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Prueba de Nigromancia #9


Báleyr
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- La prueba está lista, Candela.

 

Báleyr acomodó su anillo y suspiró un poco cansado. La noche antes de cualquier prueba de un alumno era complicada para él. Ni hablar del día. Era un tipo exigente. Quería que el desafío que tenía para consigo mismo, se viera reflejado en las cosas que tenía que superar Candela. Para eso, había agrupado en tres desafíos, los vértices más esenciales para un Nigromante. Nada de magia, sólo técnica rigurosa, y un potente uso de la cabeza.

 

Carraspeó. Su gorro no se movía de lugar.

 

- Esta… Es tu primera habilidad ¿verdad? La prueba es muy sencilla. Solo tienes que llegar a la pirámide.

 

Llevaba su vara de cristal en la derecha. Golpeó su base dos veces contra el suelo y se desapareció. La sala de ouroboros sería el recinto desde donde acompañaría a Candela. Como toda prueba de Habilidad, la noche se dividía en tres partes. Cada una tenía que ser superada para que el camino se abriera frente a ella, hasta llegar a la pirámide y poder cruzar por el portal, para la demostración definitiva.

 

Primero debía pasar por el lago atestado de muertos en vida. La Triviani tenía que cruzarlo con una barca que estaba a la orilla. El problema, era que los cuerpos desmembrados no intentarían hundirla, ni llevársela con ella. Sino que huirían de su presencia. Por primera vez, rechazaban el contacto con lo vivo, sólo por la misma razón que tanto lo anhelaban: para ver morir a su presa. El lago, no permitiría que la barca se moviera, por eso la estudiante tenía que lograr la confianza con lo muerto, y que sean los cadáveres la que impulsen la barca.

 

En la playa de la isla, se encontraba una mesa de piedra, alrededor de tótems de igual material, con una estrella de seis puntas dibujada en el medio. Candela tenía que preparar un ritual para lograr un pacto con la Muerte. Tenía que invocarla, solo con sus propias manos y el cuchillo de plata que tenía a un lado. Un conejo, como ser vivo.

 

Por último, cruzar el laberinto, donde se toparía con un joven que no pasaba los diecisiete años. Él, llevaba una boina marrón, unos pantalones de la misma tonalidad y una camisa blanca. Todo sería normal, de no ser porque estaba bañado completamente en sangre. Candela, entonces, tenía que descubrir cómo fue su muerte. Y usar su cuerpo, sangre, entrañas, órganos, usar su muerte, para abrir la pequeña reja que se imponía como único obstáculo entre ese espacio, y la tan ansiada pirámide.

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Observaba al anciano con los ojos entrecerrados mientras éste hablaba. No tenía idea de qué era lo que tenía que esperar de aquella prueba y, a decir verdad, sentía un poco de recelo en cuanto a ella. Mas se cuidó de no mostrarle tanta vacilación a Baléyr, pues no sabía si pudiese ser usado en su contra y suponer un obstáculo mucho mayor para pasar la última parte de su adiestramiento.

 

― Cierto. Es la primera. ―convino, sólo para escucharle terminar su frase.

 

La gitana no se detuvo mucho rato pensando en los posibles lugares a los que podría haber huido el anciano, pero le molestaba esa forma suya de manejarse con sus alumnos. Sin mucha explicación, sin tanta comunicación. Sí, había dicho que la prueba consistía únicamente en llegar a la pirámide; y allí era que tenía la primera duda pues no tenía la menor idea de a qué pirámide se refería. Supuso entonces, ya llegados a este punto, que todo debería ser por instinto. La intuición era mejor, ¿no? O al menos, eso creía ella.

 

Así pues, cruzó la puerta correspondiente a la habilidad que estaba cursando y puso los ojos en blanco apenas se encontró con una barca. Dudó un momento en subirse -no podía ser tan fácil eso de ir remando hasta donde necesitaba llegar, ¿cierto?- y se quedó observando al artefacto que le serviría de vehículo hasta la otra playa. , pensó. Se acuclilló y lo examinó más a conciencia. No parecía tener algo extraño, así que se subió y se quedó quieta dos segundos para que su peso se equilibrase sobre el agua. Una vez pasado el "peligro", se sentó.

 

...

 

¿¡Y a qué estaba esperando!? ¡La barca no se iba a mover sola!

 

El caso es que ella intentó remar luego de darse cuenta de que la espera era para nada, pero parecía estar navegando sobre concreto. Bueno, corrijo, parecía que la barca estaba sumida en concreto ya seco. ¡No se movía la muy desgraciada! Podría intentar moverla con magia, ¿era válido no? Así que, tras unos incesantes minutos, tratando de hacer un a especie de hélice, se dio por vencida. Casi tira su varita al lago, de lo furiosa que estaba, de no ser porque reaccionó en el momento justo al divisar unas cuantas sombras bajo la superficie. ¿Eran cadáveres?

 

Hizo el intento de remar una vez más hacia ellas, pero pareciera que notaron lo que se proponía y se alejaron un poco más. ¿Pero desde cuándo un muerto le huye a un vivo? No sería miedo, eso seguro, ellos debían ansiar tanto la vida y la posesión de ésta. Y definitivamente no se parecían, pero en nada, a los muertos con los que se había topado al inicio de ese viaje. Los de ese entonces se la querían comer cruda, éstos apenas y si la querían mirar. Pero la Triviani tenía la sospecha de que ellos tenían idea de cómo cruzar el lago, estaban allí desde quién sabe cuándo, al fin y al cabo.

 

― Uhm, sólo necesito a uno. ¿Vale? ―elevó un poco la voz intentando denotar cierta seguridad, aunque en ese momento se encontraba confundida. Necesitaba averiguar cómo demonios seguir, o todo ese trayecto hasta allí habría valido menos que un knut. Pero la Triviani tenía tan poco tacto con el trato, que seguramente arruinaría mucho más el ánimo― Necesito, me urge, cruzar hasta allá... ―señaló la otra orilla― ¿Alguno me dice cómo ray...Cómo le hago? Uhm, podría prometer algo a cambio. Devolver el favor, ia tuh sabeh.

 

Hizo una mueca y esperó, lo peor que podría pasar era que no le respondiesen. ¿Cierto?

 

....

 

¿¡Cierto!?

 

....

 

― ¡Oh, vamos! ¡Debe haber algo que quieran! No me creo que se pasen aquí milenios sin desear nada. A ver, ¿hace cuánto qué no ven a nadie por aquí?

 

Se escucharon un par de risillas a lo lejos, cosa que erizó la piel de la bruja.

 

― Ayer, ayer vimos a uno... ―respondió uno de ellos con esa misma risilla.

 

Candela sintió alivio una vez más. Es que para ella era un tanto difícil no temerle a algo sin rostro; la muerte por ejemplo no tenía rostro y, aunque ella insistiese en que no era miedo lo que sentía sino respeto, no pudo evitar sentir cierto alivio al darle rostro a esa risa que había provocado resquemor anteriormente.

 

― Ya, pero estoy segura de que no obtuvieron nada de él, o ella. ―se sentó en la barca y cruzó los pies para más comodidad, tenía la impresión de que tenía para rato esa charla.

 

― Su vida, que tampoco valía demasiado. Pero algo es algo.

 

La total parsimonia con la que pronunciaba cada palabra, hacía que la Triviani se exasperara a cada segundo. Mas la paciencia era una virtud, que ella no tenía, pero que tendría que aprender a adoptarla.

 

― No puedo ofrecer mi vida. ―respondió de manera tajante.― Se supone que estoy aquí para... una misión, sí, es conveniente llamarla 'misión'. Y si les ofrezco mi vida por el favor de cruzar, no tendría mucho sentido, ¿no? Así que...

 

― Entonces no estamos interesados...

 

Otro coro de risas.

 

Candela pensó, tenía que haber alguna forma para convencerlos de ayudarla. Pero sólo parecía interesarles la muerte de la bruja, o alguien más.

 

― ¡Vale! ―los acalló― No puedo darles mi vida, ―empezó y tuvo que elevar la voz para hacerse escuchar por sobre las quejas que, evidentemente, no se hicieron esperar.― pero puedo ofrecerles otra vida. Eso, claro, sólo si me ayudan a cruzar.

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~ Mosquito ~          Ianello 

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  • 2 semanas más tarde...

Báleyr miró extrañado. Se llevó la mano al mentón y suspiró levemente. Había algo en Candela que le extrañaba. Más aún cuando miraba todo en perspectiva. Es que, se suponía que había un estereotipo de Nigromante que más o menos se respetaba. La clave ahí era justamente “estereotipo”. Pero no era por un cliché, propiamente dicho, sino porque había algo en la necesidad de controlar la muerte que era inmanente a la búsqueda de poder de todo mago o bruja.

 

Candela, se lanzaba a un lado más social. Y claramente le estaba sirviendo de ayuda. Una herramienta más para poder enfrentarse a la prueba de la habilidad.

 

Los muertos, ante la propuesta, comenzaron a murmurar entre ellos. Tener que ayudar a un vivo, iba en contra de todos sus ideales. Hasta de su propia escencia, si nos permitimos exagerar un poco. Porque la fina línea entre la vida y la muerte, era también aquella que le daba la rivalidad más grande.

 

- Curioso –soltó levemente.

 

Un cuerpo sumergido comenzó a flotar. Con una suavidad desesperante. Completamente quieto. Rígido y a la vez pesado. Un golpe seco indicó el choque entre la barca y este cuerpo. Candela avanzó un poco. No era la acción más específica esta de empujar la barca, pero algo sucedía, que con el contacto del muerto, una cadena invisible que imposibilitaba la movilidad, se soltaba un poquito.

 

Candela tendría que redoblar la apuesta.

 

Pero otro cuerpo flotó

 

Y otro más.

 

Se escucharon otros murmullos bajo el agua. Ahora, entre ellos estaban discutiendo. El Arcano no sabía si era por pura ambición, o si los muertos comenzaban a tener un pensamiento crítico. A veces, hablar con muerte era más difícil que conectar con los vivos.

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Sintió un repentino alivio al ver que poco a poco los cadáveres se animaban a cooperar con su causa. Candela era una bruja que apreciaba bastante poco la ayuda que se le brindaba, pero tenía que reconocer que, en esa ocasión, si no fuese por los cuerpos, esa maldita barca no se movería. De modo que les dedicó una mirada carente de emoción y gratitud, era lo menos que se merecían todos ellos pues, si mostraba un ápice de gesto sentimental, podría echar por la borda todos su planes. Necesitaba llegar al otro lado para poder cumplir con su prueba.

 

La Triviani se aseguró de no tocar el agua cuando abandonó la barca, después de pisar la orilla de la isla; no fuese que ocurra algo así como que sea arrastrada hasta el fondo del lago, sin poder lograr con su cometido. Los muertos, por su parte, se habían quedado flotando en la ribera, así no perderían de vista a su presa. No olvidarían, ni por un instante, que se les había ofrecido algo y ella tenía que cumplir. Mas Candela se encontraba con la mirada fija en los tótems de piedra que circundaban una mesa, en cuyo centro brillaba algún objeto, de tal manera, que tuvo que entrecerrar los ojos para no dejarse cegar por la luz; muy a pesar de que no había sol que se levante en el cielo y la pieza parecía centellear por sí sola.

 

— Una vida... Por nuestra ayuda. —replicó uno de los cuerpos, nada más ver cómo la bruja se alejaba de ellos.

 

— Sí, sí. No lo he olvidado. —Candela respondió sin girarse una sola vez, logrando acercarse por completo al altar. O lo que, suponía, era uno.

 

Ya había hecho algo así antes. Muchas veces antes, pero...

 

— Oh, aquí estás... —bisbiseó cuando, debajo de la mesa, vio un conejo de pelaje color caramelo.

 

La criatura no se inmutó cuando la bruja lo tomó de las largas orejas y lo colocó sobre la gran mesa de piedra, sólo hizo un pobre intento de patada en el momento en el que la gitana tomaba la daga de plata a su izquierda y amagó a empezar el ritual. ¿Qué tipo de cántico sería?, se dijo, todos tenían coros distintos y las palabras diferían de un canto y de otro. Así que pensó en la muerte, después de todo, estaba en un proceso para adquirir la Nigromancia.

 

La lengua muerta, algo por lo que, muchas veces, la Triviani se sorprendía saber sin saber, realmente. La infinidad de veces con las que había hecho ese canto para un ritual de muerte, le había hecho llegar a un punto en el que recitaba sin saber exactamente lo que iba diciendo, tan sólo por inercia. No había notado que sus ojos estaban cerrados, hasta que se detuvo momentáneamente en la antífona más emocionante.

 

— ¿Por qué intentas matarme? —preguntó una voz pastosa y grave.

 

Candela abrió los ojos y se encontró con el conejo que le hablaba, acostado en la mesa y aún con las manos de la bruja en sus orejas.

 

— Es necesario. —respondió la gitana y prosiguió con el cántico.

 

— ¿Necesario?¿Para quién? La parca sólo quiere sangre y tú, sólo marcharte de aquí. —la muchacha se detuvo y se quedó mirando al animal— Bastaría con que te cortes algo, le ofreces tu sangre y saldrías de aquí. Todos felices entonces.

 

Una sonrisa surcó el rostro de la aprendiz, quien bajó la daga con una lentitud desesperante a los ojos del conejo.

 

— Te equivocas, mi querido orejudo, yo no estaría feliz. Y te voy a decir por qué: —le dibujó un pequeño corte transversal con la hoja de la daga— Verás, me resulta inquietante que un animal hable, así que quiero matarte. Y no estaré feliz hasta que te extraiga la última gota de sangre y hayas muerto.

 

Pero el animal, lejos de turbarse por la confesión de la bruja, largó una carcajada, de esas que, dicen, te ponen los pelos de punta y te hielan la sangre. Aunque a Candela le pasó nada más que lo primero, lo segundo no lo experimentó jamás así que no podía darse cuenta si le estaba pasando o no.

 

¿Te hace gracia que te quiera matar? —preguntó ella.

 

— No podrías matarme, aunque quisieras. Verás... —la gitana notó el detalle en el tono de voz, muy parecido al suyo propio— No somos rivales para tí.

 

— Já! Ya lo creo que no. —coincidió Candela— He estado más veces con la muerte, de las que te puedas imaginar, mi querido conejo. Me he alejado y vuelto a ella, como una hija pródiga. ¿Qué crees que puedas hacer tú, para amedrentarme? Absolutamente nada, ya lo he probado todo.

 

— No recuerdo que hayas estado conmigo, mi querida Candela, YO SOY la muerte y jamás te he tenido a mi lado, pero me encantaría probarte un poco. —una carcajada más corta.

 

— La muerte, creo haberte vencido en el bosque anteriormente, ¿qué te hace pensar que puedes ofrecerme pelea ahora? —la Triviani jugueteó con la daga en su mano mientras hacía pequeñas incisiones alrededor del corte que había hecho en el vientre del conejo.

 

— Ahora estamos en mi mundo... Pero quiero que regreses al tuyo... Conmigo.

 

— No, gracias. —respondió tajante y elevó apenas un poco la voz— Regresaré sola y rápido, porque tengo algo que terminar y no será porque tú me lo permitas. No tengo ganas de cargar con una mochila.

 

Y antes de que fuese a contradecirla, la gitana abrió el cuerpo del animal, desde la garganta hasta el final del estómago.

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~ Mosquito ~          Ianello 

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Para los ojos de cualquier persona, Candela estaba hablando sola. Cualquiera que la conociera, e irónicamente no supiese de la situación, diría que estaba exteriorizando la locura que cargaba encima. Báleyr en cambio, experimentó intriga. Luego alivio. Haberle preguntado a Candela si estaba lista para la prueba era señal de que él creía que estaba preparada. Que haya superado el ritual sin volverse realmente loca en el proceso, confirmaba esas “sospechas”.

Desvió su mirada hacia su puerta. El lugar donde se abriría el portal. Volvió hacia la pequeña bruma que le mostraba todo lo que sucedía.

Los cuerpos, a la orilla del lago, comenzaron a vibrar. La paciencia no era una virtud de la tierra de los muertos. Ella les había prometido una vida y no estaba cumpliendo específicamente con la promesa. Es decir, sí, el conejo era lo que se pedía. Sin embargo, ese diálogo con la muerte estaba atrasando demasiado las cosas.

Capaz, la Triviani no estaba tan consciente del tiempo que había pasado. Pero entre la preparación del ritual, el cántico y la pequeña demostración de fortaleza como futura Nigromante, había pasado tiempo.

El Arcano también se estaba impacientando.

- Será mejor que te apures. La noche parece más larga de la que realmente es.

Quedaba resolver su temilla con el lago, terminar el ritual y enfrentarse ante las causas de una muerte.
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Sus manos se llenaron de sangre al contacto con la herida y, por la poca suavidad que había aplicado, hasta el puño de la daga terminó llena de sangre. Soltó el arma, dejándola sobre la mesa a un costado, y limpió ambas manos en su vestido para quitarse un poco esa textura pegajosa de las palmas. El suspiro que le siguió parecía eterno, no se había dado cuenta del esfuerzo mental que había supuesto esa charla que, en un principio, se le antojaba de lo más apacible.

 

Candela se quedó unos minutos en silencio, luego de escuchar la voz de Baléyr nuevamente en su cabeza. Tenía que obtener la habilidad de Oclumancia, más adelante, eso de estar escuchando voces y compartir sus propios pensamientos con ese anciano no le hacía nada de gracia. Además, si el viejo podía penetrar su mente, quizás la Muerte también se viese en la ventajosa posición de probarlo. No, sacudió la cabeza para disipar esas ideas, tendría que poner aún más cuidado y hacer uso de esa fuerza mental que había practicado durante tantos años, bajo la amenaza de Afrodita.

 

Los no muertos en el lago empezaron un barullo de protesta, les impacientaba tener que depender de las acciones de la bruja para obtener lo que querían. Pero la Triviani sólo les miró, con una impasibilidad pocas veces utilizada, y se dirigió a la orilla, con el conejo muerto en sus manos. Mientras avanzaba, realizaba el último cántico para dar por finalizado el ritual. Tenía la impresión de pies pesados y brazos cansados; mas continuó caminando sin reflejarlo en su rostro.

 

― Ahí tienen. ―les dijo y arrojó al conejo desangrado al agua.

 

― Esto no es lo que esperábamos. ―se quejaron.

 

― Yo les ofrecí una vida. Allí la tienen. ―se tomó unos segundos para mostrar su determinación y les dio la espalda para continuar su camino. A su espalda sentía el centenar de murmullos que intentaban convencerla de regresar para hacer un nuevo trato, pero Candela estaba más concentrada en cada paso que daba que en las palabras de los no muertos.

 

A continuación, se adentró en el laberinto, que predecía ser la última parte de aquella singular prueba. De haber sabido que tendría que hacer todo eso, se habría ahorrado algunos pasos e ir directamente a lo que le interesaba, pero estaba segura de que no llegaría allí tan fácil. Sus sospechas se vieron confirmadas ante la aparición, a mitad del laberinto, de un muchacho bastante parecido al que ya había visto anteriormente. Aunque éste parecía más joven y con un aura un poco más aplacada que el que ya había conocido.

 

― ¿Quién eres? ―preguntó, sintiéndose est****a por hacer esa cuestión por enésima vez.

 

En su diestra, la varita se materializó, sólo por las dudas, conforme iba avanzando hacia el muchacho.

 

― ¿Para qué es eso? ―preguntó éste cuando vio el arma mágica de la bruja.

 

La gitana no respondió, si no que se limitó a acercarse más a él. Entrecerró los ojos al dar cuenta de que, el color oscuro de su piel -como había querido creer- se debía a la sangre en la que estaba bañado. ¿Suya o ajena?

 

― Un instrumento. ¿Quién eres? ―preguntó nuevamente la Triviani, fijando los ojos grises en los ambarinos del chico.

 

― Oh, ¿y para qué es ese instrumento?

 

― Para acabar contigo, de ser necesario... ―es que Candela no era muy conocida por su extremada paciencia― ¿¡Quién eres!?

 

El cuerpo del joven pareció estremecerse, pero se recuperó al instante. Estiró una de sus manos hacia su izquierda y allí, en donde daba un giro el camino, se hallaba su propio cuerpo.

 

― Realmente no importa quién soy, sino a dónde voy. O a dónde quería ir, en mi caso. No pude continuar, verás.

 

¿Y qué hacía solo en un laberinto de esos?, quiso preguntar. Pero las palabras se le quedaron atravesadas en la garganta al ver el mal estado en el que se encontraba el cadáver. ¿Cuántos días llevaría? Y hablamos de días, era imposible mantener aún ese tipo de color y poca descomposición si fuese cuestión de semanas. Se arrodilló al lado del cuerpo, cuando terminó por fin de acercarse. Cada paso ya se le hacía eterno.

 

¿Por qué tanta sangre?, quizás un puñal o una bestia con la que se hubiese topado. Pero cuando elevó la vista para hacerle las preguntas que tenía en mente, ya había desaparecido. Otro suspiro, aunque este sólo era producto de su propia decepción.

 

― Así que lo único que querías, era que alguien te encontrase.

 

Candela empezó, entonces, a examinar el cuerpo. Primero las manos, luego los brazos, revisó los pies y las piernas. El contacto con esa piel gélida le producía pequeños escalofríos que intentaba disimular en sus movimientos poco gentiles. La Triviani conocía muy poco de ella, pero se esmeró en no demostrarlo. Abrió la camisa blanca, manchada de un rojo apagado por la sangre ya seca, y continuó con el escrutinio en el abdomen y pecho.

 

Los músculos no parecían presentar irregularidades, más allá de algunos moratones producto de alguna caída. Sacó la daga que llevaba en la faja de su vestido y se preparó para abrir el cuerpo y ver si habría sido víctima de alguna hemorragia interna. Mas se detuvo en el momento en el que notó la particularidad de la boina en su cabeza; devolvió la cuchilla de plata a donde pertenecía y le despojó del gorro que tenía puesto.

 

Ah, pues no había tenido que hacer demasiado. La sangre salía a costras de la boina y tenía el pelo duro por la misma, tuvo que raparlo un poco para descubrir la enorme abertura que tenía en la cabeza.

 

― Tal vez... ―murmuró mientras se incorporaba y empezaba a buscar en el muro del laberinto, un objeto punzante y profundo que haya sido la causa de esa herida.

 

Lo divisó a un par de metros, pero no podía imaginarse una situación en la que su cabeza diera con una de las protuberancias decorativas del laberinto. Quizás se tropezó, pero no había piedra o bache cerca a ese objeto que había quedado manchado de sangre. ¿Huía, corría? Era posible, lo más sensato en realidad, pensar que iba a toda prisa porque estaba alejándose de algo, o de alguien, y se enredase con sus propios pies. Pero, ese algo o alguien, ¿lo dejaría a su suerte luego de que se diese tal golpe? Pero no creía posible tampoco que se desangrase hasta morir, a menos que el golpe le hubiese provocado un traumatismo cerebral que lo llevase a la muerte.

 

Regresó al cuerpo, y se quedó observándolo. No tenía idea de cómo lucía un cerebro sano y uno dañado, pero era la única explicación lógica que podría encontrarle ya que, al cabo de su exhaustivo examen, no encontró señales de apuñalamiento, golpes u otro tipo de lesiones en el cuerpo. Tendría que darle, entonces, un entierro digno. O por lo menos cavar un pozo y sepultarlo allí.

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Pasó sus dedos por su larga barba, mientras se regocijaba (a su manera claro) de la victoria reciente de Candela. En sus años, como Nigromante, había visto pasar a muchos ansiosos de poder, morir si quiera en el lago de los muertos, por haber hecho un trato equivocado. Sin embargo, la Triviani había cumplido. Un poco tarde para la muerte, pero cumplido al fin. Y el sacrificio, correcto. En realidad, todo ritual necesitaba un objetivo exacto y, cruzar la barca para realizar un ritual para cruzar con la barca, generaba un bucle bastante interesante.

 

Gruñó. Le gustaba usar más su inteligencia en los libros.

 

Materializó su vara de cristal, de un color azabache y opaco. Era larga y afilada, brillante ante la luz de la sala del portal. Canalizó levemente su concentración y materializó el anillo de Nigromancia en su mano, que salía de la esencia del anillo original. El poder de la mutabilidad, era lo más imp¿ortante. A diferencia del cambio comunicacional, éste se centraba específicamente en las relaciones de la vida y la muerte. Dicotomía regente y suprema, donde el resto de los conceptos humanos giraban alrededor.

 

Golpeó el suelo con la base de su vara y abrió un portal carmesí.

 

Carraspeó cuando vio la silueta de Candela en la puerta de la sala, en aquella fatídica pirámide. No estaba impresionado. No. Pero, si reconocía el mérito de la Triviani.

 

- Allí está el portal de la habilidad. Recuerda que una vez dentro, si no superas la prueba, no podrás volver a intentarlo ¿de acuerdo?

 

Caminó hacia donde estaba su alumna y le entregó el anillo.

 

- Allí podré ver tus acciones, pero, estarás sola.

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Candela había cumplido con ese recuerdo humano que tenía de sí misma, el haberle brindado sepultura a ese joven, le hizo recordar lo que hacía muchos años había llevado a cabo también, para otro cuerpo. Recordó que alguna vez fue madre y tuvo que enterrar un hijo, recordó también uno de los viejos dichos muggles ("En tiempos de guerra, los padres entierran a sus hijos"). Pero no lo comprendió sino hasta ese momento, en el que contempló el cuerpecillo inerte de Byron, su hijo, a sus pies.

 

Había recibido el anillo que Baléyr le entregó y se lo colocó en el dedo medio izquierdo. Dudó apenas un momento en cruzar el portal que se abrió a su paso y, antes de ingresar, le dedicó una furtiva mirada al anciano.

 

― Si no supero esta prueba, ―le dijo― tal vez no pueda regresar, no creo que haya nada que intentar entonces. ―y entró.

 

Quizás Baleýr tendría el poder de sacarla de allí, de a donde se estaba internando, pero si era sacada por él, si era salvada por aquel viejo, ¿cómo quedaría su orgullo? Ella, que se había entregado a la muerte un centenar de veces y había regresado con la victoria en la mano. Su condición de demonio le había llevado a hacer muchas cosas de las que, probablemente, su "yo mortal" del pasado se hubiese arrepentido. Candela había perdido todo vestigio de humanidad en todos esos viajes. Y, aunque en otros tiempos recordaba anhelar su condición humana, ahora no era más que un puente para esta vida y la siguiente.

 

 

*******

 

>

Una consciencia culpable y otra expectante. A la espera de más miembros mutilados y cabezas cercenadas. ¿Dónde estaban los guardianes de la luz cuando debían hacer su trabajo? Escondidos. Proteger jamás fue una tarea fácil para nadie, y mucho menos cuando te das cuenta de que luchas no sólo con un único enemigo, o miles, sino también contra aquellos a quienes intentas proteger. La Triviani había aceptado ese desdichado destino y era la principal razón por la que había cortado lazos de todo tipo con quienes conocía.

― Quizás... ―en su interior resonó una frase amenazante, pero ella ya había tomado una decisión. En su pecho nació un gruñido y lo reprimió apenas tomó el control de sí misma. Sus ojos mercurio recorrieron con ansia el paisaje sangriento que la rodeaba y no pudo evitar sonreír, sonreía con malévola satisfacción.

Un mar de cadáveres se extendía a lo largo y ancho de sus pies, entre todos ellos se encontraba el cuerpo de Byron, con los párpados cerrados y las manitas extendidas hacia su madre. Y sin encontrar una razón, realmente, aceptable, no pudo evitar que las lágrimas escapasen de sus ojos una vez más. Parecía un dolor ajeno, aquello con lo que había soñado alguna vez y perdió a causa de una maldición provocada por su propia madre. Un sueño que, aún al día de hoy, en sus peores pesadillas, revivía una y otra vez.

 

La obra de Artemisa -la diosa que había lanzado la maldición a las generaciones después de Aland- se había llevado a cabo, tomó posesión del cuerpo de la gitana apenas hubo cruzado el portal y no parecía estar dispuesta a liberarla. Candela reconoció el poder, y lo disfrutó. Contempló sus manos con adoración y probó una vez más la sangre que escurría entre sus dedos; los súbditos de aquella mortal divinidad, sus súbditos, cobraron el momento de impaciencia del que la bruja fue presa; aquellas criaturas, deformes y llenas de pústulas, ofrecieron una dura lucha, pero no podían comparársele.

¡Ah, el poder de quien lideró a los oscuros! Artemisa estaba en su gloria, no sólo era su poder el que recorría cada centímetro de su cuerpo. También era el poder de una bruja de ancestros y familiares, todos ellos, con gran poder. La exquisitez de su sangre, la carne... >

― ¿Qué clase de dios es aquel que no logra encontrar a quien quiere? El mundo no sirve de nada en tus manos, ¿eh? ―la Triviani sólo intentaba distraerla, ganar un poco tiempo. Mientras descubría la daga de plata, con la que una vez ya la había encerrado.

― ¡Cierra la boca! ¡Esa sucia rata sabe esconderse bastante bien! Es una lástima que no le hayas heredado eso.

Otro gruñido.

La risa histérica de Artemisa se hizo escuchar en aquel desierto de vida, lo único existente eran esas dos voces; una de ellas con una nota de martirio y la otra victoriosa.

― Quizás si lo hice... ―la gitana largó un suspiro.

Se sonrió a sí misma. Probablemente estaba jugando con su propio destino, y quizás no pudiese haber un nuevo regreso. Tal vez el Arcano estaría esperándola a ella y en su lugar sería otro demonio quien saliese al mundo de los vivos. Debía intentarlo. Obligó a sus ojos poseídos a ver el cuerpecito de su niño hundiéndose entre los otros que profanaban su inocencia, su pureza. No merecían siquiera estar cerca a él y, sin embargo, ya no podía hacer nada.

 

― No tocarás nada más... He terminado.

Dirigió sus pupilas una vez más hacia el montículo cadavérico, era cuestión de tiempo. De todos modos, quizás ellos se encargarían de matarla también. Un suicidio sonaba a buena idea. Así se aseguraría de retrasar al ente que la poseía, de trabarle el camino que ansiaba recorrer.

 

Se acordó de sus propias palabras, dedicadas a Baléyr, antes de cruzar el portal, y le pareció tan irónico el vaticinio que había hecho en ese momento. Sonrió y hundió la daga en su propio pecho.

 

Con una mano recorrió el filo de la hoja de un cuchillo que el otro ser no vio. No era su cuerpo, no podía sentirlo. Su corazón, casi marchito, apenas latía y con cada latido se iba en un suspiro su vida.

Su débil risa resonó en sus oídos al comprobar la desesperación de su poseedora. Los cuerpos descuartizados empezaron a levantarse, todos y cada uno de ellos reclamaban venganza hacia la invasora. Ansiaban un cuerpo también. Todos, menos uno. Byron no clamaba venganza, ¿cómo podría pedirla si nunca se enteró de lo que pasaba? No cabía rencor en ese corazoncito suyo, no podría.

¿Y cuántas veces debía ella morir? Las necesarias, sólo para deshacerse de Artemisa. Ella necesitaba poseerla, y la Triviani debía ser poseída; pero para hacerlo, debían encontrarse en el mundo espectral al que Baléyr la había enviado, lleno de sombras. Allí sólo existía el poder de alguien (o algo) mucho más grande que la propia diosa que la sentenció. Y, aunque le costó su sacrificio, lo había conseguido.

― Hemos terminado... ―susurró sonriente.

Y su pulso desapareció.

 

 

*******

 

Despertó con la piel afiebrada y los delirios constantes. Se encontraba tirada a mitad de unas escaleras en cuyo pie se encontraba un mar de huesos humanos. El aire destilaba muerte y la penumbra lo hacía ver mucho más macabro de lo que realmente se sentía.

 

Aunque Candela sólo sentía cómo le ardía el pecho por la herida viva que tenía, estaba perdiendo sangre a cantidades abismales y debía actuar rápidamente si no quería ser un cuerpo inerte convertido en huesos, como todo lo que la rodeaba en ese momento. Usó el amuleto de Curación, que había llevado consigo, y cerró sus heridas. Sólo restaba una cosa por hacer.

 

― Uhm... ―dirigió la vista hacia arriba, pero no pasó nada.

 

Estaba segura de que había despertado realmente por el dolor, pero casi hubiese jurado que se trataba de una alucinación y, quizás, había muerto realmente con el ente que había querido doblegarla. Hasta el momento justo, en el que el portal se abrió una vez más...

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~ Mosquito ~          Ianello 

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Baléyr murmuró para sí mismo alguna cosa sin sentido. Tenía las reglas claras de que no podía entrometerse con la prueba de la Triviani. Sólo podía estar expectante a lo que ella pudiera decir, o hacer. Pensar, capaz, sobre la realidad de la misma prueba. A veces, eran todos juegos mentales, a veces la misma magia de la pirámide doblegaba las leyes de la realidad.

 

Y así, es como estaba parado sin decir nada, acariciando su barba.

 

Aquellos que buscaban la Nigromancia, necesitaban estar en conocimiento que podían tener más poder del que ostentaban. La posibilidad era lo que se obtenía con la habilidad. El precio, la pérdida de huamnidad. Es más, Baléyr era prueba de ello. Una persona, qué aun planteándole pelea a la muerte misma, tomándola como amiga, estaba golpeado por la misma habilidad.

 

Sus ojos se entrecerraron al ver el portar de la prueba brillar con cierta intensidad tétrica. La muerte estaba reaccionando.

 

Capaz, reconociendo a un nuevo nigromante.

 

Candela salió por el mismo portal. Baléyr sintió un poco de orgullo.

 

- Felicidades.

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