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Prueba de Oclumancia #13


Aailyah Sauda
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La suave luz del amanecer iluminaba casi de forma perezosa la superficie del lago que separaba a la arcana de la isla en cuyo centro se encontraba la Gran Pirámide que custodiaba el Portal de las Siete Puertas. Ya había perdido la cuenta de cuántas veces había visitado aquel lugar y durante cuánto tiempo lo había hecho. Lo que más variaba era la compañía con la que lo hacía. Había visto pasar por aquel lugar a decenas de aspirantes a oclumantes que, casi en su totalidad, habían salido con el anillo de habilidad en sus manos ligados para siempre de forma indirecta a ella misma. A veces le gustaba concentrarse en su anillo de la Oclumancia para sentir de forma sutil la presencia de todos aquellos oclumentes que ella había entrenado, se sentía satisfecha de los progresos que aquellos jóvenes magos habían hecho en pocas semanas.

 

En aquella ocasión acompañaría a Keaton Ravenclaw, y sabía que su destino sería bastante similar al del resto de alumnos que habían ido hasta aquel sitio con ella. Preparó lo que debía encontrar cuando llegara y luego desapareció de la orilla del lago; ella le esperaría en el interior de la Pirámide.

 

En cuanto Keaton llegara, encontraría en la orilla un poste de madera al que había atada una barquilla, la que debería usar para cruzar el lago. Junto al poste había una cesta con una nota en la que le explicaba que debía dejar todas sus pertenencias mágicas (varita, amuletos, anillos) atrás; no los necesitaría de ahora en adelante. La barca, con dos remos en su interior, era la primera prueba del camino para alcanzar el Portal, en la que debía demostrar su fortaleza física. Quizás para el chico no supusiera ningún problema, pero muchos magos descuidaban precisamente ese aspecto al darle más importancia a sus varitas que a otro tipo de facultades: Sauda cuidaba de cada detalle.

 

Cuando alcanzara la otra orilla, una suave brisa con toxinas mágicas envolvería al joven aspirante para disuadirle de la idea de realizar la prueba de Oclumancia. Ahí comenzaría su tarea mental: debía rechazar aquella idea protegiendo su mente para no dejarse vencer por aquella idea. Un poco más adelante, cuando se internara en el bosque, un montón de piedras le bloquearía el camino sin ninguna alternativa que no conllevase superar aquel obstáculo. ¿Cómo lo haría? Escalar, desarmar la pared de piedras... dependía de él el modo.

 

Tras la pared de rocas le aguardaba la pirámide. Si llegaba hasta allí, solo le quedaría entrar y superar la última prueba antes del Portal: la magia del lugar crearía una imagen perfecta del ser más querido de Keaton para convencerle de que debía abandonar la idea de obtener la habilidad oclumántica. Si conseguía controlar su mente para que la imagen desapareciera, Sauda le aguardaría al final de ese camino para darle las instrucciones que le llevarían a la verdadera Prueba de Habilidad.

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El alba... ¿Por qué diantres todas sus pruebas de habilidad comenzaban en eso punto del día? Era de la más tedioso, Keaton no era un hombre que soliera pararse temprano, de hecho, mucho de lo que Emmet le recriminaba en el Concilio era precisamente que siempre llegaba después del mediodía a sus labores en la Logia... Era un mal, por así decirlo, que sólo podía romperse cuando algo de verdad valía la pena su esfuerzo de levantarse temprano, y esa era, precisamente, la prueba para vincularse con el Anillo de la Oclumancia. Sonrió, porque por tercera vez, estaba en aquel lugar para poder presentarse a una prueba más. Metamorfomagia había sido la más sencilla, pero Animagia... Suluk se la había puesto difícil.

 

—Bueno, igual no creo que sirva demasiado recordar aquellas pruebas, solo tal vez que son procesos que debemos de cubrir para poder obtener la vinculación... Oclumancia puede convertirse en la más difícil —Musitó para él mientras.

 

Al llegar pues a la orilla del lago, se encontró atada en un pisto una pequeña barcaza además de una cesta con una nota. Era obvio, en esa pruebas sólo contaba con su poder mental, el más poderoso de todos, que emplearía para poder demostrar y demostrarse que era capaz de lograr aquello. Dejó pues su varita mágica de cerezo, que era el único objeto mágico que llevaba, y se subió a la barcaza. Tendría que remar, demostrar que su mente le daba también la voluntad física de poder avanzar. Tomó ambos remos y remó con fuerza. El lago era largo, pero al cabo de media hora, había llegado al otro lado. Su cuerpo no tuvo mayores estragos, pues antes de acudir a la Prueba, había cazado a un squib en el camino, por lo que sed, no tenía, lo cual le ayudó a tener un poco más de fuerza que un ser humano.

 

Sin embargo, al poner un pie sobre la orilla, una nube ligera de alguna clase de humo mágico se presentó ante él tan rápidamente, de tal suerte que no pudo hacer nada y éste se introdujo en sus pulmones. Los efectos comenzaron de inmediato, la idea de abandonar aquello le invadió la mente como si de un torposoplo se tratara. Por unos momentos, su cuerpo pensó que la orden la daba el cerebro de Keaton, y empezó a moverse por sí solo hacia las afueras, pero el ojiverde no dudó y de inmediato puso un bloqueo. Su mente se imaginó el aroma de su madre, aquellas veces en las cuales caminaban por las calles de Florencia y entraban a los pubs a escuchar las pláticas de los grandes artistas de la época.

 

Aquello logró colocar una barrera entre aquella brisa tóxica y su mente, y pudo así fijar su mente en lo que realmente quería. Su cuerpo se frenó en seco y el Triviani tuvo de nuevo control sobre su cuerpo. De inmediato, aquella brisa se disipó y se enfiló de nuevo hacia el camino dentro del bosque. Al cabo de unos minutos, una nueva barrera física... Una barrera de piedras, acomodadas de cualquier manera, que le impedían seguir. El Ravenclaw bufó, no tenía tiempo para ello, pero pensó que la prueba era más que solo de Oclumancia, sino también una prueba para valorar la determinación que tenía para conseguir el aro de la habilidad. Sin más, lo escaló, y tras unos minutos agotadores, logró superar el obstáculo... Pero aún no era todo.

 

Su madre, si, su madre estaba del otro lado del montón de piedras aquel. Por un momento pensó que era imposible que estuviera (porque la tenía encerrada en un ataúd en los más profundo de las mazmorras del Ravenclaw, viva, desde luego, pues también pertenecía a la raza vampírica), pero la representación era tan apegada a la real... Trató de impedirle entonces que continuara, trató de disuadirlo, pero Keaton, al ya estar preparado para aquellas pruebas, dejó en blanco su mente. Repitió aquel método que había utilizado en su última tarea con Sauda en su cabaña... se imaginó a él solo en una habitación blanca, sin nada más que la nada misma. Cerró sus ojos, liberando así aquella influencia mágica y habló con firmeza.

 

—No, madre, no eres nadie para frenar mi aprendizaje. Debo continuar —Soltó con educación y avanzó a la par que la figura de su madre desaparecía. Y así, al final del camino, vio a la Arcana —Bueno, espero haberlo hecho bien, no me esperaba las pruebas físicas, pero vamos, que fueron divertidas —Dijo con soltura y sonrió a la Oclumante.

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Sauda aguardaba, intentando mantenerse calmada, mientras su pupilo afrontaba las dificultades de la isla para poder llegar hasta la pirámide. En ningún momento se preocupó, pues veía que el hombre estaba perfectamente preparado para superar todo lo que se le pusiera por delante antes de llegar hasta donde estaba ella.

 

Y, cuando lo hizo, no pudo evitar sonreírle casi con ternura haciendo que las arrugas de su anciano rostro conformaran una especie de mapa en su oscura frente, y alrededor de sus ojos. Había prescindido de su apariencia juvenil para aquella ocasión. No la necesitaba en aquel lugar, ya no tenía nada que ocultarle a Keaton. Ahora él era lo único importante.

 

Yo ya no soy quién para juzgar tu avance, querido. Estoy aquí para hacerte compañía y preguntarte una vez más si estás preparado para afrontar la Prueba —le dijo, mientras le guiaba hasta la sala donde se encontraban las siete puertas correspondientes a las ancestrales habilidades que los arcanos enseñaban. Se detuvo ante la que marcaba el camino de la Oclumancia—. Si estás dispuesto, Keaton, toma esto —alargó la mano con un anillo en ella, sencillo y de madera clara—. Ahora mismo es un anillo de aprendiz, y será tu conexión conmigo mientras estés dentro del Portal. En algún momento de tu prueba, cuando demuestres al Portal que estás listo para ser un verdadero oclumante, tu anillo se transformará en el anillo de la oclumancia y te permitirá salir. Aunque no es la primera vez que estás aquí, así que no tengo mucho más que decirte.

 

Aguardó un momento para que él pudiera asimilar lo que acababa de decirle.

 

Toma, bebe esto —le pasó un pequeño frasco de cristal con un brebaje rosado—. Te ayudará a reponder fuerzas después del camino para que entres al máximo de tus posibilidades. Mucha suerte, querido. Y si estás convencido... adelante. Yo te esperaré aquí. Recuerda... protege tu mente.

 

Ya no tenía nada más que decirle. A partir de ese momento, todo dependía de él.

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  • 2 semanas más tarde...

Keaton se colocó aquel anillo de aprendiz y se adentró sin miramientos al interior del portal.

 

Italia. 1570.

 

Eran las vísperas de pascua, aquella fecha que los muggles aprovechaban para ser una verdadera lata. Italia, como centro de las cristiandad, era entonces uno de los centros donde la gente se congregaba para rendir culto al dios crucificado. Aquella era una semana en la que los magos sufrían de cierta manera, sobre todo de aquellos que no se involucraban directamente con los muggles, pues se les tachaba de herejes o de traidores por no profesar las tradiciones de cada ciudad. Y es que era algo muy difícil de entender, ¿cómo era que los muggles podían creer en semejante patraña de que un hombre cualquiera, que había sido crucificado hacía casi dos milenios, era un salvador? Era aberrante, pero para los magos que sí se involucraban, era de vital importancia fingir creer sino querían tener problemas con los Estados Pontificios.

 

Por aquellos días, Keaton Vasari, el hijo de afamado padre de la Historia del Arte, Giorgio Vasari, se encontraba en en Veroli, una pequeña ciudad ciudad el centro-occidente de la península, que tenía, en cada Pascua, una festividad en la Iglesia de San Erasmo. Cabe recordar, que en aquellos días, la Pascua era una época de luto, de guardar, de contemplación del Santísimo y de horas extensas de oración, por lo que muchos, sino es que todos los negocios del pueblo, estaban cerrados, lo cual implicaba que, hasta el domingo de resurrección, el ojiverde no podía hacer nada de lo que su padre le había encargado: conseguir unas pinturas hechas base de sangre de quintaped que sólo confeccionaba un mago de ese pueblo.

 

—Igual quería relajarme un poco, lo mejor será que me aloje en el hostal y trate de distraerme un poco —Dijo con fastidio, porque la verdad no tenía ánimos de ver las ridiculeces que hacían los muggles a raíz de sus creencias... Además de que le daba coraje, gracias al cristianismo, muchos magos y brujas había sido quemados por la dichosa "Santa Inquisición". Odiaba esa institución más que nada en el mundo.

 

Después de haber dejado sus pertenencias en el hostal y de guardar dentro de su monedero de piel de moke todo lo que pudiese delatarlo como mago, se decidió ir a echar un ojo al centro, donde estaba gran parte de la comunidad asistiendo a algo que, según había escuchado de alguno de esos muggles, llamaban "Cuarenta Horas de Adoración". Curioso, entró al lugar para ver qué era lo que tanto alboroto causaba, y vio en lo alto de altar, una píside de plata que contenía un pequeño círculo de color blanco y que a su vez estaba colocado en un gran cáliz. Todos los asistentes estaban de rodillas mirando con fe aquel círculo, y por más que Keaton le daba vueltas en la cabeza a la escena, no entendía nada.

 

—¡Vaya! ¿Pero qué le miran? —Dijo con voz queda mientras observaba con especial atención a un hombre en la primera fila que estaba llorando. Se acercó hasta él, y cuando lo vio, supo de inmediato que no era un muggle, era un mago, ¡un mago creyente de aquellas ridiculeces de los muggles! Se colocó con cautela a su diestra en aquella banca de pino, y le preguntó —¿Se encuentra usted bien? También soy un mago —Dijo en voz tan baja que solo aquel mago pudo escuchar la pregunta.

 

Como era obvio, después de estar meditando tanto y tan concentrado, el hombre dio un respingo y miró a Keaton con enojo. Parecía que lo que había estado haciendo, era de suma importancia para él, y el Vasari sólo lo había sacado de su trance.

 

—Puedo ser tu peor pesadilla, muchacho, huye, aléjate, solo los muggles son inmunes a mi magia —Dijo con miedo en la cara aquel hombre, y el ojiverde pronto supo por qué le decía aquello.

 

Sintió cómo de repente una fuerza brutal se adentraba en su mente, sus recuerdos se comenzaron a alterar, sus recuerdos más dolorosos salían a flor de piel, su vida entera pasaba frente a su ojos... ¿Qué tipo de magia era la de aquel sujeto? De pronto, sintió cómo algunos de sus recuerdos se comenzaban a robar, y no eran cualquiera, eran solo los buenos recuerdos, aquel hombre le estaba dejando sólo los malos en un afán de robarle la felicidad. Aquel hombre, era lo que siglos después, mutaría en los dementores del siglo XX.

 

Keaton tuvo que ser rápido, no iba a permitir que aquel hombre le hiciera eso, y lo peor, debía de ser los suficientemente cuidadoso de que los muggles lo no detectaran, de que no se dieran cuenta de lo que estaba pasando. Así que para crear un distractor y no lo vieran pasar por aquellos, el Vasari estiró la mano hacia aquel círculo sobre el cáliz e hizo aparecer en él la figura de lo los muggles llamaban "El Niño Dios". De inmediato, uno de los feligreses más cercanos a éste, alzó la cara y vio la "aparición" y comenzó a gritar:

 

—¡UN MILAGRO! El Niño Dios se ha aparecido en la hostia, ¡EL NIÑO DIOS HA A APARECIDO EN LA HOSTIA! —Gritó y de pronto todos los asistentes se levantaron de sus lugares y fueron corriendo hasta el altar.

 

Keaton entonces supo lo que tenía que hacer, aquello que había aprendido. Empezó por recordar el aroma de algo que le hiciera feliz, de algo que pudiera distraerlo y de evitar que aquel hombre le robara su psique. Así pues, recordó el aroma del taller de su padre, aquel taller dónde podía pasar horas y horas ya fuera viendo pintar a su padre, o bien, él mismo pintando hermosos retablos que más tarde entregaría a la Academia... pero tan pronto pasó aquello, el recuerdo desapareció.

 

—¡Vamos, Keaton, concéntrate —Se dijo a sí mismo. La táctica del aroma, no iba a funcionar, porque era evidente que el hombre se lo robaría, tenía que dejar de recordar, de bloquear su pasado, sus vivencias, así que volvió a plantearse aquello.

 

Vació entonces su mente, la vació por completo, bloqueó, de poco en poco, aquellos recuerdos felices que aquel hombre le estaba robando, los dejó completamente aislados, no los pensó, no los dejó entrar, se imaginó a sí mismo encerrado en un cuarto infinito completamente blanco, en donde, en alguna parte, había una puerta que, con la fuerza de su mente, impedia se abriera a toda costa, porque de abrirse, todos sus recuerdos se irían, quedaría completamente vacío y no tendría nada, sería solo un ente con una permanente amnesia...

 

Y al final, algo pasó, no supo cómo, no supo porqué, pero la misma fuerza que había amenazado con entrar y robarle cada recuerdo de su mente, se dejó de sentir, fue más que sencillo, Keaton pudo repeler aquella fuerza que intentaba a toda costa penetrar, ahora era como si estuviera protegido como si de un Fianto Duri se tratase, solo se podía imaginar al hombre aquel como un ave tratando de atravesar un cristal sin lograrlo. Su mente, su bien más valioso, estaba protegido, lo había conseguido, pues de pronto, se sintió aspirado hacia afuera.

 

Abrió los ojos. Estaba de nuevo en la la Sala de las Siete Puertas... El cansancio se reflejaba en su cara, el sudor le corría por la frente, pero aquello había sido exitoso, o al menos eso pensaba. El Aro de la Oclumancia ahora estaba en su anular de la diestra, ya no solo era un simple Anillo de Aprendiz. Miró a Sauda, contento, aquello quería decir entonces que...

 

—¿Lo logré? —El vampiro no cabía en sí. Quería la confirmación de la Arcana...

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Ver a Keaton atravesando el Portal hizo que Sauda dejase de respirar por un momento, como si no fuera capaz de soltar el aire que retenía en sus pulmones hasta que no le viera salir sano y salvo. De sus alumnos, jamás había visto a ninguno perecer durante la prueba, ni tampoco había tenido que intervenir para sacarles antes de tiempo. Pero nunca podía saberse cuándo llegaría el momento de romper con esa continuidad. Solo esperaba que no fuera con el Ravenclaw, pues había notado desde el principio que era un hombre muy capaz.

 

El Portal lo sumergió en el siglo XVI, y Sauda pudo observar una serie de recuerdos (no sabía si eran reales o inventados por el Portal para poner a prueba al su pupilo), se sucedían mientras él debía interactuar con ellos. Si bien de vez en cuando se sentía tensa, en ningún momento sintió que su pupilo fuera a fallar y por eso, cuando el anillo de aprendiz mutó para transformarse en el de habilidad, Sauda no pudo más que sonreir y suspirar. Un nuevo oclumante saldría del Portal en cualquier momento.

 

Le miró con expresión risueña.

 

Lo lograste, querido —le confirmó ella. Amplió aún más la sonrisa y extendió un frasquito de cristal hacia él, el cual había aparecido aparentemente de la nada—. Tómate esto y ve a casa a descansar, Keaton. Te lo tienes merecido. Y recuerda, ahora eres un mago oclumante y tu anillo de habilidad está ligado al mío de la Oclumancia. Utiliza tu nuevo poder con sabiduría y responsabilidad, querido y, sobre todo, no dudes en visitarme algún día. Ya sea por trabajo o... simplemente para saludar a esta anciana —añadió, encogiéndose de hombros. Realizó una pequeña inclinación hacia él sin perder la sonrisa y luego le dio la espalda. Estaba segura de que podría salir de allí él solo. Y su labor con él había finalizado.

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