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Libro de la Fortaleza~


Athena Rouvas
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Y allí está nuevamente mientras inspira lentamente el aire con olor a salinidad y el viento indica la cercanía de la costa. En realidad está en una Isla, una conocida de los primeros meses que tuvo que impartir el Libro de la Fortaleza. Aquella fueron los Guerreros Uzzas los que sugirieron el lugar; esta vez fue ella la que quiso regresar por más.

 

Lo cierto es que el Volcán Rano Raraku tiene su encanto, también las festevidades que los lugareños intentan con tanto ahínco mantener. Es por eso precisamente que considera a la Isla de Pascua como un buen sitio de aprendizaje. Allí también conocen de la magia, aunque lo hacen como "Mana". Quizás algún mago alguna vez demostró su poder conquistando a las personas y transformándose en una especie de imagen para idolatrar. Lo cierto es que el punto está cargado de esa sensación que deja la magia al ser usada.

 

Antes de partir de la Universidad envió tres misivas a los que serían los estudiantes. Avril, Felias y Arcanus, con la indicación de usar el mismo trozo de pergamino como traslador a una hora determinada. También con el recordatorio de llevar consigo el Libro de Fortaleza y los muchos objetos que este trae, como plus deben agregar también el del Libro del Aprendiz de Brujo. Nadie enseña sobre sus usos, pero el tiempo le ha mostrado que la mayoría tiene algunas dudas con los movimientos que enseña.

 

El punto de encuentro será la cima del Rano Raraku, actualmente apagado, por el lado de la ladera menos transitada, aunque ya se ha encargado de las posibles visitas muggles. Tan sencillo como lanzar un par de hechizos que camuflen la presencia.

 

—Tan sencillo como esto. . . —Movió la varita por última vez. —Ahora solo queda esperar. —Tomó asiento en una roca más bien lisa mientras aguardaba.

 

Tenía más o menos un plan, pero la experiencia le había enseñado que allí nada resultaba, que los imprevistos estaban a la vuelta de la esquina y que ansias de poner en práctica las cosas muchas complicaban todo más de lo común.

 

Los fue viendo llegar cada uno a su ritmo, a su gusto, a su forma de hacer. No conocía a ninguno de modo que no podía esperar nada. Esperó a que se adecuaran al ambiente, observaran unos segundos qué les rodeaba, se acostumbraran al calor no extremo pero si mucho más extenuante que el que actualmente tenía Londres.

 

—Bienvenidos. Soy Athena Rouvás, instructora (a falta de una palabra más adecuada) del Libro de la Fortaleza. Mi trabajo es que comprendan lo mejor posible el Libro, se vinculen a él, y estén un paso más cerca de conocer la magia Uzza.

 

Era difícil mostrar ese concepto cuando aquel grupo todavía tenía demasiadas aristas incógnitas. Eran un grupo cerrado y poco accesible, pero hasta ahora no conocía a nadie que tuviese problemas para comprender lo que habían accedido a compartir. Esperaba que ellos tampoco tuviesen complicaciones.

 

—Espero que hayan traído los amuletos y anillos, ocuparemos todo eso hoy. Si tienen dudas pueden soltarlas en cualquier momento.

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Aquella mañana había amanecido con un cielo cubierto de espesas nubes que alertaban una tormenta que, según la pequeña visión que surcó los ojos del vampiro, no tardaría en caer sobre Londres. Pero poco le preocupaba la meteorología y todo lo que tuviese que ver con ella pero había reparado en ese pequeño detalle por el cambio de temperatura. Los pasados días habían sido más calurosos de lo que una persona normal hubiese podido soportar por lo que fue notorio que aquel día tuviesen un respiro.

Snape estaba preparándose para partir en un viaje que tenía previsto hacia la Biblioteca de Alejandría cuando un pergamino apareció frente a él. Era pequeño, gastado y con las puntas quemadas; emanaba un pequeño aroma a aire libre, a campo abierto y aún así parecía que estuviese chamuscado. Snape extendió una pálida mano para tomarlo en el aire y lo leyó rápidamente. Era la nota que le invocaba al punto de encuentro para la próxima instrucción que recibiría.

Aún era difícil poder entender cómo funcionaban aquellas objetos mágicos y que por sobre todo hayan sido aprobados por el Departamento de Accidentes Mágicos y Catástrofes, especialmente la oficina que se encargaba de confiscar objetos encantados. No que no funcionasen o fuesen peligrosos dado que él mismo había podido saborear el poder de alguno de ellos pero le resultaba difícil de comprender que, aparte de la varitas mágicas (el único objeto legal con el cual canalizar la magia), se haya habilitado el uso de otros objetos. ¡Anticuados!

Pero si había algo que tuvo que admitir era el poder que conllevaba vincularse con tales objetos. La varita que guardaba en el bolsillo trasero de su pantalón de mesclilla, de ébano y una pluma de fénix, era uno de los pocos objetos que Snape había utilizado en su larga vida para canalizar su magia y el único con el que aún hoy en día se sentía seguro. Su extensa carrera como creador y fabricante de varitas le habían enseñado el poder que esos objetos podrían guardar, algo que nunca se había podido ver en otra clase de objetos.

Y que objetos. Existieron, existen y han de existir miles de ellos que se encantan y que poseen poderes mágicos, objetos que realizan una paupérrima magia al ser tocados, utilizados, lanzados u observados, pero no deja de ser una mágia controlada, miserable y ocasional, resultados que nunca podrían igualar a aquella creada con una varita dado que estas aprenden y crecen con el tiempo, creando un vínculo con los magos que no se puede equiparar.

¿Pero quien era él para cuestionar las determinaciones que tomaba el Ministerio de Magia? Pues claramente era alguien y durante mucho tiempo se había opuesto a la utilización de dichos objetos. No por nada había trabajado durante tantos años en el Departamento de Accidentes Mágicos y Catástrofes como jefe en la oficina Contra el Uso Indebido de la Magia. Si no fuese porque había decidido abandonar el puesto, aún hoy estaría prohibida la utilización de aquellos libros y la consecuente vinculación. Se preguntó qué funcionario permitió aquello, y le repudió por dentro.

Pero tenía curiosidad. Habían llegado a un punto con aquellos magos-guerreros de medio oriente cuyos conocimientos en la magia pudo crear algo que nunca se pudo igualar en Londres, ni siquiera en Europa o al menos no durante los últimos siglos luego de la creación del Estatuto International del Secreto de los Brujos. Y por ello, había tomado la decisión de regresar una vez al Magic Mall, aquella institución que él mismo había ayudado a crear junto a Livúa, Macnair, Haughton y tantos otros, para adquirir los libros de dudosa magia. Pero ya lo había pensado; antes de comenzar con las demandas ante la utilización de aquellos libros, necesitaba comprenderlos, "vincularse" como les gustaba llamarlos y aprender la magia que tuviesen que enseñar. Pero si algo era seguro es que todo lo que sucediese los próximos días sería registrado.

Por ello no dudó en posponer el viaje a Alejandría y aparecer con ayuda del traslador donde este le enviase. No se preocupó en vestirse como mago; había dejado aquellas inmundas costumbres mucho tiempo atrás. Vestía el mismo pantalón de mesclilla que antes, una remera blanca con mangas cortas y unas converse muggles. Nada fuera de lo común. Aspiró el aire tan diferente de Londres y cerró los ojos unos minutos, sintiendo aquel aroma a libertad que tan difícil era de conseguir en Londres, Ottery, Diagon o cualquiera lugar de Gran Bretaña. Podía oler los árboles, la hierba, las cenizas de un volcán que dormía desde siglos atrás, sentir la humedad en el aire del mar que les rodeaba, el olor a sal.

Era una isla tan antigua como la misma magia, un lugar que nunca había visitado pero que desde ya había oido: La Isla de Pascuas. Y allí, junto al volcán Rano Raraku era donde se encontraían. Snape no tenía vértigo pero tuvo que admitir aquella vista era tan fascinante como aterradora. Podía ver la isla completa a su alrededor cuyo verde cubría todo lo que pudiese ver y, debajo de ellos, el interior del volcán: roca sólida.

Miró sus manos cuando la mujer que lo recibió preguntó por los anillos y precisamente allí estaban, en sus dedos, al igual que un collar colgaba de su cuello. Era extraño vestir aquel tipo de joyería cuando nunca fue un hombre de tales costumbres. Pero las tenía consigo al igual que ambos libros en su pequeño monedero de piel de moke en uno de sus bolsillos.

-Buenas tardes Rouvás. Felias Snape Triviani, a sus órdenes- saludó con cortesía a la mujer. Era una mujer delgada, baja, de piel clara como la suya, cabello rubio. No había ningún rasgo extraordinario en ella por lo que se preguntó si estaba cualificada para enseñar los secretos de los libros. ¿O es que aquella magia era todo un engaño y no eran más que simples encantamientos aplicados a ordinarios objetos? Por el momento, esperaría. -¿A quién más esperamos?-

 

Acomodó su negro cabello hacia atrás dejando ver sus bicolores ojes y miró en rededor, esperando a quien tuviese que llegar.

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La Malfoy se encontraba en la Reserva de Criaturas Mágicas Newt Scamander. Había estado viviendo allí mucho tiempo como para abandonarla de buenas a primeras. Esos animales, aquellas bestias habían sido su familia durante demasiado tiempo. ¿Qué libro podría fortalecer aún más la conexión que ella tenía con sus hermanos, los basiliscos? ¿Quién le iba a enseñar a montar dragones si hacía centurias que lo hacía sin problema alguno? Sin embargo se podía, para ella la información plasmada en aquél libro era invaluable, la había leído y releído miles de veces ya y siempre encontraba un detalle más que le aportaba una visión diferente, sobre todo de sus amadas criaturas.

 

También había intentado alguno de sus hechizos en la batalla contra Arcanus, pero no le habían salido como ella esperaba. Todavía debía “vincularse” con el libro y con la magia extraña y diferente de los guerreros Uzza.

 

Alzó la vista al aire para mirar como Tenebrus, el dragón de Fernando Black que había quedado a su cargo tras la desaparición del mismo, alzaba vuelo batiendo aquellas imponentes alas de color negro y lanzando fuego por sus fauces, imponente. Lo veía un poco a él cada vez que miraba a Tenebrus. Estaba detrás de un cervatillo bastante rápido aunque no del todo, no ciertamente capaz de escapar a semejante colacuerno húngaro. Tenía sus años ya el reptil y, como le sucedió a ella misma con su cabello, ahora presentaba escamas plateadas en su cuello, signo de madurez. Parecían conectarse de alguna forma ya que sus propios cabellos color negro se habían debilitado convirtiéndose en mechas plateadas que decoraban su cabeza y hacían resaltar su mirada gris. A la morocha no le disgustaba aquél nuevo aspecto.

 

Vestía, como era habitual, su traje de cuero color negro ajustado y flexible, que se adaptaba a la vida de la mortífaga. Una rutina llena de movimiento sobre dragones, arrastrándose en alcantarillas y túneles subterráneos, cavernas húmedas y terrenos sinuosos requerían aquella vestimenta especial. Las botas, con suela todo terreno, hacían posible que ella trepara colinas y morros y protegiera sus pies de la cruel humedad. Sobre su cabeza, abrazando sus cabellos, descansaban las antiparras que ella misma había inventado, con las que podías mirar de cara a un basilisco y no morir en el intento. Las inventó al mismo tiempo que creaba la reserva de animales mágicos gracias al arduo trabajo que hacían en el Departamento de Control y Regulación de Criaturas Mágicas junto a Glenin Black y a su propio hijo, Bastián. Sin lugar a dudas era su lugar en el mundo.

 

Pero mientras admiraba a su más preciada bestia devorar su chamuscada presa un pergamino revoloteó a su alrededor para finalmente terminar el vuelo en sus propias manos. La mujer extendió sus escuálidos dedos, que presentaban una palidez espectral como toda su piel, y abrió la misiva. La misma la citaba en La Isla de Pascuas, más precisamente en el Volcán Rano Raraku. –Vaya nombre…- musitó Avril para continuar leyendo. Decía que debía usar ese mismo pergamino como traslador y que llevara consigo los dos libros que tenía, los amuletos y anillos. Se emocionó y, como cada vez que lo hacía, sentía una especie de ansiedad especial que inflaba su pecho. Era la oportunidad que había estado esperando para poder sacarle el jugo a aquellos volúmenes. El que tenía el conocimiento, tendría el poder.

 

Sin dudar, llevando en su morral de piel de moke todo lo que necesitaba, pues le había aplicado el encantamiento de extensión indetectable como al anterior y de esa manera podía llevarlo todo, inclusive a Tenebrus de haberlo querido, tomó el traslador y sintió aquél familiar pinchazo debajo de su estómago. Era como si un gancho mágico la tomara de su bajo vientre y la hiciera dar vueltas hasta llegar al lugar indicado.

 

Cuando aterrizó se maravilló con el lugar. Una densa vegetación abundaba y el cálido viento hizo que Avril se quitara rápidamente las mangas y las piernas de su enterizo y que bajara un poco el cierre frontal, dejando ver parte de su escote. Sus cabellos sueltos danzaban con la escasa brisa mientras caminaba cuesta arriba para llegar adonde estaba su instructora.

-Mi nombre es Avril Malfoy, un gusto- se presentó ante la mujer y palpó su morral para cerciorarse de que estaban los objetos que ella mencionaba. Vio un mago bastante austero, sin pinta de mago, pero al mirarlo dos veces se percató de quien se trataba. –Felías, tanto tiempo- recordaba especialmente cuando llevó a sus basiliscos y le enseño como tratar con ellos. Era por esas pequeñas cosas que Avril había amado tanto su trabajo y esperaba poder volver a hacerlo en breve.

 

Colocó una pierna en una roca y apoyó sus manos en las caderas, esperando que el entrenamiento dé inicio. Sin dudas iba a ser algo que no olvidaría fácilmente.

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El silencio entre la instructora y el vampiro era perfecto. No se sentía con ganas de entablar conversaciones inútiles, vanas o con comentarios aduladores. Estaba en una época de su vida en que prefería un silencio prolongado a una charla sin sentido alguno. Pero allí estaba, al filo del cañón a la espera que algo o alguien rompiera la monotonía improvisada. Por ello se cruzó de brazos cansinamente mientras adoraba el astro sol que reflejaba los rayos de aquel día sobre su pétrea piel. Tan diferente era el clima con respecto a Londres que sonrió con amargura.


Escuchó unos pasos a lo lejos de alguien que subía por la ladera del volcán. Era una silueta conocida pero Felias había conocido tantas mujeres en su vida que podría ser cualquiera de ellas, pero no estaba preparado para la visión de una Malfoy. Su traje de cuero enterizo le trajo recuerdos antes de siquiera identificar el rostro de la mujer. Supo quién era únicamente por su forma de vestir. ¿Quién acaso vestiría con cuero en un traje parecido al neoprén de los buzos marinos? Nadie. Ella era la única.


No pudo evitar exhalar una sonora carcajada al verle y el sonido le pareció extraño. Hacía años que su labios no emitían tal sonido que lo había olvidado por completo. La observó completa, la pequeña nariz y sus curvilíneos labios, los ojos saltones, el cabello negro entrecano que mostraba una madurez mágica tan única como adorada.


-Avril- le saludó en un gesto cordial con una leve inclinación de la cabeza.


No pudo evitar recordar aquella visita que ella le había hecho como Directora del Departamento de Control y Regulación de Criaturas Mágicas, cuando había acudido a las mazmorras de la mansión Slytherin para certificar no solo la existencia de sus cuatro basiliscos sino algo muchísimo más importante, que estos se encontrasen en perfecto estado, que recibían el debido cuidado y que nadie era una amenaza para ellos. Exacto, para personas como Felias o Avril, el peligro real estaba en el miedo de las personas hacia aquellas bestias que les llevaba a actuar indebidamente porque, una criaturas debidamente comprendidas podían ser un compañero de por vida.


-Ha pasado tanto tiempo. Y mira dónde el destino nos ha traído. Nunca te he comentado pero...- sintió un leve remordimiento interno al tener que confesar aquello, le dolía en el alma. -...hace unos años me confiscaron los cuatro basiliscos.- Sin poder evitarlo terminó la frase con fría voz, con dolor y odio. -Alegaban que no podría cuidarlos, que eran un peligro. Creo que ignoraron por completo tu informe sobre el estado de los mismos y la forma en que yo los protegía. Creo que poco han sabido que personas como tu o como yo muchas veces nos sentimos mejor entre criaturas tan puras y nobles. Hoy por hoy solo me permiten criar a mis cuatro caballos alados y un ghoul tan i****** como su mismo nombre.- ella podría entenderle perfectamente.


No quiso pensar en el galés verde que le robaron mucho tiempo atrás. Aún recordaba el calor de su aliento cuando era tan pequeño que apenas superaba su altura. Le había conseguido con la ayuda de Marco Livúa y había sido confiscado en el revuelo ministerial del año 2010. Bufó por dentro y echó un vistazo a la profesora, silenciosa.


-No me he leído los libros aún pero al verte aquí Avril, me pregunto de qué van estos poderes. ¿Tú sabes algo?-



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Luego de su vuelta al mundo mágico, Arcanus escuchó algunos rumores de que varios magos poseían libros que aumentaban su poder mágico permitiéndoles realizar hechizos poderosos y manejar extraños objetos. Enseguida decidió que necesitaba adquirir esos libros para aumentar sus habilidades que le servirían para perfeccionarse en duelos.

 

Tras una larga espera por fin una carta había llegado hasta sus manos. En ella se detallaba que debían llevar sus libros y los diferentes objetos que había adquirido con la compra de éste en el Magic Mall. Se vistió con una camisa blanca de mangas largas, un pantalón de jean azul y unos zapatos de cuero y utilizó el trasladador que indicaba la carta.

 

Instantáneamente apareció en un lugar que no era para nada de su agrado. El joven odiaba el calor y aquel lugar no era para nada lo que esperaba. Rápidamente ascendió por la ladera del volcán Rano Raraku. Allí se encontró con tres personas. dos eran viejos conocidos pero la señorita que impartía la clase para vincularse con el libro no había tenido el agrado de conocerlo.

 

- Oh disculpen la tardanza - Exclamó el joven con una reverencia ante todos los presentes a modo de saludo. Notó que en el lugar se encontraba Felias y su querida Avril. Era curioso que se encontraran allí cuando la última vez que habían estado juntos era cuando pertenecían a la Marca. A decir verdad, le molestaba un poco tener que asistir a una clase para aprender esos hechizos, siendo que él era el mago más hábil en el arte de los duelos y podría aprenderlo de manera propia. Arcanus se mantuvo alejado del trío con sus elementos junto a él preparado para aprender esa magia avanzada y para derrotar a quien sea en pos de lograrlo.

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Estaba teniendo aquella corta conversación con Avril antes de que comenzara la clase cuando se acercó subiendo la colina del volcán nada menos que Arcanus. El vampiro suspiró de forma cansina; en los últimos días se había encontrado con Black más veces lo que quisiera, más de lo la suerte y el destino normal entrelazan a personas normal. ¿Por qué la castigaban los dioses de aquella manera?


-Arcanus...- saludó con cortesía. Nunca iba a perder sus modales.


Estaba en un lugar demasiado alejado de Londres, en una zona donde la magia que otrora se hubo desarrollado muy diferente a la europea conocida e incluso la americana chamanista. Aquella isla era única en muchos sentidos y en aquella pequeña excursión (e incursión) iban a aprender algo más que simples hechizos. Iban a lograr un vínculo mágico con una hechicería ancestral y privilegiada. Poco más sabía y Avril parecía saber a qué se enfrentarían.


-Vamos Avril, dime. ¿Qué sabes tú?- le presionó. -Me ha llegado cierta información esta mañana antes de aparecerme aquí que has vuelto al Ministerio de Magia, específicamente en tu antiguo departamento. ¿Qué te llevó volver a las andanzas? Y hablo del departamento en sí porque ya sé de tu afición por las bestias. Mi misma afición...- aseveró.


Snape también había vuelto a su antiguo trabajo en el Callejón Diagon y no un simple negocio como todos aquellos que supo tener, sino más precisamente como miembro del Concilio que tanto tiempo le había robado. Al igual que Livúa. Él les había robado a todos. Le maldijo por dentro pero agradeció la segunda oportunidad.


-Yo también he vuelto a trabajar en el Magic Mall como hace muchos años, pero esta vez me dedicaré a la venta de criaturas mágicas y no tanto del trabajo de oficina. Quiero verle el rostro a aquellos que se dignen a llevar una de estas hermosas bestias y pobre de quienes no les cuiden como es debido.-


Se volvió a la profesora, o instructora como prefería llamarse dado que era un camino de aprendizaje poco ortodoxo y que iba más allá allá de la magia ordinaria.


-Señorita Rouvás, estoy impaciente por empezar. ¿De qué van todos estos anillos y amuletos que he traído? En mi vida he usado joyas...- había preferido no ponerse ningún anillo hasta saber los efectos y todo aquello que podría provocar. Conocía demasiado bien los objetos peligrosos que vendían en el Magic Mall como para desconfiar abiertamente. Miró hacia el interior del volcán y una sensación de vértigo recorrió su espina dorsal, temeroso y abundante. Tomó uno de los amuletos que había traído consigo y lo aferró con fuerza, como acto reflejo ante la presión del miedo.

Editado por Felias Snape Triviani
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—Para su suerte no será necesario que las lleve todo el tiempo encima pues con que la portes en los bolsillo o en alguna mochila bastará. Aunque hazte la idea de que serán muchos más, cada Libro trae sus propias cosas.

 

Ella prefería añadirlas en una cadena colgante en su cuello, al menos las que solía utilizar más. Esperaba que en algún punto pudiesen mejorar ese aspecto, usar demasiados amuletos y anillos era incómodo para la mayoría, inclusive para ella. Poco era lo que se había podido conseguir hasta el momento.

 

—No se si reconozcan el paisaje o hayan estado aquí antes, pero esto es Isla de Pascua. Aquí existen algunas tradiciones que espero aprovechar para nuestra clase. Pero por el momento comenzaremos buscando un poco de ayuda, les será útil para más adelante.

 

Les hizo una seña con la mano, indicando que se asomaran por la ladera del volcán a observar unos segundos. Rano Raraku están apagado hace siglos, no milenios, de modo que no se debe temer por una repentina erupción. La parte baja está constituida principalmente por piedra volcánica, y ahora por malezas, flores, pero sin ningún árbol, es tanto el tiempo en silencio que el verde en algún momentos de la historia comenzó a ganar la partida. La visión es total, salvo una que otra elevación rocosa, y la extensión no es tanta de modo que no pasará inadvertida la presencia de los cuatro Aethonans que están abajo. No es una especie de la zona, ella consiguió traerlos solo por la clase, luego deberán regresar a su hábitat natural.

 

Los señala, como para recalcar que es a ellos lo que deben prestar más atención que a todo lo demás, aunque bien les vendrá familiarizar, al menos con la vista, el lugar.

 

—No se si alguno habrá intentado usar los hechizos del Libro en casa, pero tenemos dos maneras de conseguir que nos ayuden. El primero es con un hechizo (Orbis Bestiarum) el segundo es con el Anillo de Amistad con las Bestias que mejora el control y crea una especie de lazo en lo que dura su uso. El hechizo sería algo como esto. . . —Hizo un floritura con la varita, claro que no tendría efecto alguno puesto que no había nada que controlar cerca. —Mientras que con el anillo bastará con que lo toquen y se concentren en su utilidad para que funcione.

 

>Como deben haber deducido, su tarea es ir allá abajo y conseguir que alguno de los Aethonans quede bajo sus órdenes.

 

Dejó un margen de espacio para preguntas, aunque si deseaban apresurarse en ir no tenía inconvenientes. En la piel de su cuello sintió el aviso, el Anillo de Plagas emitía una débil vibración, pero la desestimó para concentrarse en lo que harían los alumnos. Si había algo cerca ya se ocuparían de ello.

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Le hizo ilusión haberlo encontrado allí después de tanto tiempo de no verlo. Asintió, tanto como con la cabeza como con sus ojos. Estaba tan igual que siempre y a la vez tan cambiado…vestido como muggle con unas zapatillas con suela tan fina que la morocha dudaba que pudiera correr si quiera. Sabía, no obstante, que Felías era un mago con incontables recursos y que si necesitaba correr sobre terreno sinuoso lo haría. O volaría. O se las arreglaría de alguna manera ingeniosa. El tipo era de buena madera, no ostentaba más de lo que sabía y no hacía alarde de sus atributos. No siempre, al menos.

 

Escuchó lo que le contaba acerca de sus basiliscos y apretó los dientes. Aún no entendía como había cambiado tanto todo, que de repente ellos que habían sido magos poderosos ahora estaban limitados, obligados casi a volver a empezar. La burocracia de antes no servía ahora, las leyes habían cambiado drásticamente. No sólo, también lo había hecho la comunidad. Si ellos no lograban adaptarse a aquellos cambios, sucumbirían y no podrían sobrevivir de una manera digna.

 

-Te creo querido- soltó mientras posaba su mirada al horizonte, abarcando todo el paisaje desde el volcán hasta su fondo, un cielo libre de nubes y muy primaveral, un terreno terriblemente vivo. –Si supieras las cosas que he tenido que hacer estos últimos días, lo distinto que es todo.- No mencionó la absurda clase de Pociones porque sabría que molestaría al vampiro. Después de todo el había sido uno de los mejores profesores que enseñaban el noble arte de elaborar brebajes mágicos. La Malfoy en cambio había sido reducida a una clase de educación secundaria en donde debía simular que “aprendía” a hacer pociones. Todo por un certificado que diga que efectivamente…sabía hacerlas. Ella, que en su momento había sido miembro del Honorable Consejo del Wizengamot. A veces pensaba que la gente no sabía que era aquellos, un cuerpo conformados por los magos más poderosos y capacitados de todo Londres.

 

Pero cuando quiso responderle más, comentando la situación de las criaturas y también acerca de los que había leído en aquellos raros compilados, otra presencia se hizo viva en la Isla: Arcanus. Levantó el mentón saludándolo, no tenía muchas ganas de dirigirle la palabra debido a aquél encuentro que habían tenido en la Sala de Duelos. Prefería no pensar a que aspiraba Arcanus e intentaría convivir con él durante aquella capacitación.

 

-Como te decía, hoy por hoy mi única motivación es sobrevivir…y si no bailas con su música, no bailas con ninguna. ¿Qué mejor que sobrevivir haciendo lo que realmente me gusta? Estoy en un ambiente cómodo para mí, rodeada de criaturas que no hacen demasiadas preguntas…- iba a agregar “como tú”, pero se lo guardó. Quizás compartir información con el Snape podría llegar a ser provechoso. –Los estuve leyendo, si, y me parecen extremadamente interesantes. Sin lugar a dudas es una magia que no conocemos, pero supongo que podremos adaptarnos bastante rápido.- miró a Arcanus y recordó como había usado algunos poderes del primer volumen en su batalla.- Estuve probando algunos, los que tienen que ver con criaturas…verás- y se sentó en una roca apoyando el libro sobre sus rodillas mientras pasaba de página en página, buscando lo que había intentado.-…salieron relativamente bien. Otros no, otros no salieron nada bien- y volvió a observar de soslayo a Arcanus recordando su encuentro casi fatídico. Como siempre.

 

-Sin embargo…- pero estaba ya hablando de más, pues la profesora comenzaba a darles indicaciones. Mencionó los objetos, que Avril guardaba en su morral con extensión mágica indetectable. Allí podría llevar todo lo que necesitara para el uso de los poderes de la magia desconocida. Guardó su libro y se posicionó junto a la bruja para escuchar bien cada una de sus palabras. ¡Eso era una clase! No sentados detrás de un pupitre como niños.

 

La rubia les indicó bordear el volcán y lo evidente se hizo presente en el fondo del mismo: cuatro caballos alados gigantes revoloteaban la zona. - ¡Cuatro caballos alados! – dijo después de que los contó utilizando su dedo, pudo distinguir por el color de su pelaje que tres eran hembras y uno, el macho, que de seguro sería el semental. -¿Son los tuyos Felías? ¿O usted los trajo, Señorita? – ya comenzaba a divagar, estaba más interesada en la procedencia de las criaturas y en cómo se veían que en la instrucción de sus próximos movimientos. Sacudió su cabeza haciendo que sus cabellos se desordenaran y se concentró en lo que decía ella.

 

-Yo tuve un…encuentro de duelo mágico e intenté utilizar el Orbis- comentó mientras los animales subían y bajaban y uno de ellos pasaba por detrás de Arcanus a una velocidad increíble y casi rozándolo por apenas centímetros. ¿Qué pasaría si…? Miró a Felías, pensó que efectivamente, podía controlar al menos uno de ellos, pero por un período muy limitado de tiempo. –Creo que el hechizo puede conjurarse sin pronunciar palabra…- soltó pensativa. Esperaría a que alguno de ellos se lanzara primero.

 

@@Athena Rouvás@@Felias Snape Triviani@Arcanus

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A pesar de encontrarse en un escenario muy agradable a la vista y que rememoraba a las viejas planicies del norte de Escocia (con la única diferencia que aquel volcán cortaba la dulce monotonía del paisaje que les rodeaba) podía notar un dejo de amargura en la voz de Avril cuando hubo hablado. Se encontraban en uno de los bordes de la parte superior del volcán aunque no fuese una altura muy elevada. Podía verse el valle de malezas verdes cortado por el colorido de las flores que se alejaba hasta el mar, allá por donde se perdía la vista.


Volvió a mirar a Avril con incredulidad ante su respuesta. Se habían conocido cuando él era miembro del Concilio de Mercaderes y ella miembro del Wizemgamot, pocos años antes de aquel incidente con Marco Livúa que le hizo partir al exilio. Ambos habían sido altos rangos en el clandestino grupo que habían conformado y en el caso de ella, alcanzado el escalafón más alto. ¿Cómo llegó la palabra "sobrevivir" a ser parte de su objetivo diario? Temió que no pudiese contestar la pregunta que iba a hacer frente a la instructora, que no conocía, por lo que prefirió reprimir su escepticismo.


Avril comenzó a contar sobre su reciente experiencia en la utilización del libro del Aprendiz y, por las frecuentes miradas que intercambiaba con Arcanus, llegó a la conclusión que algo había pasado entre ellos, algo tácito que ninguno de los dos iba a mencionar. Felias tampoco iba a preguntar.


-Sí me he leído el primer libro a pesar de que no tuve oportunidad de utilizarlo.- tuvo que admitir. –Pero me he mantenido al margen del Libro de la Fortaleza- no lo dijo, pero un poco de fortaleza interior le hubiese sido útil en el último año.


Aquella investigación a fondo del poder que enmarcaban los libros y por consiguiente sus amuletos, requerían un minucioso estudio en el que nada podría darse por sentado ni por sabido. Aun así, había perdido tanto tiempo en los confines oscuros del libro del Aprendiz que apenas tuvo tiempo de leer el prólogo del Libro de la Fortaleza. Supuso que aquel día sería una buena oportunidad para poner en práctica la magia que enseñaban, las prácticas que para Felias aún estaban muy por fuera de la ética y la ley.


-El encantamiento de amistad con bestias me ha parecido igual de fascinante- admitió cuando Avril hubo hablado del mismo. Pocos magos tenían admiración con las criaturas y ambos parecían ser los únicos con los medios necesarios (sin magia) de crear ese tipo de vínculos. Pero claro, aquella magia que ofrecía el libro debía ser algo más poderosa como para que todo Londres se encontrase hablando del mismo. -Aunque he encontrado extraño el uso del amuleto volador. Lo he probado y... no puedo volar con él- se quejó.


Luego de que la instructora le explicara que no necesitaba llevar todos los amuletos puestos sino simplemente tener algún contacto con él, Snape agradeció por dentro. Ya se las ingeniería para poder llevarlos a todos de alguna forma cómoda, sencilla y que no perdieran efectividad. Y algo tendría que idear porque si era verdad la afirmación de que cada libro traía más joyas... que Zeus y Odín les ayuden. La mujer comenzó a explicar el uso del anillo de amistad en bestias cuando vio a lo lejos cuatro caballos alados. No pudo creer lo que sus ojos vieron.


-¡Por Quetzalcóatl!- exclamó primero sorprendido y luego con la furia que arremetió en él. -¡Claro que son mis aethonans Avril!- miró confuso a Avril y luego a la instructora. -Señorita Rouvás, ¡esos caballos son míos! Y están en... Deberían estar en la Reserva Mágica Newt Scamander.- abrió y cerró la boca sin saber qué decir.


¿Acaso el Departamento de Control y Regulación de Criaturas Mágicas había autorizado el traslado de aquellos caballos? Porque estaba claro que él no lo había hecho. No le importaba que pastasen o volasen libres dado que libertad era lo que quería para con ellos pero al menos podrían haberle informado que les usarían como simples mulas de carga y los rebajarían a tal inmundo e impío estado. Según la instructora debían usar el anillo de amistad de las bestias para controlarles pero Felias tenía dos puntos a favor que claramente nunca pudieron haber sido previstos por la mujer. Primero, aquellas bestias le pertenecían por lo que iban a responder ante su llamado. Segundo, su propio nombre en la etimología griega original de dónde provenía significaba ”amigo de caballos", significado causante de su amor por los caballos en especial de todas las razas de los alados.


Mientras los aethonans se acercaron volando hacia ellos seguramente al notar la presencia de su dueño, Avril le miró pensativa, quizás pidiéndole permiso para utilizar el anillo de amistad contra ellos.


-Adelante, has la prueba Avril. Sí hay alguien a quién le confiaría mis aethonans, eres tu- admitió. Aún recordaba que ella había sido la creadora e innovadora de la Reserva Mágica, lugar donde precisamente solían vivir. -Creo que tendría una ventaja al ser su dueño, pero estoy seguro que Rouvás previó este pequeño detalle y les ha encantado para que no me reconociesen, que he de decir no es fácil hacerlo. ¿A quién has encantando?-


Felias se dispuso a mirar los cuatro caballos; tres de ellos volaban alrededor del punto en el que se encontraban excepto Tantto. Nikk, la hembra más pequeño totalmente blanca y con una mancha roja alrededor de su ojo derecho; Luc, hermana del anterior, un poco más grande y de un color arena y Martie, una yegua salvaje y pequeña que solo pudo ser domada por Felias Snape, tenía dos aros anaranjados en la base de su pata derecha delantera que resaltaban su zaino pelaje. Volaban sobre ellos intentando alcanzar a su dueño. Supuso que serían los retos para Avril, Arcanus y la mismísima instructora probar el anillo de amistad con ellos.


El cuarto aethonan, Tantto, no se había acercado a Felias que casualmente siempre había sido su preferido al ser usaba para realizar viajes largos. Tenía una relación especial con él: era grande, de pelaje oscuro y se aclaraba en las patas delanteras. Relinchó a la distancia con disgusto y el vampiro tomó uno de los anillo de su pequeño monedero de moke. Pero notó una débil vibración en el anillo que había tomado y esto le pareció extraño, dado que no lo estaba usando. Tardó varios segundos en darse cuenta que era el anillo de plagas que le hizo preguntarse si estaría funcionando correctamente.


-Disculpame Tantto. ¡Orbis Bestiarum!- exclamó apuntando al aire.


Si el hechizo hubiese sido un rayo no hubiese dado en el blanco debido a la altura y gran velocidad con que planeaba el caballo. Pero al ser un efecto, el hechizo fue instantáneo provocando que la bestia comenzara a volar más bajo y dejara aquella actitud reacia. Felias supo que funcionó porque Tantto relinchó gustoso, agitó su cabeza y descendió donde se encontraba Felias, a su lado. Pero sucedió algo más, algo diferente, nuevo, y que relacionó con el "vínculo" que creaba esa magia del libro. No era como un Oppugno dado que pudo sentir el control en el caballo a pesar de que no quiso extenderlo, pero el hilo invisible estaba ahí, uniendo su destino bestial a la voluntad humana de Felias. Una sonrisa de complacencia iluminó su rostro y no pudo evitar sentirse extasiado. Era algo que nunca había sentido con sus caballos y sabía podría sentir lo que les inquietaba, lo que les molestaba o cualquier otro sentimiento. Pero decidió cortar el hechizo porque se negaba a subyugar a Tantto más de lo necesario.

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La verdad era que al joven le fastidiaba mucho estar en ese lugar para aprender un par de hechizos. Alejado como estaba, evitaba todo tipo de charla y solo prestaba atención a la profesora mientras jugaba con su varita entre los dedos. Escuchó la orden que Athena les había dado y decidió bajar a controlar a alguna de aquellas bestias que allí estaba. Mientras caminaba se podía oír el tintineo de los anillos que llevaba en su bolsillo.

 

Tras un corto recorrido llegó donde habían varios Aethonans que había que controlar. Miró rápidamente alrededor y puso su mirada en uno de ellos. El joven suspiró aburrido y apuntó su varita contra el Aethonan hembra color blanca y con una mancha roja alrededor de su ojo derecho. Solamente tuvo que pensar en el hechizo Orbis Bestiarum para que la criatura cayera bajo sus órdenes. La verdad que el joven había ido a aprender los hechizo del libro de la fortaleza y no a jugar con caballitos. Por lo que ordenó al caballo alado que se sumergiera en el interior de la lava hirviendo que fluía en el enorme cráter del volcán.

 

- Profesora, creo que mi caballito se chamuscó - Exclamó seguido de una sonora carcajada. Esperaba que de una vez por todas llegaran a usar los hechizos del libro de la fortaleza para poder vincularse con él.

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