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Prueba de Metamorfomagia #7


Amara Majlis
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Negro o no, pelo rizado o no, hombre o mujer... Estaba enfadada. Enfadado. No entendía cómo aquella gente era capaz de abandonar a alguien allá sólo porque se hubiera hecho daño en un pie. ¿Es que no sentían compasión? Corrí hacia ellos y noté cómo mis pies descalzos eran útiles, muy útiles. No era el ir descalzo por el placer de sentir el fresquito del suelo o el rocío del césped, como solía hacer yo por las mañanas. Era el tener los pies preparados para la rudeza del suelo y poder correr como si el suelo se acoplara (o al revés) al pie que le pisaba. Mis brazos acompañaban el movimiento de carrera y me sorprendía que el color moreno tan oscuro pareciera tan natural cuando mi piel era rosada. Llegué hasta ella y flexioné las rodillas para ayudar a levantarse. Se opuso.

 

Levanté la mirada hacia el grupo que se iba, sin mirar atrás.

 

-- ¡Eh, vosotros! -- No sonó muy a Babila, intenté recordar el tono de su voz. ¿Eso no era innato en la Metamorfomagia? Parecía que no... Así que, para disfrazarme, debería estudiar mejor todo lo que rodeaba a quien imitaba. -- ¿Es qué vais a dejarla aquí, con lo peligrosa que era esta zona?

 

Tan metida estaba en mi papel que no me cuestioné qué hacían allá, junto a la Pirámide. Sólo me movía el enfado.

 

-- Es un estorbo, chico. -- Contestó uno de los hombres del grupo. ¿Era un chico? Ay, lo que daría por un espejo para verme, en mi cabeza sólo podía imaginarme a una Sagitas semejante a Babila.

 

-- ¿Y morir aquí no es peor? -- les grité. La muchacha volvió a hacer un gesto para apartarme.

 

-- Tienen razón. Tienen más posibilidad de sobrevivir si yo no les acompaño. Mientras las fieras me atrapen, ellos podrás vivir y volver al poblado.

 

Parpadeé, algo confusa. ¿Qué...? Ese tipo de pensamiento no era el que yo entendía. O tal vez sí... El sacrificio por el Bien Común... Sólo que para mí, un bien común no era dejar que una mujer se sacrificara para salvar al grupo. Entendía lo que decían, eso sí. Era algo que me estaba enseñando la Metamorfomagia: conocer el origen social de las personas y entender su idiosincrasia; las costumbres sociales varían según los grupos de individuos.

 

-- ¿No tienes miedo de morir?

 

-- Sí pero es mejor morir uno que morir cinco.

 

Cierto. Me levanté. Miré hacia la Pirámide. Tenía que ir al encuentro de la Arcana. ¿Lo habría conseguido Nathan? Di un paso hacia atrás, aceptando la situación. Después fruncí el ceño.

 

-- Y un cuerno de Erumpent puedo aceptar una muerte innecesaria. ¿Es que no sabéis trabajar en grupo para sobrevivir sin que alguien tenga que morir? A la larga, el grupo se reducirá en cada incidente que os ocurra y puede que lleguéis al poblado siendo dos, o uno, o ninguno... ¿Eso es preferible?

 

Sé que hablaba mi mente occidental y mi espíritu fenixiano. Entendía el sacrificio por el grupo pero aquello no era correcto. No. Tenían que ayudarse, el sacrificio debería ser usado sólo cuando era inevitable y así salvar al resto de compañeros. Pero no era el caso.

 

-- Pero ella no camina. Si cargamos con ella, nos retrasará, estaremos a expensas de las criaturas que nos ataquen.

 

-- Pues hacer que camine por sí sola y sólo ir un poco más despacio. Ella en el centro del grupo y los fuertes fuera, protegiendo, preparadas vuestras armas -- señalé sus lanzas y cuchillos cortos. -- Tardaréis un poco más pero todos aprenderéis a trabajar en conjunto y favorecer a los débiles. Nunca se sabe cuándo el débil puedes ser tú y necesitar de la ayuda de tu compañero.

 

Era curioso que mi alma de sacerdotisa perdurara bajo aquel cuerpo masculino. Algo más que me enseñaba la Metamorfomagia: yo era yo, fuera como fuera mi cuerpo exterior, no debía olvidarlo nunca.

 

Le pedí un cuchillo a uno de ellos. La verdad es que creo que me creían loco pero me dejaron hacer. Tal vez les había tocado un poco el orgullo o tal vez pensaran que si acababa pronto, me iría y ellos podrían hacer lo mismo. La cuestión es que en poco tiempo conseguí varios trozos de corteza de sauce que fue cortando de madera que se adaptaran a la forma de la pierna, el tobillo y parte del pie. Si hubiera tenido mis anillos, estaba segura que podría haberla curado sin necesidad de usar el ingenio. Pero aquella gente necesitaba despertarlo y tal vez mirándome aprenderían algo nuevo que aportar al poblado cuando llegaran a casa.

 

Me adentré un poco para que no me vieran cómo hacía crecer lianas a mi alrededor. Salí enseguida con ellas y las mostré, como si las hubiera arrancado de algún árbol. El grupo se acuclilló a mi lado mientras iba colocando las cortezas de árbol y las sujetaba con firmeza con las lianas. Sonreí al recordar algo de Herbología:

 

-- Toma, mastica un poco del interior de esta corteza. Es sedante. Te dolerá menos.-- A falta de un Episkey o un Ibuprofeno, no estaba nada mal...

 

Al final, no tardé tanto y dejé un vendaje improvisado de lianas del que sólo sobresalían los dedos de los pies. Llegaba hasta casi la rodilla. Esperaba que fuera fuerte. Extendí las dos manos para ayudarla a levantarse. Observé que mis uñas empezaban a clarear y a estar manicuradas. Cerré los ojos y me esforcé para no cambiar ahora. No estaba segura de que fueran un poblado caníbal, ni se me había ocurrido eso mientras les ayudaba.

 

-- A ver, en pie. Apóyate con cuidado sobre esa pierna... Si pudiera ponerte una muleta... Ya sé, apóyate a la vez en esta lanza y camina, poco a poco... Así.... Bien...

 

Sonreí. Me sentía contenta, muy contenta al notar que, aunque lenta, no ponía cara de dolor y le permitiría seguir el paso. Enarqué una ceja con un gesto de autosuficiencia, sintiéndome importante.

 

De repente, una nubosidad rodeó al grupo que se alejaba y desapareció, como si no hubiera existido. Miré mis manos. Blancas róseas. ¿Es que así acababa mi prueba? ¿La había superado? Eso me lo diría Amara así que di la espalda a la nube de vapor y me dirigí hacia la Pirámide. Llegué hasta la Puerta de las Siete Habilidades, ya muy conocida por mí por las veces que había pasado entre ellas.

 

Nathan estaba allá, con la Arcana. Miré atrás y sentí que debía preguntarlo.

 

-- ¿Eran reales?

 

Miré los pergaminos que llevaba en las manos y supuse que eran las normas para cruzar el Portal de la Habilidad. Estuve a punto de decirle que yo quería hacer la prueba, contestando por Nathan. Pero era de mala educación entrometerme y aún necesitaba saber si ella me consideraba apta para realizar la prueba. "Humildad, Sagitas", me dije a mí misma, para evitar lanzarme hacia el Portal. Me sentía eufórica por la manera que había entablillado a la muchacha y me daba la sensación de que podía comerme el mundo y que las pruebas finales no me amilanarían. Pero también tenía la suficiente experiencia como para saber que todo podía ser peor, mucho peor. Podía esperar cualquier cosa allá dentro. Así que decidí ser prudente.

 

-- Hola a los dos, por cierto.

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Apenas podía quitar la vista de la enorme puerta de la habilidad de Metamorfomagia; para entonces, estando transitando su cuarta habilidad, le era más que evidente que aquellas experiencias nunca le dejarían de resultar fascinantes. Cada habilidad era distinta, pero también lo era cada prueba y cada portal, a pesar de teóricamente valerse de los mismos recursos. Nathan apartó la mirada de la puerta para mirar a la Arcana quien le sonrió, inspirándole una seguridad que el mismo no hubiese sido capaz de convocar, y luego tomó el anillo de la habilidad que se había materializado en la mano de la mujer.

 

Se colocó el anillo y asintió ligeramente, aceptando en reto y disponiéndose a cruzar la puerta. Sintió un ruido a sus espaldas y volteó el rostro para encontrarse con Sagitas, a quien saludó con una sonrisa y un asentimiento, para luego avanzar con decisión y zambullirse rápidamente en el portal. Una vorágine de luces y colores lo rodeó por unos cuantos segundos, a tal vertiginosidad que el Weasley se vio obligado a cerrar los ojos para evitar el vértigo que aquella travesía le provocaba siempre. Momentos más tarde sintió sus pies entrar en contacto con la tierra y aterrizó con tan poca gracia que no pudo evitar caer de rodillas, algo mareado.

 

Por un momento, no sintió nada. Luego vino el frío. Sintió su piel desnuda arder por la baja temperatura, quejándose ante el contraste entre la relativamente elevada temperatura de su medio interno contra el hielo del ambiente. Sintió el frío húmedo de sus pantalones, sobretodo en el punto de contacto con el suelo, y sintió por último sus zapatillas de tela humedecerse. Abrió los ojos, y un resplandor blanco lo atormentó de todas partes, obligandolo a entrecerrar los ojos. Con la pequeña línea que dibujaba entre sus párpados contraídos, logró ver que se encontraba en lo más alto de la montaña y que a su alrededor no había otra cosa que nieve.

 

El sol lo supervisaba desde lo alto y sus rayos incidían contra la nieve, reflejándose sin mayores obstáculos y dificultándole al Weasley la vista. De a poco se fue acostumbrando a la luz, y trató de ponerse de pie pero la nieve no brindaba un punto de apoyo lo suficientemente bueno. Su nariz estaba helada, y el frío viento no hacía sino poner sus dientes a castañear a un ritmo frenético. Sin varita, no podía invocar algo de ropa que lo salvase de la situación, por lo que no le quedaría otra que cambiar aquello que le hacía vulnerable.

 

Apenas se concentró en su propósito, una corriente de electricidad recorrió su cuerpo desde la punta de sus pies hasta el lóbulo de sus orejas. Posteriormente, sintió un cosquilleo y como si alguien estuviese estirándole la piel, y de a poco fue percibiendo cada vez menos la sensación de frío contra su piel. ¿Es que en verdad estaba funcionando? ¿En verdad su piel se estaba volviendo inmune a la baja temperatura? En efecto, para cuando abrió los ojos, su piel ya no era el color crema de siempre sino que estaba teñida de un blanco intenso y, aún más importantemente, de ella salía un largo pelaje del mismo color. Había reemplazado su propia piel por la de un oso de esos que viven en climas extremadamente fríos.

 

Sonrió satisfecho en cuanto sintió que el portal estaba comenzando a cambiar la escena... al parecer lo había hecho bien.

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  • 2 semanas más tarde...

Una sensación de alivio recorrió todo el cuerpo de Amara. El sentimiento altruista de Sagitas se sentía en la Arcana. Y eso la conmovía. Impresionada por el uso de la habilidad, además. Pero, también veía la ansiedad de la Warlock. Luego de ver como Nathan entraba en el portal, se giró, moviendo sus cabellos cobrizos. Fue a darle un leve abrazo a Sagitas, esperando que aquel impulso que había tenido no le incomodara a la bruja londinense.

 

Tomó una distancia prudente. Seguramente su alumna estaba algo confundida. Le tomó, luego, las dos manos.

-Eran tan reales como tú magia. Seguramente le has cambiado la vida a alguien.

Movió la mano sobre la palma de la de ella, dejándole el anillo de la habilidad, que salía del original. Aquel, anillo, que concentraba los poderes de la Metamorfomagia, era la clave necesaria para poder pasar la prueba. La esencia permanente en un contexto de cambio era la clave para enfrentar la próxima experiencia. Encontrar, lo que unía todas las diferencias.

-El anillo te ayudará en tu prueba. Espero que sepas que ni bien entres, si no acabas la prueba no tendrás otra oportunidad.

Le soltó las manos a Sagitas y caminó con ella hasta el portal. Resplandecía con fuerza, alimentada por la voluntad de Amara. Enseñar la habilidad era una forma de retribuir a su viejo maestro. Ver que esta se usaría para el bien, complacía sus ganas de cambiar el mundo. Habían pasado años, pero seguía con los mismos ideales sociales. Después de todo, si nadie hacia nada ¿cómo se lograban los cambios?

 

-Estaré con ustedes y a la vez, no. Mucho éxito.

 

Mientras la Potter Black comenzaba su prueba de metamorfomagia. Ella miraba la tundra blanca y fría en la que el joven mago de cabellera castaña que en ese momento era azabache había elegido llevar a cabo para finalizar su prueba y poder vincularse. Le sorprendía las elecciones de cada uno de los jóvenes que habían pasado por aquel lugar, cada uno más osado que el anterior. Así que se imaginaba que la mujer de cabellos purpura lo haría un poco más osado que su compañero.

Editado por Amara Majlis
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Soy muy payasa y cordial pero no me esperaba el abrazo de la Arcana. Creo que era la primera vez que uno de ellos me abrazaba así (bueno, una vez el Uzza Badru me agarró de forma parecido pero creo que era para matarme) y me sorprendió su reacción. Eso hizo que me ruborizara. No me esperaba que ella dijera que le había cambiado la vida a alguien. Fruncí los labios en un gesto nervioso. Yo suelo hacer las cosas así, como me salen, sin pensar mucho en ellas. ¿Le podría haber cambiado la vida a aquella muchacha, a la tribu entera, con mi gesto de protección?

 

-- Creo que hice lo que debía hacer -- dije, muy bajito, mientras me estiraba la manga de mi chaqueta. Por algún motivo, mi traje había dejado de ser vegetal y volvía a tener la ropa que había perdido al inicio de los obstácul0s, en mi carrera por llegar a la pirámide. -- Hem... Oh, gracias.

 

Sí, una tontera decir eso cuando ella me había entregado el anillo de postulante a la Habilidad. Sin este aro sería incapaz de entrar en la Prueba y, también sin él, no podría verme. Sí, lo sabía de las otras habilidades; debía ponérmelo y pasar el Gran Portal, por el que ya había desaparecido mi compañero de bando.

 

-- ¿Sabe a qué me puedo enfrentar ahí dentro? -- sé que no es un tema con el que conversar justo cuando me acababa de entregar el anillo. No quería que pensara que dudaba. -- Quiero decir, quiero hacer la Prueba, pero he pasado ya tantas pruebas diferentes que pensé que, tal vez, usted supiera qué puede suceder. Sólo para estar preparada.

 

Me arrepentí enseguida de decir eso puesto que si no me consideraba preparada, no me dejaría cruzar. Así que casi corrí y la saludé con un simple "Adiós" mientras saltaba al interior. Ella ya había hecho bastante acompañándome hasta el Portal. Cuando este se cerró, alcancé a oír el deseo de éxito que me brindaba Amara.

 

Suspiré. Una vez más allá, en aquella especie de limbo blanco sin definir. El Portal se tomaba su tiempo para decidir cómo iba a demostrar que podría vincularme al anillo. Volví a tomar aliento y, al soltarlo, caí de bruces contra un asiento.

 

-- ¡Demonios! -- grité, al ver aparecer a tanta gente delante de mí y a mi alrededor. El ruido era fuerte, las luces eran artificiales, el olor era claramente de un grupo de gente que vuelve de sus jornada laboral. El balanceo me indicó que estaba en... -- ¡El Metro!

 

Esto era nuevo. Era la primera vez que hacía una prueba en un lugar tan concurrido. ¿Por qué en el Subterráneo? Allá no podía transformarme. "Uffff", solté demasiado alto. El vecino de al lado levantó la vista de su libro, me dio un vistazo rápido y volvió a sumergirse en la lectura de una revista. Pasaron como diez minutos en los que las puertas se abrieron y gente bajaba y gente subía. Empezaba a aburrirme. ¿Qué demonios se suponía que debía hacer? De repente, las luces se apagaron y el metro frenó con total violencia. Ni tiempo de agarrarme a nada, salté por los aires y choqué contra mis compañeros de viaje. Gritos y estática; la luz no volvió y sólo alguna luz amarillenta me mostró el estado del tren.

 

Habíamos tenido un accidente.

 

Enseguida alguien se ocupó de sacar a los que no estaban heridos. Yo aún no había dicho ni una palabra, estaba conmocionada. ¿Para qué necesitaba estar en un tren que volcaba? ¿Es qué el Portal quería matarme? Me tocaron los brazos, comprobaron que estaba ilesa y me indicaron que saliera fuera del tren. Allá había gente que se hacía cargo de los heridos y de los que salían. Seguía en silencio al grupo cuando algo rozó mi tobillo derecho.

 

-- Mariam...

 

Respingué. Era la mano de un muchacho. La luz tenue y amarillenta no amortiguaba su mal estado. Atrapado entre un amasijo de hierros, noté como su vida escapaba en cada palabra que soltaba.

 

-- No hable -- dije, al fin, acercándome a él. -- Enseguida vendrán a sacarle.

 

Uno de los hombres de salvamento le dirigió un vistazo y negó con la cabeza. Se fue hacia otro herido. Entendí enseguida. No merecía la pena salvarle. Apreté los labios con fuerza y maldije no tener mi varita ni mis cachivaches de los libros. ¡Hubiera podido sacarle de allá! ¡Hubiera podido sanarlo!

 

-- Mariam...

 

Me tumbé a su lado y le di la mano.

 

-- Yo no soy Mariam. Yo... No hable.

 

El muchacho era joven. Demasiado joven... Alzó la otra mano y me mostró un 'parato. Reconocí que era eso que los muggles llamaban móvil. En la pantalla rota, vislumbré la cara de una joven con características góticas: pelo negro, cejas muy marcadas en negro, cara blanca, labios rojo sangre...

 

-- Mariam... Te quiero... Dime que... me quie... res...

 

Parpadeé, confusa. El muchacho se moría. Miré a los lados. La oscuridad era parcial pero nadie se fijaba en nosotros. Supongo que después, cuando evacuaran el tren de la estación, sacarían los cadáveres que hubieran por allá tirados. Agarré su mano con más fuerza y, sin saber cómo (todo me sale de forma natural cuando no pienso), mis dedos eran más largos, pálidos y con uñas pintadas en negro. Noté el escozor de unos cabellos que crecían y, aunque no los vi, supe enseguida que eran negros. Mi cara se estiró y noté como mis dientes se torcían un poco, imitando aquel rostro que apenas había visto unos segundos en el móvil.

 

-- Te quiero. Ahora descansa.

 

Agarré ahora con las dos manos y le acaricié la piel, despacito. Apenas le veía entre los hierros, estiró un poco el cuello y me sonrió. Murió así, con una sonrisa en los labios. Me puse a llorar hasta que sentí una voz que me incitaba a salir del metro destrozado y me obligaba a seguirle. Caminé por inercia, pensando en lo cruel que había sido aquel Portal conmigo o lo compasivo que había sido con el muchacho. Cuando avancé hacia la luz de la salida del túnel, las vías desaparecieron, la gente desapareció y volví a estar en aquel limbo blanco del principio.

 

Me senté en el suelo, apoyando la cabeza entre las piernas, observando la sangre que aún perduraba en mis dos manos.

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La oscuridad lo envolvió de forma tan abrumadora que, por unos segundos, le faltó el aire: la incertidumbre y el miedo eran tan grandes que su respiración se agitó y su pulso se volvió irregular y rápido. En respuesta a la oscuridad, sus pupilas se dilataron y sus oídos se agudizaron, su cuerpo entero se preparó para luchar. El Weasley tanteó la oscuridad con sus manos, buscando tocar algo con lo que sostenerse mientras recuperaba el aliento: no había nada allí, sus manos temblaban cada vez más y ahora podía sentir su corazón golpear intensamente contra su pecho.

 

Dio un paso hacia adelante, temeroso, y comprobó la firmeza y estabilidad de la tierra bajo él. Podía oler tierra mojada. Se animó a dar otro paso, luego otro, y luego otro. Aquello le confirió, extrañamente, una cierta tranquilidad: con cada paso, su respiración se volvía más certera y menos temblorosa y su pulso se hacía más regular. Paulatinamente, su corazón dejaba de operar bajo la consciencia y se relegaba nuevamente a la insensibilidad. ¿A dónde terminaría aquél camino? No tenía ni idea, pero el estar haciendo algo era lo único que necesitaba.

 

¿Qué era eso? Creyó ver algo en la lejanía, más parpadeó y ya no había nada. Unos momentos después, volvió a aparecer, esta vez para quedarse. Un resplandor rojizo, que se intermitía con un naranja intenso, brillaba a unos cien metros al final del túnel. Aceleró el paso, oyendo sus pasos contra la tierra retumbar en las paredes de posición inexistente, hasta que gradualmente la luz se volvió más grande y nítida y en cuestión de momentos percibió el calor de las llamas contra su rostro. Se entretuvo unos segundos contemplando la luz danzar frente a sus ojos, hasta que por la comisura de su vista algo le llamó la atención.

 

Una estatua de piedra maciza color arena descansaba junto a una de las paredes laterales. La misma tenía la forma de una especie de leona, que descansaba enseñándole a quien estuviese en frente una de sus garras, apoyada contra un pedestal del mismo material que la elevaba unos cuantos metros sobre el aire. En cuanto el Weasley clavó su mirada sobre la misma, esta cobró vida y se irguió sobre sus cuartos traseros. Nathan, intimidado ante su enormidad, retrocedió unos pasos hasta chocarse contra la pared opuesta.

 

- Bienvenido, forastero. Ha llegado a la única salida que este túnel posee. - habló la estatua, por una abertura cerca de su hocico.

 

- ¿Ajá... y, dónde está esa salida? - inquirió Nathan, curioso, mirando la habitación en busca de una puerta o algo por el estilo.

 

- Está bloqueada. Sólo ciertas personas pueden desbloquearlas, personas que están en una lista. Tu no estás en dicha lista, por lo que no puedes pasar.

 

- ¿Y cómo salgo entonces de este túnel?

 

- No puedes.

 

- Emmm... ¿y podrías decirme quién está en esa lista?

 

- Está en la pared junto a ti.

 

Nathan miró a su derecha y, en efecto, allí había una especie de placa de madera que rezaba con letras doradas una larga lista de nombres. Recorrió con la mirada y su dedo índice aquellos quienes estaban allí, buscando algún nombre que le llamase la atención. Había llegado casi a los últimos diez nombres cuando encontró uno que conocía a la perfección: Gilderoy Lockhart. Nathan arqueó las cejas, curioso de cómo había llegado ese nombre a aquella lista, más sonrió pícaro al haber encontrado la respuesta que necesitaba a su problema.

 

El Weasley imaginó en su mente al reconocido autor de varios libros quien, más de dos décadas atrás, había perdido el juicio para echar por la borda toda su carrera. Nathan conocía muy bien a Gilderoy, siendo que su madre había sido una ávida fanática del mismo y lo había llevado (cuando él tenía apenas diez años aproximadamente) a varias entrevistas y firmas de autógrafos. Cerró los ojos y se concentró en recordar, con el mayor detalle posible, a aquel mago de cabellos rubios y ojos claros, alto, con una sonrisa cuasi-perfecta y una delgadez casi extrema.

 

De un momento a otro, no solo cambió su apariencia física, sino que también había cambiado su vestimenta por unos pantalones y un largo saco color mostaza, a juego con una camisa de mangas largas de color gris y unos zapatos de vestir negros. Se acercó un poco más a la estatua, enseñando su nueva figura valiéndose de la luz del fuego, para luego esperar una reacción de parte de la misma. Cruzó los dedos de ambas manos mientras esperaba, y solo volvió a respirar en cuanto la leona le contestó:

 

- Bienvenido, señor Lockhart. Pase usted. - una compuerta se abrió a un lado de la estatua - ¿Por casualidad no ha visto a un muchacho por aquí, de un momento a otro desapareció?

 

- No he visto nada, no. Muchas gracias. - contestó, sonriente, "Gilderoy" y se aventuró por la puerta trampa.

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Majlis esperó pacientemente que alguno de sus pupilos saliera del portal, estaba segura que tanto para el portal como para ella ambos londinenses habían pasado con creces la habilidad. Al primero que esperaba ver salir, era al joven Weasley, al cual no tuvo que esperar por mucho tiempo ya que este salió algunos minutos después de que la Potter Black realizará su prueba final.

Nathan Weasley, puedes tomar tu varita y más artículos que hayas dejado, por favor.

La Arcana le acercó el pequeño cesto que contenía todas las cosas que ambos magos habían dejado cuando empezaron a hacer las pruebas para adquirir la habilidad en el lugar. Se quedó callada por varios minutos y entre ese silencio tan sepulcral Sagitas había salido del portal para quedar frente a ella. Al igual que al joven castaño a la pelivioleta le indico que tomara sus pertenencias del cesto.

Sagitas Potter Black, puedes tomar tus pertenencias, por favor.

Cuando ambos tenían sus pertenencias en sus manos, Amara les dedico una sonrisa y les tomo la mano a cada uno mientras los miraba orgullosa de lo que ellos habían logrado durante sus pruebas, cada uno había demostrado su buena voluntad y su gran corazón.

Felicidades, espero verles pronto fuera de este lugar, mi cabaña tiene las puertas abiertas para todos los quieran ir a tomar el té.

La mujer de avanzada edad soltó las manos de los miembros de la comunidad londinense y esperó a que cada uno se alejara de aquel lugar ya con el anillo de metamorfomagia vinculado a ellos. Ahora solo quedaba comunicar a dirección que había un par de metamorfomagos más en la comunidad londinense.

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