos a entregar la propia. Y sentir la transformación. Facilitar el canal. En cada instancia tendría que dejar una memoria.

 

- El bote está anclado, el bosque está en buenas condiciones, las rejas del laberinto están colocadas y la puerta de la pirámide cerrada.

 

Repasaba en voz alta los primeros pasos. El objetivo de la brasilera consistía en que Leah pudiera otorgar como parte de pago recuerdos de igual importancia. Esto le jugaba en contra a ella en muchas formas. En la magia, siempre hay que hacer un pago equitativo. El bote no se movería, el bosque no la dejaría pasar, la reja no cedería y la pirámide no se abriría; si ella en cada instancia no entregaba un recuerdo de la importancia igual que tenía ella para aprender la habilidad. Ergo, si la importancia de la misma era poca, le costaría el triple la prueba. Si ella estaba determinada en pasarla, entonces, sus más oscuros secretos podían ver la luz del día.

 

Y Rosália iba a seguirle cada paso

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Algo le decía que a pesar de la pasividad de la clase, Rosália se vengaría de su viveza. Había evitado abrirse, cosa que era básica y en ocasiones necesaria para poder establecer el vínculo correcto con la Legilimancia. Lo dominaba, sí, lo había demostrado. Pero eso no significaba ningún reto para ella, razón por la cual sentía que las pruebas serían más complicadas en esa ocasión. Y cuando divisó el bote, casi pudo sentir cómo un imán que no podía ver la atraía y cómo un nudo en la garganta le confirmaba sus mayores preocupaciones.

 

Rosália no estaba ahí y esa era una mala señal.

 

Colocó una mano en la barcaza, intentando darle impulso antes de subirse y por primera vez desde que había empezado a cursar habilidades en el Ateneo, ésta no se movía. Pestañeó como si no diera crédito a lo que estaba sucediendo y una vez más, en vano, intentó impulsar el bote hacia delante sobre la superficie del agua. Pero no sucedió nada. Estaba unido a la arena como si se le fuera la vida en ello y a pesar de que en la tercera ocasión que intentó moverla colocó toda la fuerza que su raza le proporcionaba, no hizo más que arrastrarla sólo un poco.

 

Y por un motivo desconocido, al menos hasta que comprendió lo que pasaba, su mente recibió una especie de descarga que la hizo cerrar los ojos con fuerza. Como un flash, muy similar a lo que ocurría cuando se recibía un Strellatus de algún fenixiano. Al abrir los ojos, sintió que estaba viendo una realidad paralela, como si hubiera pasado de un plano a otro en un instante. Ya no estaba en el lago, los colores ya no eran vivos. Estaba en un lugar que recordaba bien, en medio de un París antiguo y algo derruido, una zona que le recordaba sus años de soledad y que no tenía ganas de recordar.

 

Apretó los dientes y otra vez el mismo dolor de cabeza la invadió, cuando intentó cerrar sus pensamientos para reprimir el recuerdo. Regreso al lago, sí, ¿pero a qué coste? Incluso se sintió mareada, puesto que lo que estaba pasando no era una intromisión de Rosália, sino del bote. El bote le estaba exigiendo que leyera su propio recuerdo, casi como si estuviera adentrándose en su mente como si ella misma, curiosamente, fuera su propia víctima. Torció el gesto, mirando hacia la isla y sopesó la idea de nadar hasta allá, aunque recordó las serpientes marinas de Lawan y decidió que tal vez no era tan buena idea.

 

—¿Por qué ese precisamente? —murmuró de mala gana, marcando todo el acento rumano en cada palabra.

 

Se acarició la frente como si estuviera cansada aun sin haber empezado y suspiró, entrando al bote pues sabía que se movería sólo, cuando cediera.

 

—Bien.

 

Volvió a cerrar los ojos, ésta vez con más parsimonia que antes, acompañando el gesto con un suspiro largo de preparación. Era momento de volver a la época que la había vuelto dura, que la había hecho madurar. Tan sólo hacerlo sintió la intromisión, cómo buscaba en los compartimentos de su memoria hasta dar con la fecha exacta. El día de su cumpleaños, el primero y el último que había pasado en la calle. O no en la calle, en ese sitio desagradable e inmundo que llamaban orfanato. No era huérfana porque hubiera perdido a sus padres, era huérfana porque había matado a los muggles que se habían hecho pasar por tales.

 

Era huérfana porque no sabía de dónde provenía y además, era una niña con dos muertes en los hombros que no hacían más que atormentarla. Estaba sentada en un banquito, mirando hacia la carretera sucia y cubierta de nieve manchada con el ceño fruncido y el mismo gesto torcido que en la actualidad, con la diferencia de que se veía menos peligrosa que ahora. Sus ojos no se separaban de un callejón en específico, junto a la pescadería de un gordo que veía pasar cada mañana con el nuevo cargamento traído de su carreta. Ahí estaba el camino a su salida, el muelle.

 

Una monja salía de la nada, halando su oreja como si fuera de plástico y la pequeña rubia no hacía más que temblar de ira, intentando con todas sus fuerzas contener la rabia que la había llevado no a cometer uno, sino dos asesinatos la semana anterior. Y la castigaban, una vez más, hasta el día siguiente que lograra escabullirse una vez más por la rendija que quedaba entre dos ladrillos que habían caído con el tiempo en un deterioro deplorable y que, en sus tiempos de ocio, había ido sacando uno a uno hasta hacerse una puerta; hasta entonces no volvería a salir, para ver su única vía de escape. Esperando el momento.

 

Abrió los ojos lentamente, con la mandíbula fuertemente apretada. Había llegado a la orilla de la isla.

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Rosália se despertó de un sobresalto. Se había quedado dormida esperando los movimientos de la mortífaga. Sintió susurros, de sus plantas, que le indicaban que algo estaba pasando. Parpadeó repetidas veces y se acercó con un par de saltitos hacia el centro de la sala. Una neblina casi traslúcida se había presentado para servirle de apoyo visual. Ahí se proyectaría todo lo que la participante de la prueba haría para llegar a la isla.

 

Se había dado cuenta que en toda su pequeña reunión y en ese mismo día, no había materializado su vara de cristal. Todo partía desde su visión pedagógica. El uso de magia innecesaria entorpecía el proceso de enseñanza. Pero a veces no quedaba otra.

 

El tema era que, habilidades como Legilimancia, no sólo se tenían que aprender. En realidad, cualquiera podría entrar en la cabeza del otro con un veritaserum, quedaba en hacer las preguntas correctas y… ¡Ya! Sabías lo que pensaba el otro, su opinión, su verdad. Pero en sí, visitar la otra mente correspondía con una conciencia sobre todos los riesgos que ello conllevaba. Para eso estaba ella, en definitiva, porque era un testimonio en vida de los horrores y virtudes de la habilidad. Para guiarlos y mostrarles el inicio del camino. El resto, tendrían que hacerlo solos.

 

Como la mortífaga, en este momento.

 

- Vas bien Leah. Pero tienes que soltarte más. No debes resistirte. La resistencia impide el cambio. Mira tú lenguaje corporal. Estas tensionada. De lo contrario no vas a poder recibir lo que hay más adelante.

 

Rosália lo sabía más que nadie. El ciclo de la vida es importante en todos los espacios y ámbitos. Había un tiempo para todo. Desde su infancia, siempre estuvo en contacto con el mundo muggle y su realidad, la social, política y económica Latinoamérica; que en la primera mitad del siglo veinte se vio agitada por constantes movimientos que fracturaban el tejido social. Cuando volvió en sí, tras su exilio en la jungla, pasó meses en shock por los golpes y el terrorismo de estado que se habían desarrollado. Entre otras cosas, admiraba a Salvador Allende, y sentía en carne -o tallo- propia que “ser joven y no ser revolucionario es una contradicción, incluso biológica” (02/12/72).

 

Legilimancia era soltar. Sol-tar. Soltar-se.

 

- Te estaré esperando. Tómate tu tiempo. La maduración es un proceso constante. Siempre estamos creciendo.

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Tardó un minuto, por no decir varios, en bajarse del bote. Ese recuerdo siempre le provocaba dolor de cabeza, un vacío en el estómago que no podía combatir sin tomarse un momento para respirar y digerir el pasado. Aún no lo superaba, dudaba hacerlo en algún momento, así que tardaba un tiempo prudente en volver a guardarlo en lo más profundo de su cabeza para cuando fuera que alguien quisiera volver a sacarlo. Pero en ese instante, bajo la tutela de Rosália y en medio de la prueba, no estaba intentando guardarlo. De hecho, no había intentado nada más que permanecer en paz con él a pesar de lo mucho que le dolía y una vez que puso un pie en la arena, el otro lo siguió por inercia.

 

El recuerdo se había cortado a la mitad y estaba segura de cuál era el motivo. Aún tenía que llegar a Rosália cruzando tres puntos más y para ello, tendría que seguir ahondando en esa memoria. No le hacía gracia, ni le entusiasmaba, pero si debía hacerlo entonces lo haría con la frente en alto y una expresión de neutralidad aprendida. Al menos su mandíbula se había relajado después de unos minutos de presión, dejándole sentida la zona y con la compañía de los latidos de su corazón, reflejándose ahí como si hubiera recibido un puñetazo cuando viajaba hasta la isla.

 

Sus pasos llevaban un ritmo apremiante, aunque no iba apurada, conocía el camino y por ello no tenía dudas al momento de andar, de seguir los serpentosos claros que permitían moverse entre la maleza. Una pequeña gota de sudor bajó por el costado de su frente gracias al calor, justo cuando se agachó para evitar un conjunto de ramas demasiado juntas y dos caminos se extendían ante sus ojos. Era momento de elegir. Dio un paso a la derecha y dejó de ver, una vez más, para regresar a su cabeza otra vez. Era ella misma, usando la legilimancia con su propia mente, era la continuación del recuerdo. La etapa donde conocía a Juliene, donde armaban un plan para escapar, donde todo salía mal.

 

Dio un paso atrás de inmediato, sacudida por una cantidad de sentimientos que no podía sobrellevar a la vez. Angustia, ira, dolor, añoranza y felicidad a niveles iguales, demasiado para ella. Movió la cabeza con brusquedad, tratando de deshacerse de la imagen de una pequeña niña morena con una sonrisa radiante y juguetona, su Juliene, pensando dos veces antes de dar un paso a la izquierda. Y ésta vez no se detuvo. Fuese lo que fuera, sería mejor que enfrentarse una vez más a lo que ya había visto una y otra vez, en memorias, en sueños, en pruebas y en peleas cuando se había visto en la obligación de recordar. No iba a volver a verlo.

 

Este no era tan malo.

 

A diferencia del primer recuerdo, se veía mayor y no sólo en facciones, sino que la edad y el conocimiento parecían gritar desde sus ojos, cosa que se mantenía en la actualidad. Había dado un estirón considerable en tres años y sin explicación alguna, porque le había evitado eso a Pereira también, no estaba en Londres. La ciudad de París, hermosa y sucia a la vez, la acogía en sus calles y como otro factor que hacía diferencia un recuerdo del otro, ya no parecía una niña. Estaba entrando en la adolescencia, cerca de cumplir los once años, pero así como había dejado la infancia detrás también había dejado otras cosas.

 

Ya no llevaba un vestido bonito, ni el cabello rubio perfectamente peinado. Llevaba una ropa sencilla, de niño si se quería, lo que había conseguido por ahí y era ropa ajada, lo más limpia que podía tenerla. Su hogar era un pequeño cuarto entre dos edificios, fabricado de forma inteligente lejos de las curiosas miradas de los comensales que transitaban la calle contigua, protegida por las sombras y construida por tablas de madera irregulares, aunque superpuestas también con inteligencia. Y su única pertenencia decente, la varita, no la dejaba ahí. La llevaba consigo a todos lados.

 

Por eso le pareció extraño que cuando volvía a casa, después de haber conseguido la cena a costa de un par de sonrisas y una que otra treta, el caniche estuviera frente a su refugio. No había nada que buscar, nada qué encontrar. Y lo más importante, no había forma de que hubiera llegado solo por más perdido que estuviera. El animal estaba sentado en las patas traseras como si hubiera llegado hacía poco y extrañamente, la miró con fijeza mientras se acercaba, sin ladrar. Atado al cuello llevaba un hilo delgado, dorado y azul y de él colgaba a su vez una carta doblada en triángulo.

 

Era una carte de Beauxbatons y era para ella.

 

Abrió los ojos únicamente porque tropezó con una rama alta y se agarró del tronco grueso del árbol antes de estampar la cara contra él. El recuerdo era vívido, demasiado real como para ser sólo parte de su memoria, pero era eso, solo un recuerdo. Cuidó sus pasos un poco más adelante y después se dio cuenta de que había llegado al final del camino. El recuerdo no estaba completo, debía terminarlo, pero aún necesitaba pasar el laberinto y para ello debería continuar. Posteriormente, llegaría a la pirámide y se enfrentaría a la última prueba. Se permitió sólo un segundo de regresar al recuerdo, para ver qué pasaba después.

 

La niña abría la carta y leía las palabras en francés del aquél entonces director de la escuela, quien la invitaba a formar parte del grupo de estudiantes en el año que empezaría en septiembre. Anexaba una lista de útiles escolares, así como la túnica y una varita. No tenía suficiente dinero para comprar todo y aún así, esa era la menor de sus preocupaciones. Sus ojos verdes y mayores observaban cada palabra con renuencia, porque habían encendido una chispa de esperanza en su interior. Había odiado al mundo muggle y había odiado mucho más el vivir en sus calles, en una ignorancia total de las cosas que la rodeaban sólo por odio.

 

Pero ahora iba a poder ser una bruja de verdad, después de tanto tiempo...

 

—Solo un poco más, Ivashkov —murmuró, avanzando por el terraplén hasta llegar a la entrada del laberinto.

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  • 2 semanas más tarde...

Rosália sonrió. Podía espiar levemente entre los recuerdos que Leah intercambiaba con cada instancia en su camino hacia la pirámide. Entendía en parte, lo que buscaba, ese crecimiento que todos tenemos. El cambio de ambientes influía, tanto como la perspectiva de uno frente a la realidad. Y reconocer eso era fundamental. Después de todo, como parafraseando a Heráclito, uno nunca entra dos veces al mismo río.

 

Y es que, si nunca cambiabas ¿para qué vivir?

 

Si girar en el mismo círculo vicioso de la unidimensionalidad de la vida es de por sí mismo una tortura. Porque Rosália no era solamente Arcana. Era amiga. Era planta. Era sobreviviente. Porque todas las habilidades tenían diferentes fundamentos claves que había que tener en cuenta para su uso. Y Legilimancia no era diferente. El cambio y la diferencia, entre unas mentes y otras, eran la clave para no perderse. Para seguir siendo fiel a sí mismo, y a la vez, diferente en cada segundo.

 

- Estás cada vez más cerca.

 

Susurró, mientras veía a la mortífaga cómo avanzaba por cada portar de los recuerdos. Tenía que aportar recuerdo de la misma calidad, que su interés en la habilidad. Sólo le quedaba un paso más y ya se terminaba de completar el primer proceso. Como bien sabía ella, luego venía la prueba personal, donde ella sólo sería una simple espectadora.

 

Escuchó el silencio de Ángel Caído. Supuso que seguía meditando sus palabras. Frente a toda pedagogía se encontraba en una dicotomía. Por un lado, le enfermaba que sus palabras entraran por un oído y salieran por el otro. Ella tenía un discurso embaucador. Sabía -¿realmente? Si sospechamos de una supervivencia embaucadora constante de ella, no podemos imaginarnos más que un ir y venir de la verdad- de lo que hablaba. Como contracara, también entendía que la aceptación provenía específicamente del alumno. Si ellos no querían aprender bajo su perspectiva, tampoco podía hacer mucho.

 

No por el lado de la habilidad, sino por cómo encarar la vida. Pero sentía que algo estaba cambiando dentro de ella. Murmuró unas palabras. Leah le hacía acordar a todas aquellos hombres que intentaban tenerlo todo. Una ambición importante. Claro que sí. Pero para Rosália, vacío. No se sentía superior por ese punto. Sino toda su filosofía carecería de sentido. Sino que sentía la dicha de poder reconocer esto, y lo otro, y de ahí cambiar. Había esperanzas. La Legilimancia servía para entender la mente del otro, y crecer, sobrevivir.

 

Comenzó a caminar alrededor de la sala tarareando. No podía hacer más que esperar.

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Ya no le dolía la cabeza, debía admitirlo, pero tenía una preocupación considerable con respecto a tener que recordar mientras avanzaba por un laberinto. Torció el gesto cuando llegó a la primera pared y sin poder negarse más, sacó la vara de cristal escarlata del bolsillo de su túnica y la colocó sobre su palma extendida, murmurando el hechizo de orientación. Después de un momento de vacilación, donde supuso que se ubicaba, la vara giró sobre su eje para apuntar hacia la derecha y ella, obedientemente, siguió las instrucciones silenciosas de su arma. Había pasado tantas veces por ese laberinto que podría creerse que ya se sabía el camino de memoria, pero no era así y tenía la percepción de que cambiaba con cada prueba, precisamente para que nadie se pasara de listo.

 

Dividir su mente era la parte complicada de todo aquello, porque ya había tenido que hacerlo en varias ocasiones, tanto en oclumancia como en la clase que estaba por finalizar. Tenía que centrar su atención en dos puntos y en uno ejecutar más acciones que el otro y no era tarea sencilla, ni siquiera para alguien con todos sus conocimientos. Suspiró. ¿Qué más podría hacer? Si no lo hacía, lo más probable era que Rosália se negara a presentarle la última prueba y no tenía ni tiempo ni ánimos para perder esa oportunidad, ya tenía demasiado tiempo pasando los obstáculos, más de lo estipulado, como para querer demorarse un poco más.

 

—¡Leah!

 

La voz no era del presente, era una voz que conocía bien y era una voz que venía del pasado, de un recuerdo, de su mente. Cerró los ojos, concentrándose, antes de dejarse llevar.

 

Era la voz de Juliene.

 

Al principio le costó andar y recordar a la vez, porque era como entrar y salir de su recuerdo, tal como si su mente fuera un pensadero y ella un intruso. Pero después de unos minutos de ensayo y error, logró ver el pasado a medida que sentía el movimiento de la varita en su mano, apuntando hacia distintos lados. Incluso logró verla en el pasado, como si fuera un espejismo borroso de la actualidad. Era su propia palma, joven y sin nada en el recuerdo, con la estructura de cristal moviéndose con parsimonia tal como si fuera un reflejo muy ténue de lo que pasaba en el otro plano. Complicado, pero perfecto.

 

—¿Leah?

 

La casa en donde estaba era pequeña y confortable, la típica casa inglesa de época que solía conservarse en la actualidad como tiendas de aire antiguo o incluso cafeterías. Las lámparas de gas estaban encendidas a pesar de que era de día, quizás porque el clima ameritaba un poco de luz. Ella ocupaba un sillón de cuero más suave de lo que aparentaba ser en realidad, con la espalda recta y la mirada perdida por las ventanas abiertas que daban a la calle, observando con cierta renuencia la fachada londinense. No había pisado la ciudad en tantos años, casi una década, que no podía evitar sentirse una intrusa o incluso sentirse en peligro.

 

Y así como el tiempo había pasado para la ciudad, también había pasado para ella. A diferencia del último recuerdo, ya no era una niña, ni siquiera en edad estudiantil. Era una mujer ya adulta, según los criterios de la comunidad mágica y estaba pronta a su gradución. Sus rasgos se habían marcado, no lo suficiente como para hacerla ver como se veía en la actualidad, porque para eso habían pasado varios años más desde ese recuerdo, pero sí como para que fuera evidente que algo pasaba con ella.

 

Siempre había llamado la atención, por sus facciones, por su forma de mirar. Pero los años habían marcado una diferencia notable y algo supernatural. Sus ojos esmeralda seguían siendo tan brillantes como lo era una maldición asesina al abandonar la varita de un mago, pero dentro del iris había una tormenta que si se miraba con atención, podía enlazarse con sus pensamientos; como nebulosas, moviéndose dentro de su propio mundo y chocando contra las paredes de color verde. Su piel había perdido ese rosa infantil, ahora parecía mucho más blanca, mucho más rígida, casi como su postura. Y su belleza no era normal, tiraba hacia la perfección y eso era precisamente lo que la caracterizaba. No era normal, nunca lo sería y ese de por sí era el mayor de sus males, el recuerdo de que había algo mal en ella.

 

Así que no fue ninguna sorpresa que Juliene la reconociera con cierto matiz de, a su vez, no saber a quién estaba mirando. Enfundada en la típica túnica azul de Beauxbatons, la bruja en su sala de estar tenía una sombra casi lejana de la niña que había sido la última vez. Era Leah, sí, solo que sin ese aire infantil y esa inocencia escondida en algún lugar de un mal genio constante e injustificado. Ésta era una Leah dura y con cierta oscuridad en el fondo. Pero cuando las dos se miraron, no hubo dudas de que eran las mismas amigas de siempre, aunque tuvieran la misma cantidad de años crecidos sin verse.

 

—Es relativamente fácil ubicarte —admitió la rubia, poniéndose en pie. Extrañamente, le sacaba poco más de un palmo a Juliene—. Tal vez deberías ocultar un poco mejor tu dirección, nunca sabes quién podría encontrarte.

 

—No me busca mucha gente, aunque eres la primera que da conmigo en mucho tiempo.

 

Su voz era infantil, casi como si no hubiera madurado. Leah frunció el ceño ligeramente y empezó a observarla con detenimiento. Las dos tenían la misma edad, las dos habían nacido en fechas cercanas. Y más allá de lo que pudieran tener de diferente en sus anatomías, debían tener al menos una estatura promedio y un poco más de... similitudes. Pero Juliene parecía pequeña delante de cualquier chica de su edad y lo sabía porque en la escuela convivía con muchas a diario.

 

—¿Todo está bien contigo? —preguntó con cautela, a pesar de que sabía que algo raro había en ella.

 

Esa piel descolorida, no como la suya, sino como si hubieran succionado algo de ella le llamaba la atención.

 

—Mejor que nunca.

 

Fue entonces cuando la mujer que la había recibido, una señora no muy mayor del mismo aire, llegó con una bandeja de té y algunos pasteles. Algo hizo Click en su mente y sus ojos pasaron de ella hasta su mejor amiga, con lentitud. Ni una ni otra era normal, algo tenían. La misma piel, la misma edad congelada. Tragó en seco. Por algún motivo que desconocía, que ignoró hasta años después, cuando su propio crecimiento se detuvo, una ira muy rara y poderosa empezó a invadirla. Porque esa mujer, que se hacía llamar la madre de su amiga, no lo era en realidad. Porque había tocado algo que si bien tenía años sin tener, era suyo. Porque era diferente a lo que ella era.

 

Y sin preguntar, sin esperar explicaciones, sin meditar en lo que estaba haciendo, empezó a andar hacia la mujer y ella en la actualidad cortó el recuerdo. Sabía perfectamente lo que pasaba después, lo que su naturaleza le había hecho cuando aún no tenía idea de lo que era. Recordaba la pelea, el asesinato y las palabras de Juliene. Y aunque las había aprendido a llevar con el tiempo, todavía no las superaba. Lo mismo habíahecho con sus padres, lo mismo había hecho con la mujer que había asesinado ese día en Londres sin motivo alguno, a quien la recibió en su casa sin esperar nada a cambio y quizás por eso había dejado de pisar Inglaterra por más años de los que ella misma habría esperado vivir, porque cada vez que ponía un pie en ella pasaba algo malo.

 

Cuando volvió a pestañear, estaba fuera de la pirámide. No se detuvo. Guardó la varita, pensando en todas las cosas que había hecho por ira cuando no sabía controlarla, antes de empezar a subir los escalones. Avanzó con tranquilidad por los pasillos, subió más escaleras y dobló a la izquierda, para encontrarse con Pereira en la sala de los portales. La mujer lucía serena, mucho más serena que ella, y eso la preparó para lo que estaba por venir. Ya había buscado en su mente, ahora tendría que buscar en la mente de alguien más.

 

—Arcana Pereira —saludó—. Estoy lista para cruzar el portal.

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  • 2 semanas más tarde...

La arcana recibió a Leah con una sonrisa cálida. Había entregado las memorias en cada uno de los puntos. Si ella estaba allí en una sola pieza era porque fue todo un éxito. Se acercó al centro de la sala. Ahora le quedaba atravesar el portal, iniciar la prueba y terminarla tal como ella tenía planeado. Aseguraba que sería rápido. Rosália sabía bien que los que ya habían visitado más de una vez esa pirámide les resultaban más fácil obtener la habilidad.

 

El anillo del aprendiz apareció en la mano de la mortífaga. Rosália se hizo a un lado. El portal que conduciría a Leah a su prueba. Este comenzó a construirse así mismo con zarcillos de tonos esmeraldas y violáceos. Se sentía un aire cálido que salía del mismo, invitando a cualquiera a cruzar. Pero ese tenía el nombre de la rubia. Era exclusivo para ella.

 

- Me imagino que sabes el protocolo.

 

Se dirigió a ella con calma. A veces explicar las cosas que ya se saben es un poco tedioso.

 

- Estaré en la sala todo el tiempo. Lo que necesites te escucharé. Tomate tu tiempo. La prueba es personal. Subjetiva. Como el uso de la habilidad.

 

Le dio extendió el brazo. Invitándola finalmente a cruzar la puerta. Sus ojos se clavaron en su cuerpo, que se dirigía hacia el mismo. Respiraba con calma. Le tocaba esperar un poco más. Cada minuto que pasaba, más deseaba relajarse en la tina.

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—Por supuesto —respondió con la misma tranquilidad, viendo cómo el portal se abría ante ella.

 

El nuevo anillo de habilidad se posó en su anular y se quedó mirándolo durante un segundo, tal como había hecho en otras ocasiones, apreciando el poder que salía del material del que estaba fabricado. Aún no era suyo, para conservarlo debía demostrar que sabía controlar plenamente la habilidad que había adquirido durante la clase y aunque acababa de pasar tres pruebas tediosas en cuanto a el peso de poder mental que tuvo que usar, ésta era la que realmente importaba. La definitiva. Todo lo que había hecho hasta el momento era sólo una exusa para ubicarse ahí, frente a ese portal. Ahora era tiempo de que demostrara que realmente era una legilimante.

 

Dedicó un segundo más a una inclinación hacia Rosália en señal de respeto, que era lo que sentía por todas las figuras que habían alcanzado un nivel tan grande en el mundo mágico a costa de méritos acumulados y, posteriormente, atravesó el portal. Automáticamente un gancho incómodo se apoderó de su vientre y una oleada de colores cegó a sus ojos. Y después, todo quedó en blanco. Hasta que se acostumbró a la nueva luz.

 

 

¿Aquello era el tiempo actual?

 

Con el ceño fruncido, escudriñó el entorno con cierta desconfianza. Las calles londinenses eran exactamente lo que eran en la actualidad, con los autos de los Muggles decorando las carreteras y los mismos Muggles cumpliendo sus actividades cotidianas, sin notar la magia que los envolvía. Ignorando que entre ellos habían magos escondidos. Pero lo que más le llamaba la atención es que no parecía uno de sus recuerdos. Podría haberse regodeado de una memoria perfecta de no ser porque, más que una virtud, era un gran defecto. Pero basándose en eso, no recordaba haber estado en ese lugar ni días anteriores ni años atrás.

 

No era una zona concurrida, a pesar de estar cerca del río Támesis, pero aún así había suficientes personas como para considerarlo poco privado. Nadie hacía nada muy relevante, ocupaban bancos o incluso se reclinaban en la cerca que separaba el lugar del río, para evitar accidentes. Leían, conversaban o sólo pensaban. Y curiosamente, ella podía escuchar el murmullo de sus pensamientos si los veía con suficiente atención. No escuchaba palabras concretas, ni veía imágenes nítidas en un principio, sólo detectaba si era una mente que podía penetrar de proponérselo. Se acercó con cautela a un joven que estaba sentado en uno de los bancos cercanos.

 

El muchacho estaba sumido en sus pensamientos, con las pupilas inmóviles en el vaso de cartón que tenía en las manos o, tal vez, en el humo que expedía de un pequeño agujero en la tapa de plástico. No parecía abatido, aunque sí preocupado y su misión en ese momento, fue averiguar por qué. Ésta vez le costó muy poco en comparación a la primera vez que intentó hacer algo relacionado a la Legilimancia. Tal vez por la distracción del muchacho, tal vez porque se trataba de un Muggle sin la concentración mágica que podía llegar a tener un oclumante. Pero sólo con ver sus ojos y poner un poco de su parte, supo qué era lo que le preocupaba. Exámenes, impartidos por una universidad cercana.

 

Torció una ligera sonrisa cuando el muggle alzó la mirada, sintiendo la propia en él. No pareció disgustarle y ella no se mostró arrepentida, por lo contrario, siguió andando en busca de una nueva mente que leer. Viéndolo desde el punto de vista de quien no está poniendo verdadero esfuerzo, era una tarea sencilla. Descubrió a una anciana que había olvidado comprar la comida del gato, un niño que había perdido la libra destinada a una golosina que no conocía y una mujer con preocupaciones adultas y muy profundas para la hora del día. Sin embargo, nada sucedía.

 

Fue entonces cuando un murmullo más fuerte y más llamativo llegó a ella, cercano a donde se encontraba.

 

A diferencia de los demás, tenía una chispa que conocía bien. Era una chispa mágica. Pensamientos que estaban ligados a su mundo, a lo que ella podía llamar cotidiano, a lo que realmente conocía como inconvenientes de gran escala, por encima de cualquiera de las problemáticas Muggles. Llevada por la curiosidad, se inclinó a un par de metros de la persona en cuestión, con los brazos reposados en la cerca que daba al Támesis. El agua se movía con la misma suavidad de los pensamientos del individuo que intentaría leer, lentos y parsimoniosos, ligando algo en completo silencio. Pestañeó con un par de segundos de retraso, serenando su mente, antes de ladear la cabeza y fijarse en ella con disimulo.

 

Movía las manos entre ellas como si amasara, lo que daba la impresión de que estaba pensando en controlar algo. Basada en eso, extendió su mente intentando leerla y por primera vez desde que había cruzado el portal, no lo logró a la primera. Tensó ligeramente los músculos de la espalda, usando su cuerpo como ancla para su mente, algo que no podía sentir pero que sabía que podía impulsar. El segundo intento costó más que el primero, como si la mujer se negara a la intromisión. Pero no lo hacía, seguía completamente ajena a su presencia, a sus intentos de leerle la mente.

 

Volvió a intentarlo, ésta vez desligándose de sí misma por un segundo, olvidándose de lo que estaba haciendo, olvidándose de la prueba y lo que la rodeaba; era ella, su mente y la de la mujer a su lado. Y funcionó. Sólo que no esperaba precisamente que fuera esa la mente la que estaba leyendo. Al principio se sobresaltó, viéndose a sí misma en la cabeza de esa bruja desconocida, en sus años de verdadera juventud, cuando había quedado congelada en esa apariencia que aún en la actualidad la acompañaba. Pensó que era un error, que había regresado a internarse en su propia cabeza. Pero lo cierto era que no, no eran sus pensamientos, porque lo que empezó a ver después no tenía nada que ver con ella.

 

Primero se vio a sí misma, con veinticinco años, esperando con arrogancia y cierto descaro delante de la misma puerta que años atrás había cruzado como invitada y por la que había salido siendo una asesina. Con un aura distinta, con el brillo de la raza envolviéndola en un manto que ni siquiera la magia podía ocultar. Las facciones marcadas, las nubes en su iris mucho más visible y el cabello cayendo como una invitación, o como un insulto en ese caso. Demasiado bien, demasiado entera. Vio desde otra perspectiva la pelea entre ella y Juliene, el intercambio de veneno entre ambas que había surgido de su arrebato inexplicable de odio, un berrinche injustificable. Y vio en primera persona el ataque de Juliene.

 

No quiso verse tendida en el suelo otra vez, perdiendo sangre debido a la mordedura de vampiro que más que matarla, la había extasiado hasta dejarla inmóvil e indefensa, débil y moribunda. Sintió los pensamientos de Juliene. Arrepentimiento mezclado con una sed incontrolable, odio desmesurado y un cariño muy profundo, opacado por la venganza que necesitaba cumplir. Dejó de verse tendida en la nieve en medio de un invierno casi ocho años después de la muerte de su madre. La madre de Juliene, quien la había adoptado cuando no tenía a nadie, quien había muerto a manos de quien había sido su amiga.

 

Era la mente de Juliene. Y compartiendo recuerdos, estaba expuesta a perder el hilo entre lo que era suyo y lo que era de ella.

 

En algún punto que realmente no podía ubicar, su cerebro la obligó a poner un alto o, al menos, un límite entre lo que quería saber y lo que ya sabía que se estaba entremezclando. La barrera, al igual que la mente y los recuerdos, no era sólida ni tangible, no era una pared que ella pudiera ver o sentir o que se interpusiera entre cada recuerdo. Pero era lo bastante real como para indicarle cuándo debía poner cierta distancia. En más de una ocasión, viendo los distintos momentos en que ella y Juliene habían compartido disculpas, enfrentamientos y abrazos, tuvo que recordarse que estaba en su cabeza. Centrarse sólo en lo que ella percibía de cada momento. Ira, amor, odio, pena.

 

Y finalmente, nada. Paz. Una paz completa y plena que iba de la mano con ella, a pesar de todo lo que habían pasado juntas. Al final solo podía percibir cómo Juliene la apreciaba, la forma en que la veía y ya no sentía ninguna de esas cosas. Y también podía sentirse a sí misma, ajena a algo que conocía, ajena a una mezcla poco favorable de dos cabezas unidas por una misma memoria. Al final pudo dejar de leer a voluntad, cuando quiso, cuando hubo leído lo suficiente. Sus ojos volvían a estar en el Támesis, su postura estaba relajada y aunque la mujer que estaba a su lado no era Juliene físicamente, sabía por qué había sido ella la elegida para la prueba.

 

Así que ella misma decidió que era tiempo de dejar de leer, que la prueba dentro de la prueba era aprender a salir del portal a cuenta propia y no porque este quisiera sacarla. Se separó de la cerca y avanzó hacia atrás, liberando su mente. Y después de unos segundos, estaba de vuelta en la pirámide con su luz ténue y el anillo con su nombre más unido a su dedo que nunca. Posó los ojos en Rosália, sabiendo que había estado atenta a todo lo que pasaba en la prueba y una vez más, con la sombra de una sonrisa adornando la comisura de sus labios, le dedicó una inclinación de cabeza.

 

—Creo que ha sido todo —comentó con tranquilidad.

 

Había terminado.

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La fluidez de Leah demostraba que estaba haciendo un uso fantástico para la lectura de mentes leves. De esa que sólo escuchas los murmullos de los pensamientos. Como si las personas estuviesen gritando en voz alta sus planes recientes. Al principio, podía ser un poco tedioso, porque constantemente uno recibía impulsos y eso saturaba la recepción. Pero ahí caía en cuenta cada mago y su moral sobre la intromisión. Y sobre todo, la del resto y en qué tan fuerte pensaban.

 

Rosália estba apoyada en sus codos sobre una tarima invisible, frente a un cúmulo de neblina que funcionaba como portal visual a todo lo que vivía la interesada en la habilidad. Suspiró cuando se encontró con lo que parecía ser una persona de mucha relevancia en la vida de ella. Le hubiese parecido curioso si realmente Leah se encontraba con esta mujer.

 

Porque nunca olvidemos que esta prueba no era más que una mera construcción simbólica específica para cada persona. Y que lo real y lo irreal se desdibujaba, creando un espacio y tiempo armado específicamente para esa situación. Y la materia prima no provenía más que desde la mente de los participantes. Como si estas fueran pedazos de una masa para jugar y que la misma prueba moldeaba lo que quería a partir de eso. Al fin y al cabo, uno nunca salía de su cabeza. Rosália se preguntaba si las pruebas de los Arcanos no se basaban en la Legilimancia pura.

 

Se sorprendió un poco cuando la mortífaga salió con tan poco tiempo de la prueba. Luego sonrió de lado, comprensiva. Claro, ya fueron varias veces las que Leah había pasado por la misma situación y no hacía falta mucha parafernalia para que se oficializara la habilidad. Así, cuando ella salió del portal, el anillo mismo se había transformado en el dedo elegido. Así, Leah era tan legilimante como aquellos que habían superado la prueba.

 

- ¡Felicidades! –le dijo saludándole desde donde estaba-. Espero que vuelvas pronto.

 

De ahí, ella salió de la pirámide, dejando a Rosália con sus propios pensamientos. ¿Espero que vuelvas pronto? ¿Realmente había dicho eso? ¿Y si decía algo como, No vuelvas nunca? Era positivo, porque el dominio de la habilidad iba sobre ruedas. No, quedaría demasiado tosco. Rosália prefería tener gente amiga, a formarse enemigos. Era parte de su supervivencia. Por más, que le pareciera que en definitiva, el show con el que siempre se divertía –las pruebas de habilidad– no había sido más que una anécdota, un cuento.

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