Maida suspiró resignada cuando la lechuza con el pergamino para la clase de ese mes llegó a sus manos, no porque no quisiera dar clases, de hecho, esa parecía ahora ser el lado más pacífico de la bruja. Sin embargo, la hechicera consideraba que mucho de la lozanía de su rostro se debía a que no se ponía a jugar con las Artes Oscuras como el noventa por ciento de sus compañeros mortífagos. Y ahora, le tocaba enseñarlos. ¿Sabía la teoría? Claro. Eso no significaba que estuviera cien por cien complacida, había sido más feliz viendo a sus alumnos mezclar pociones frente a sus ojos en meses anteriores.
Rápidamente sacó una de sus famosas plumas a vuelapluma y comenzó a susurrarles una escueta invitación a los dos alumnos del mes, en pretensiones un tanto opuestas, eso sí.
"Estimados alumnos, requiero de su asistencia el día de mañana, sábado, a golpe de las 9:00 p.m., los estaré esperando en el antiguo claustro de Pociones. Atte. Maida Yaxley."
Lo único bueno de no llevar el viejo curso, era que podía usar el salón, y aquello claro, suponía que sólo por gusto, la primera asignación para ambos magos, implicaría algo de la pasión de la bruja: venenos. Decidió que pasaría ahí la noche, en el salón, sólo para asegurarse que todo estuviera a tope. La Yaxley, a veces, pecaba de detallista.
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Apenas faltaban quince minutos para el inicio de clases, y ahí, frente a un pequeño espejo, Maida Yaxley se arrepintió de no dormir al menos cuatro horas. Parecía estar transformándose en un mapache, muy lentamente, las ojeras tenían un tono amoratado que incluso podían representar una publicidad acerca de maltrato. Suspiró un tanto agotada, y el gesto se convirtió en un bostezo. Sacó de su bolsito un poco de poción herbovitalizante y en cuánto bebió, se sintió renovada, aunque los efectos mapachísticos no se fueron de su rostro.
Tronó sus dedos, y finalmente el cuello. Giró sobre su propio eje y antes de caminar hacia la mesa con las pociones preparadas, golpeó sus talones el uno contra el otro, como si fuera la pequeña niña que salía de Kansas, una historia de brujas que le contaban a los muggles cantando. Habían frascos de todos los colores imaginables, por lo menos unas setenta y cinco, algunos con pociones positivas, otros sencillos jugos, y otros, venenos. Finalmente habían un par de frascos que contenían agua, sin embargo, si los llegaban a tocar, caerían víctimas de los efectos de una maldición lanzada al vidrio. Un acertijo.
Sólo habrían dos alumnos en aquella clase y aunque las maestrías eran distintas, si uno se fijaba en los detalles, se relacionaban entre sí. Colocó dos pergaminos , uno en cada pupitre que tenía a la mano y sonrió. Siempre le gustaba juguetear un poco con los conocimientos previos de sus alumnos, creía firmemente que siendo lúdica obtendría mejores resultados. Un sólo frasco era enteramente inofensivo, y la respuesta correcta, sólo la tenía el pergamino.
"En medio de todos los frascos me encuentro, sin embargo, si me buscas no podrás tenerme. Si me consigues, te haré feliz momentáneamente, pero habrás encontrado la salida del salón. Lo que realmente debes buscar, es el zumo de una fruta, que sirve para iluminar la noche más oscura del año, sólo si le quitas el relleno con mucha imaginación. Para hallarlo, esquiva los venenos y trata de no caer en los líquidos que te quiten tiempo, y esquiva el líquido negro o la profesora tendrá que dormirte para no escuchar tus risas. Suerte y decisión, para encadenar este primer eslabón"
Era sencillo en realidad, si eras la persona que habías ordenado los líquidos. Maida sonreía apoyando la espalda en la pared, esperando que pronto llegaran ambos estudiantes y rezando porque ninguno cogiera la poción que los tendría estornudando al menos dos horas, sería un retraso impráctico para el resto de la clase. Aún así, no se arrepentía de su primer acercamiento, había que romper el hielo de alguna manera. Sobre todo en temas tan peliagudos como el de las leyes mágicas y las artes oscuras.