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Herbología


Leah Snegovik
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Los primeros rayos de sol atravesaron cada uno de los tragaluces del invernadero dos, justo a las siete de la mañana, al mismo tiempo en que las puertas se abrían mágicamente para dejar entrar a la docente. La mujer, a diferencia de otras tantas veces, no portaba una túnica elegante. En su lugar, llevaba una bata de trabajo manchada de tierra y restos de clorofila de alguna planta desconocida, así como hojas sueltas que se habían pegado en sus mangas arremangadas.

 

Cientos de plantas estaban dispuestas en tres largas hileras, una en cada lateral y una en el centro, en donde el equipo de trabajo estaba colocado cuidadosamente en cada estación. Los ejemplares mágicos más peligrosos estaban al fondo y se movían curiosamente ante la luz solar, como si disfrutaran del calor acariciando sus tentáculos; estaban colocadas lo bastante lejos de la zona de los estudiantes como era posible y aún así separados por un llamativo cartel que rezaba cada uno de los motivos por los cuáles no era buena idea pasar la línea de seguridad resaltada en el suelo.

 

El olor del fertilizante se entremezclaba con aromas florales y frutales, pertenecientes a plantas comunes, colocadas en áreas más abiertas, con ventanas laterales que permitía que se escabulleran fuera de la estructura de cristal del invernadero. En general, era un lugar pacífico. De no ser un área de trabajo, con cierto calor imposible de ignorar, sería el lugar ideal para ir a despejar la cabeza. Y, de hecho, era esa la intención de la profesora suplente.

 

Tamborileó los dedos en la mesa individual que estaba frente a la hilera principal y echó un vistazo al reloj que levitaba en el centro del invernadero, justo por encima de las jóvenes mandrágoras. Había citado a sus pupilos a las siete y cinco y esperaba puntualidad. Para su sorpresa, todos cumplieron las expectativas. Las nuevas generaciones se habían acostumbrado a la impuntualidad, pero tres de sus cuatros alumnos eran veteranos y era costumbre, al menos entonces, llegar a tiempo a clase.

 

—Buenos días, mi nombre es Leah Ivashkov y seré su profesora esta mañana —sonrió y pasó la vista por cada uno de ellos—. Bienvenidos a Herbología. Esta materia tiene como objetivo estudiar y comprender las cualidades de las plantas mágicas, así como aquellas que pertenecen al mundo Muggle pero que, en algunos casos, son muy útiles dentro de nuestro mundo. La Herbología no sirve únicamente para cultivarlas, en realidad, sirve para mucho más. Ayuda indudablemente en la elaboración de pociones y da una ventaja increíble en la materia de primeros auxilios.

 

Señaló los objetos ante ella, que eran los mismos que estaban frente a ellos.

 

—Tienen en su mesa de trabajo el material que usaremos y que es imprescindible que usen en todo momento durante la clase. A partir de este momento, deberán ponerse los guantes de piel de dragón y no podrán quitárselos a menos que sea estrictamente necesario. Como saben, o tal vez no, hay una variedad impresionantes de plantas venenosas y carnívoras y me temo que tenemos bastante, sino todas, en la parte de atrás —mientras hablaba se había hecho con los guantes, que eran tan largos que cubrían bien sus antebrazos—. Muy bien, dicho esto, es momento de empezar.

 

»Hay una variedad increíble de plantas en el mundo, tanto Muggles como mágicas. Elementalmente, nuestra atención está dirigida hacia las cualidades mágicas de las plantas que podemos encontrar en nuestro entorno. Como mencioné antes, su importancia está ligada a su utilidad, para pociones o para los primeros auxilios, pero su entendimiento también está enlazado a nuestra seguridad en campo abierto y la capacidad de solventar un problema si nos encontramos en una situación generada por la naturaleza de estas plantas.

 

Con un ademán, les indicó que la siguieran. En el centro del invernadero había una puerta casi indetectable gracias a la cantidad de plantas inofensivas que se lanzaban hacia los lados, intentando escapar. Ésta puerta daba hacia los jardines, donde una gran cantidad de especies arbóreas estaban dispersas en casi una hectárea de terreno. Pero ellos solo necesitarían una parte.

 

—¿Alguien sabe qué consume un Bowtruckle? —la pregunta, al aire, se expandió ligeramente entre los árboles. Algunas criaturas parecieron reaccionar a su voz y la inconfundible sensación de que alguien los miraba se hizo presente—. Asumo que todos sabemos lo que son, pero me gustaría saber si alguien es capaz de generar un concepto de éstas curiosas criaturas.

 

La caminata había sido corta, pero los había internado suficiente en el bosque. Los árboles eran todos distintos, pero tenían algo en común: todos servían para la elaboración de varitas. Pasó los ojos por los Malfoy, para pasar por la estudiante que no conocía y para posarse, por último, en la Médici.

 

—Hoy nos encargaremos de encontrar un par, si tenemos suerte —golpeó la corteza de un saúco joven y un sonidito de advertencia cortó el silencio de su pausa. Sonrió—. O quizás uno.

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Las campanillas del reloj del invernadero daban justo las siete en punto cuando Mackenzie Malfoy penetró en el aula de herbología. La docente ya estaba allí, envuelta en una bata de trabajo y, a pesar de ello, con ese aire regio y disciplinado que sólo unos pocos son capaces y tienen la voluntad de exhibir. Era una mañana agradable de final de verano y un sol esplendoroso entraba a raudales en un invernadero ansioso por acogerlo. Los olores procedentes de flores y plantas eran intensos y, en su mayoría, agradables. La bruja tenía un buen olfato y el tamiz del fertilizante impregnado las suaves y dulces fragancias de la lavanda, el espliego y otras plantas aromáticas no escapaba a su respingona nariz. Cuando llegó, Leah ya estaba allí y, detrás de unos cerezos enanos dispuestos en macetas, se encontraba Hamilton, con su pajarita de lunares rojos, perfectamente almidonada, adornando el cuello de una tela de saco impoluta y perfectamente planchada. Mackenzie agradeció que al menos hubiera tenido el decoro de no ir con librea a una clase de herbología. El elfo tenía ideas propias sobre elegancia y protocolo.

Mackenzie le hizo una seña y el elfo se colocó a su lado, con su gordota nariz apuntando tan arriba que casi parecía alto. Y lo cierto es que Hamilton era alto, para ser un elfo, claro. A Mackenzie le llegaba hasta casi el pecho, pero cuando se ponía altivo y estirado, como sólo el sabía hacerlo, la Malfoy tenía que ponerlo en su sitio o se le subía hasta el cuello. Afortunadamente, había relajado sus maneras regias, movido por la satisfacción personal que le producía el encargo de su ama. Supervisar al jardinero jefe de la Mansión Malfoy y lograr que los jardines volvieran a resplandecer como antaño. Además, era necesario servirse de ciertas plantas a cuyo cuidado no podía poner a aquel incompetente jardinero. Seguro que su elfo personal haría mejor trabajo.

Tanto Hamilton como su ama, escucharon atentamente las palabras de la profesora y cuando ésta les señaló el material de trabajo, Mackenzie decidió que había llegado el momento de dejarle toda la responsabilidad a Hamilton.

- Espero que no te importe, Leah -comenzó Mackenzie- pero asuntos muy urgentes me reclaman y, en realidad, quién debe estar más enterado de este Conocimiento es mi leal elfo, Hamilton. Sin duda él me trasladará más tarde todo cuanto necesite saber.

Mackenzie no esperó a comprobar la reacción de Leah y abandonó a Hamilton a su suerte, mientras ella salía del invernadero rumbo a otros menesteres.

- Mi nombre es Hamilton, Señora -se presentó el elfo, mientras se ponía los guantes de piel de dragón y una bata de trabajo, para no ensuciarse su impoluta tela de saco. - La Mansión Malfoy cuenta con mis servicios desde hace tres generaciones y antes de eso serví en el Palacio de Buckingham. Mi familia ha tenido a bien prestar sus servicios en las mejores familias europeas, desde los tiempos de los Zares, y le aseguro que estoy excelentemente preparado para la tarea que me ha encomendado el ama Mackenzie.

Hamilton conocía bien a aquellos traidores a la sangre. Muchos se creían sangre pura, pero a él no le engañaban. La nobleza era un arte que pocos magos profesaban. Bien lo había visto él en la propia Mansión Malfoy, donde hasta mestizos había. Las formas se habían perdido hacía mucho y, si no fuera por él.... -se estremeció. ¡Menos mal que los Malfoy aún le tenían a él para preocuparse por ellos!

Hubiera preferido que la clase la diera un hombre. Salvo su Ama, las mujeres solían complicar las cosas. Bueno, su Ama también, pero a ella la había criado desde pequeña y Hamilton admitía que le tenía debilidad. Ese ademán que la docente les estaba haciendo para que la siguieran, hubiera quedado más decoroso, más elegante y medido, en un hombre, sin duda. No obstante, el elfo era educado y nadie como él para guardar las formas. La siguió por la puerta en el centro del invernadero y no se arrepintió. Los jardines eran insospechadamente hermosos. Una monada, realmente. Lazos del diablo formando círculos bellamente sinuosos. El purpúreo acónito dando colorido y fragancia a lugares bien seleccionados. Hermosas flores voladoras y emocionantes hongos saltarines. Y más, muchísimo más. A Hamilton le pareció que todas las especies de árboles y plantas se encontraban allí representadas, formando un conjunto armónico de incomparable belleza.

- Los Bowtruckle comen cochinillas y son los guardianes de los árboles - respondió el elfo, prestando atención a las especies que les rodeaban, todas ellas, árboles proveedores de varitas, hasta donde llegaban sus bien provistos conocimientos.

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¡Ay, las plantas! Difícilmente una materia le podía atraer más que la compleja elaboración de pociones de variopintos efectos y esa era la herbología; el arte de crear y preservar la vida. La infancia de Lucrezia había estado gratamente signada por este conocimiento: los tutores, contratados por su familia de ascendencia aristócrata, habían enseñado a su rubia y tierna pupila sobre la plantación y el tratamiento de las más variadas especies de flora italiana como una antesala a su instrucción en la elaboradora de pociones. Aunque claro, la variedad de plantas mágicas era vasta y siempre podría superar su nivel de entendimiento de la materia.

 

La delgada figura de la Médici se materializó a unos metros de la entrada del invernadero sobre las 7:02 de ese día. La suponía una ocasión especial: había decidido con precavida antelación que sus típicos vestidos de corte renacentista serían contraproducentes en el ámbito en que se llevaría adelante la clase pues ¿Quién expondría al potencial contacto con el barro y fertilizantes varios a las más exclusivas telas del mundo que conformaban su usual vestimenta despampanante? Absolutamente ninguna persona cuerda. En la soledad de su habitación había decidido vestir aquella madrugada una blusa blanca de aspecto suelo, una falda negra bastante ceñida a sus curvilíneas piernas que se extendía hasta sus rodillas y unos zapatos bajos recubiertos por rojizas escamas de dragón.

 

Con un gesto de disconformidad palpable en su rostro debido a los centímetros que había perdido al prescindir de los largos tacos que acostumbraba a usar dio el primer paso dentro del invernadero. La atmósfera era invadida por la calidez producida por los primeros rayos del sol, que se filtraban airosos por los ventanales, y por la humedad emanada por el cúmulo de plantas mágicas recién regadas. El ambiente no era todo lo cómodo que una mujer de la altura de Lucrezia esperaría para ser testigo de una clase, pero era incluso increíble para sí misma el hecho de que se sintiera a gusto entre tanta vegetación.

 

Avanzó por uno de los pasillos conformados por las tres hileras de plantas, acariciando con la yema de sus dedos las hojas de las que intuía cumplían una función meramente ornamental. Aquellos filamentos eran de un verde vívido y emanaban vida; algunos eran cubiertos por una fila capa de rocío que facilitaba el desliz de su piel. Algo que Lucrezia siempre había sopesado sobre su amor por las plantas mágicas era que se trataban de los únicos seres vivos a los que no debía exigirle respeto ni silencio, salvo las mandrágoras; a esas pequeñas pesadillas las detestaba con ganas.

 

Al encontrar la mesa de trabajo se encontró ineludiblemente con quien sería su profesora aquel día. En su pecoso rostro se dibujó una sonrisa de sincero júbilo mientras quien, ahora sabía, se llamaba Leah se presentaba. Tal vez aquella era la primera vez en su experiencia dentro de las clases gestionadas por Castelobruxo que encontraba una tutora merecedora de un respeto no falseado; se había percatado en la vestimenta que iba en consonancia con sus labores y en su actitud seria que se encontraba frente a una persona ávida en la enseñanza de Herbología. Lucrezia era consciente que cuando las imaginarias campanas marcaran el fin de esa jornada saldría del recinto airosa y mucho más formada en la materia.

 

- Buenos días Leah, es un placer. Di Médici es mi apellido. Lucrezia, sexta de mi nombre.- se presentó tratando de acotar lo máximo los usuales anuncios de sus títulos.

 

Acto seguido se decidió a seguir las instrucciones de Ivashkov. La aristócrata no era muy presta a recibir de buenos modos órdenes o sugerencias de terceros puesto que en su vida era solo su propia cabeza quien las dictaba. Sin embargo, en una ocasión tan singular dentro de su experiencia académica, se dispuso a seguir las indicaciones de la profesora. Se movió con andar elegante hasta su estación de trabajo, colocó los guantes de piel de dragón sobre los que ya llevaba puestos previamente- de una delicada seda blanca asiática- y se dedicó a escuchar el monólogo de Leah sobre herbología. No necesitaba anotar ni una palabra dado que su excelente memoria era su mejor archivador de información y por otra parte no estaba dictando datos relevantes.

 

Al igual que fue la primera en llegar, la mortífaga se convirtió en la cabeza del contingente que acompañó a Ivashkov hacía los jardines. Sobresalir era su fuerte, siempre, tal vez producto de una idiosincrasia tan solemne. Al salir contempló con algo de sorpresa lo que se cocía en el Jardin: era un lugar amplio, invadido por plantas y árboles de todo tipo, compartiendo innumerables similitudes con el patio interno de la Mansión Médici. Se quedó parada en el centro y mientras su azul mirada se perdía entre las distintas tonalidades de las hojas, advirtió que Leah había lanzado al aire una pregunta de una simpleza supina.

 

- Los Bowtru...- atinó a responder con su habitual tonada soberbia, pero fue interrumpido por otro alumno. Apenas Lucrezia volteó su femenino rostro notó la presencia de una criatura a la que no había prestado mayor atención ¡Un p*** elfo doméstico se había atrevido a contestar antes que ella! El fruncimiento de su ceño duró apenas unos segundos antes de relajarse, pues la Médici era muy consciente que el devenir de la clase debía ser lo más sereno posible.

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Teach atravesó los pasillos bufando sonoramente.

 

- ¡Jardinero!

 

El elfo de piel negra no era muy alto pero sí atípicamente robusto para los de su especie. Se había vestido con su taparrabos más limpio, ante la sugerencia de Crazy de que acudiera elegante, que después de todo no era ningún salvaje. Pero eso no significaba que acudiera a la cita de buen grado.

 

- Mis padres no criaron a un maldito jardinero - farfulló -

 

Le estaba costando acostumbrarse a la vida en la "civilización". Se había criado en una perdida selva del Congo y no había conocido los conceptos de servidumbre o sumisión que ataban a los de su clase hasta llegar a Inglaterra. Seguía al patriarca Malfoy honrando una vieja tradición de su pueblo, la deuda de vida, que exigía acompañar a aquel con quien estabas en deuda hasta que se presente la oportunidad de devolver el favor. Pero esto de mandarlo a clases era ya el colmo.

 

Mientras caminaba chasqueó los dedos, haciendo aparecer un par de pequeños guantes de piel de dragón y comprobó que su puñal de mango de marfil estuviera también en su sitio. De todas formas había aprendido todo lo que necesitaba acerca de las hierbas durante su juventud, en la selva aprendías a servirte de las plantas casi antes que a caminar. Bien es cierto que Crazy había apuntado que no conocía las hierbas autóctonas y que aquella clase le enseñaría a reconocerlas, pero aún así...

 

Se detuvo al ver que había llegado a la puerta indicada y entró sin llamar, odiaba pedir permiso para hacer las cosas como el resto de elfos. Al entrar reconoció a Hamilton y entrecerró los ojos con furia, la guinda del pastel iba a ser tener que aguantar a aquel arrogante elfo de voz chillona que se pasaba la vida criticándolo. Ya bastante tortura era soportarlo en la mansión, ¿Pero incluso aquí?

 

- Hola, mi, ehh... patrón, Crazy, me envía a preguntar si puedo asistir a esta clase en su lugar - dijo como presentación - Dice que a pesar de tener un don natural para la herbología, hay cosas que necesito aprender y todo eso.... Bueno, lo escribió todo en una nota, dice que la diplomacia no es lo mío

 

 

Le envío mis más sinceras disculpas por no haber avisado con una mayor antelación. Teach es un elfo magnífico y es la persona que más conoce sobre plantas que yo haya conocido, siempre lo he tratado como el maestro herborista de la familia pero a veces nos encontramos ciertas dificultades por su relativo poco conocimiento de la flora autóctona. Me ha prometido enseñarme todo lo que aprenda, cosa que uniremos a las clases que ya me estaba dando de vez en cuando. Muchas gracias.

 

Firmado: Crazy Malfoy

 

 

Teach tendió la nota a la sorprendida profesora y siguió al resto hacia los jardines, tratando de caminar lo más alejado posible de Hamilton.

Sapere Aude - Mansión Malfoy - Sic Parvis Magna

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¡Nooo! Sus ojos le estaban engañando. No podía ser. Pero... pero...¿qué hacía ese gordo entrometido allí? La Misión se la habían encomendado a él. Ese desarrapado despojo inmundo de elfo no tenía ni idea de lo que era la belleza. ¿Cómo iba a poder él encargarse de llevar un jardín que requeriría el mayor de los gustos y la más entregada dedicación? Aquello debía ser una confabulación del patriarca y su hija, sin duda. ¿Cómo podía aquella hermosura, aquel dechado de nobleza, honor y sangre pura que era Mackenzie, compincharse con el traídor a la sangre de su padre, que hasta había llegado a tener relaciones íntimas con una mestiza? ¡Qué asco!

 

Hamilton se acercó hasta Teach con la nariz apuntando al techo y el cuello casi un palmo más largo de lo que en realidad era.

 

- ¿Qué haces aquí, entrometido? -Le espetó. -No pienses que te voy a dejar tocar ni una planta de mi jardín, con esos gordos dedazos que tienes y tus zafias maneras. Deberías volver al Congo, con los de tu propia clase. -Elevó aún más la nariz, si cabe, haciendo un desdeñoso gesto de desagrado y exagerando su reacción de asco, cuando percibió el hedor a colonia barata africana.

 

Hamilton se apartó y sacó un pañuelo de flores rosas y granates de algún lugar invisible, escondido en su impoluta tela de saco. Lo usó a modo de abanico, sabiendo que su amaneramiento molestaría sobremanera a Teach. Pero, disimuladamente, miró para otro lado. Aquel despojo élfico no podría acusarle de ser airado y picajoso, como siempre hacía, ante la Ama Mackenzie y el patriarca.

 

Su vista estaba clavada en la hermosa mujer que acababa de volverse hacia él tras interrumpir su respuesta a la docente. Aquello era clase, sí señor. No tanta como la de la Ama Mackenzie, nunca se atrevería a pensar tal cosa, pero sin duda alguna, no estaba mal, para ser una extranjera. Y mujer.

 

- ¿De los Médici, dijo? - Se acercó hacia la musa de poetas que tenía ante él y le brindó su más estudiada reverencia. Se la había enseñado su madre de niño, cuando vivían en París en la casa del Conde Saint Gilles, aquel mago grindewalista que tuvo que terminar tan mal, el pobre.

 

Quizás pudiera copiar de aquella mujer formas elegantes de tratar las plantas y maneras apropiadas a la hora de gesticular. Sí, le gustaba la forma en que, de vez en cuando, se tocaba el cabello, como si no fuera consciente de ello. Y aquella forma de adelantar un pie, cuando estaba erguida, era exquisita. Sin duda, iba a probar frente el espejo todos sus gestos y luego los luciría ante Raikkonen, ese jovenzuelo elfo. Si, seguro que si le mostraba sus encantos de la forma en que aquella divinidad humana lo hacía, el escurridizo elfo dejaría de mirar a las inútiles elfas y se fijaría por fin en él.

 

- ¿Le gustan las petunias, Madame? -Le preguntó a la Médici, regalándole su mejor sonrisa.

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Pocas eran las veces en que alguien lograba dejarla sin palabras. Y esa, sin duda, era una de ellas. Siguió el andar de Mackenzie mientras se retiraba con una expresión que, ni queriendo, podría haber disimulado. La más pura de las confusiones. Regresó la mirada al frente, a la fea criatura que le había dejado y luego clavó las pupilas en las de Lucrezia, sin dar crédito a lo que estaba sucediendo. ¿Tenía que educar a un elfo doméstico? Para colmo, fue él, con su voz chillona y una actitud bastante petulante, quien respondió a su pregunta. Los labios de la Ivashkov se estiraron hasta que formaron una fina línea rojiza.

 

El incómodo silencio posterior a la respuesta se alargó lo suficiente para que, en contra de todo pronóstico, apareciera otro elfo. Atónita, vio como la obesa criatura avanzaba hasta ella y abrió mucho los ojos. ¿Pero quién había alimentado a esa cosa? Otra vez, ni queriendo, habría podido disimular la sorpresa. No solo porque se tratara de otro elfo doméstico, no, sino porque el insolente había tenido las amígdalas para dirigirle la palabra sin siquiera inclinarse un poco. Otra vez, como si buscara apoyo, clavó los ojos en Lucrezia. Esa mujer, por su aspecto y su forma de erguirse, debía entender perfectamente el motivo de su ofensa.

 

Con cuidado de no tocar a Teach, la mujer tomó la nota que llevaba entre los dedos y leyó rápidamente la elegante caligrafía de Crazy Malfoy, confirmando la locura de padre e hija. Mientras leía, el elfo estirado se había aproximado al elfo gordo y ahora compartían un diálogo acalorado que, dentro de las problemáticas élficas, era de lo más banal. Lentamente, dobló el pergamino y lo guardó en el bolsillo de la bata de trabajo. Se aclaró la garganta, buscado silencio. Por supuesto, Hamilton no la escuchó, estaba bastante ocupado haciendo preguntas de jardinería a la única estudiante que valía la pena de los tres, si es que los dos elfos calificaban como estudiantes, después de todo.

 

—Parece, señorita Di Médici, que tendremos que someternos a la integración.

 

Su tono de voz, la rudeza de un acento que hasta el momento había pasado inadvertido, la rigidez de su postura elegante... El elitismo de los magos de sangre pura acababa de aflorar como la curiosidad de los Bowtruckles de la corteza más cercana, que asomaban sus largos dedos, como pequeñas ramas, a través de sus escondites. De ser necesario le sacarían los ojos a quien intentara destruir su santuario y, desde la perspectiva de Ivashkov, ya podían ser los ojos de los elfos domésticos.

 

—En vista de que no nos han dado opción y de que tanto Crazy como Mackenzie Malfoy constan de una reputación intachable, permitiré esta osadía a nuestras tradiciones. Sin embargo, he de recordarles que estamos en una instrucción de suma importancia y que no es ninguna reunión clandestina de los de su clase —se dirigió a Hamilton, quien parecía dispuesto a que los Bowtruckles le arrancaran su fea nariz al subirla tanto—. El trato hacia sus amos, lo desconozco. En esta clase soy la profesora Ivashkov y deberán dirigirse a mí como tal.

 

Chasqueó los dedos y una bata de trabajo, pequeña, pero demasiado grande para un elfo doméstico, apareció junto a Teach. Evidentemente, la dejó caer al suelo antes de que la tomara. Liberar al elfo doméstico del ex-Ministro de Magia, ¡bastaría más! Inhaló profundamente, tratando de recobrar la poca compostura que le quedaba y después de un momento de preparación psicológica, en donde decidió que era imprescindible ignorar a las criaturas dentro de lo posible, se concentró en la mortífaga presente.

 

—La captura de un Bowtruckle es una de las tareas más complicadas de la Herbología, incluso más que la plantación de las mandrágoras. La invito a observar la corteza del saúco, sin acercarse demasiado —casi de inmediato, una serie de largos dedillos verdosos se asomaron, listos para atacar—. Son criaturas increíblemente inteligentes y carentes de maldad, pero cargadas de un instinto de protección extraordinario. La certeza de que usará la corteza para la realización de varitas sería suficiente para que, con su pequeño tamaño, intente arrancarle los ojos. Y son lo bastante astutos como para no caer en la tentación de algún tentempié, así que puede empezar a entender la complejidad.

 

Mientras ataba su blanco cabello en una coleta alta, se permitió mirar de nuevo a Hamilton y a Teach. Hizo una mueca. Todo lo que obtendría de aquella experiencia sería la gratitud de Mackenzie y un autógrafo de Crazy, que valdría en Borgin & Burkes lo mismo que el Bowtruckle que intentarían atrapar. Suspiró.

 

—Existen dos formas de capturarlos. La primera, es fingir que, efectivamente, planea realizar una varita con la corteza. Provocará un ataque y usted deberá intentar acertar algún hechizo capaz de dormirlo, sin dañarlo. Es complicado, puesto que son muy veloces y es peligroso, puesto que puede que haya más de uno y bueno, entiende el problema —sacó del bolsillo su varita y dio un golpe con ella en el tronco, que se sacudió ligeramente en la superficie, demostrando que había al menos un par por allí—. La segunda, igual de compleja pero menos peligrosa, es que intente engañarlos de una forma más... inteligente.

 

»Los Bowtruckles son ágiles con las cerraduras, no solo porque tengan largos dedos, más bien porque sería su versión de nuestros puzzles. Lo encuentran recreativos y ya que no son agresivos, con suficiente paciencia y un candado antiguo, saldrán por si solos a su captura. Por ello, deberá elegir cuál forma prefiere, yo personalmente optaría solo por la primera si confía lo suficiente en mí como para saber que no permitiré que le saquen los ojos.

 

Torció una sonrisa que duró apenas unos segundos, hasta que tuvo que volver a los elfos. Hamilton le parecía particularmente despreciable, demasiado seguro para su especie inferior. Señaló un acebo a la derecha.

 

—Lo mismo va para ustedes —dentro de los estándares de los magos, aquello era sin duda una amenaza. A Teach por el contrario le indicó un abeto que estaba a unos cuantos metros. Algo de ejercicio le vendría bien—. Al menos un Bowtruckle y podremos pasar al Lazo del Diablo.

Editado por Leah Snegovik

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Cuando advirtió la presencia de un segundo elfo doméstico lo que podría haber sido una expresión de supina indignación se transformó en una media sonrisa que relajó la tensión de sus facciones europeas. Cerró sus párpados y dejó que sus pulmones expulsaran todo el aire de su interior mediante su boca, como cuando se acaba de escapar por los pelos de una situación límite. No necesitó tomarse unos segundos para comprender la inverosimilitud de aquella situación porque en su mente ya había dilucidado la respuesta a todas preguntas que podría hacerse, salvo cómo un elfo podía ser tan gordo.

 

El binomio Malfoy compuesto por el ahora Ex Ministro y su Ex Viceministra, los primeros de su linaje en haberse sostenido tanto tiempo en la cúpula política de Inglaterra habían hecho uso de su poder, poco diluido pese a haber abandonado sus cargos, para saltearse la clase. Alguien de su escalafón social no podía permitirse el compartir un espacio y una actividad así con personas ubicadas varios peldaños más abajo. Eran ególatras de manual, no había aspecto extraordinario en ello. Una persona acostumbrada a los beneficios del poder, más aún cuando se le suma la influencia inherente al manejo de la política, siempre tenía algo “más importante” en lo que emplear su tiempo.

 

La expresión en el rostro de Lucrezia iba más allá de la sorpresa o recelo que pudo experimentar en un primer momento; su sonrisa acusaba una honesta y profunda envidia ¿Cómo no se le había ocurrido a ella, tan consciente de ser una mujer de noble cuna con un plantel de elfos de libre disponibilidad? Crazy incluso ni se había dignado a aparecer en el recinto, enviando en su lugar una notificación ¡Una carta que ni debió escribir de puño y letra! Indignada por su propia estupidez y fascinada por la sensatez de padre e hija, Lucrezia volvió a dejar que los rayos del sol tocaran sus negras pupilas planteándose superar tal nivel de arrogancia expresa.

 

El bucle que había tomado con su dedo índice ya se había vuelto rulo de tanto girarlo sobre su propio eje, contemplando como ambas criaturas discutían de vaya a saber que cosa sus oídos no pensaban prestar atención. Debía admitir, sin embargo, que algo de aquella escena le parecía humorísticamente agradable: uno de los elfos al servicio de los Malfoy era notablemente alto y delgado, con cierta actitud petulante que le recordaba a la que los actores de teatro muggle usaban para interpretar a los Médici las obras donde éstos aparecían; el otro, el elfo gordo, hubiese perdido estrepitosamente un concurso de belleza frente a Passepartout, su siervo personal, que si bien no era una maravilla a la vista al menos tenía todas las partes del cuerpo en el lugar correcto y con la contextura promedio de la especie. Todo era muy pintoresco, cuanto menos.

 

- Si me permite corregirla, ellos deberán someterse a integrarse a nosotras. - contestó a lo que Leah sugería dejando fluir libremente la sorna en su voz, algo que dudaba que aquellas criaturas pudiesen interpretar.

 

Fue en ese momento que con el rabillo del ojo notó la presencia de Hamilton a su lado, en cuya mirada percibía una expresión de admiración honesta, algo que le resultaba poco común a una mujer consciente de la falsedad en las adulaciones que solía recibir por ser quien era. Poco tenía de tonta al reconocer el recelo que despertaba su actitud estirada y altanera. Sin embargo, en esa oportunidad le devolvió al elfo una sonrisa cien por ciento pensada y nada sentida. Ni un ápice de sinceridad había en esos labios ligeramente torcidos. Se puso levemente en cuclillas para que su mirada quede a la altura de la del elfo.

 

- Claro que me gustan, como toda flor ornamental o aromática. - frenó un segundo para regocijarse de lo relajada que había dicho esas palabras- Pero me gustan más las plantas con alguna funcionalidad, como la vid de mi viñedo para hacer el más delicioso vino que alguien como tu ama pueda probar o las mandrágoras en mi jardín, que uso para torturar a personas o seres inferiores que se sienten con la confianza suficiente para hablarme de igual a igual.

 

Al finiquitar con su suave amenaza a Hamilton la italiana volvió a recuperar su postura elegante, apartando completamente su vista de cualquiera de los dos elfos domésticos que asistían a la clase. Fue entonces que su atención volvió a centrarse en Leah, quien con la claridad en su voz dejaba intuir que ambas brujas compartían pensamientos y formas. Adelantó unos metros para quedar a solo unos pies de la profesora, dejando a cada paso el eco de sus zapatos que despertaba la curiosidad de las criaturas que habitaban en las plantas. Bastó un segundo de contemplación para que aflorara en la mente de la mortífaga la idea de adquirir un Bowtruckle al salir de aquella clase. Escuchó con suma atención la explicación de la instructora mientras diagramaba los mil usos posibles para aquel versátil protector.

 

- ¿Crees que pueden adaptarse a otras tareas más allá de proteger árboles? Como áreas enteras de vegetación o incluso otros bienes alejados de la herbología. - consultó con la honestidad de su interés plasmada en su voz.

 

Ocupó apenas un minuto en su mente para asimilar las indicaciones de Ivashkov y sopesar cuál le agradaba más dado que cuál le convenía era algo en lo que no le importaba detenerse. No estaba en sus planes arruinar la indubitable armonía de su elaborado peinado y definitivamente quería conservar la belleza de sus ojos azules y risueños. No dudaba en su propia capacidad para evitar mediante hechizos que las garras de aquellas criaturas profanaran la perfección de su piel pero prefería guardar su varita para divertirse con Teach y Hamilton más tarde. Una mueca de soberbia se dibujó en su rostro al finalizar la elaboración de la idea.

 

Con una suelta floritura hizo aparecer frente al alto saúco el Baúl de Siete Cerrojos que había adquirido en el Magic Mall los días previos a aquella jornada académica. Retrocedió con precaución un paso y contempló como los Bowtruckles abandonaron su improvisado hogar en la corteza del árbol para lanzarse sobre aquel artefacto mágico. Las pequeñas criaturas hundieron sus dedillos en la primer bocallave y comenzaron a girarlos bruscamente, de un lado al otro y varias veces. El esfuerzo que estos guardianes demostraban en aquella tarea le resultaba realmente admirable. No tardaron más de tres minutos en descifrar la combinación de movimientos para abrir el primer candado y quitar el cerrojo, adentrándose en el segundo compartimiento para continuar con el siguiente. Un movimiento de la varita de Lucrezia bastó para que el Baúl volviera a cerrar, causando un sonoro estruendo que retumbó en aquel colorido jardín.

 

- Me encantaría pasar al Lazo del Diablo, tengo uno en mi residencia y se me ocurren mil usos para darle ahora mismo.- exclamó dejando fluir su expectativa mientras repasaba una vez más la regordeta figura de Teach.- Luego le devuelvo los Bowtruckles, prometido.

 

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En esos momentos miraba con atención las agujas de su reloj de pared y, en vez de concentrarse en la apariencia rústica del mismo, su atención se dirigía a la información que contenía . No recordaba cuándo había sido la última vez que se había empeñado a realizarle un encantamiento, por ende, no estaba segura si el horario que indicaba era el correcto. Quería creer que sí. Según éste, restaban veinte minutos para la clase de Herbología.


Se sentía entusiasmada, al mismo tiempo nerviosa; ese nerviosismo le provocaba una leve presión en el pecho a pesar de que su preparación fue, según creía, la correcta; había estudiado los libros relacionados con Herbología, y no sólo los más antiguos sino también aquellos artículos que ofrecían información sobre nuevos descubrimientos. Al mismo tiempo, se preguntaba cómo sería la clase y cuáles eran los contenidos que encontraría; claro que todo dependía de la perspectiva del alumno.


Se dirigió al Invernadero donde comenzaría la clase, utilizando un vestido de tonalidades claras cuya textura era de seda fría y de calzado llevaba botas largas y oscuras. Esa ocasión resultaba la primera vez en mucho tiempo que asistía a una clase de conocimientos y, por más que hiciera memoria, no recordaba cuál había sido la última. Sólo tenía venían a su mente leves recuerdos de las clases de Cuidado de Criaturas Mágicas que impartía, lo cautelosa que era para seleccionar los contenidos que entrarían y los escenarios que presentaría. Imaginaba que Leah sería una profesora excelente, teniendo en cuenta que se trataba de una bruja con años de experiencia. Sólo esperaba que fuera una jornada leve y, en el caso de tener compañeros, que éstos no generen problemas


Al llegar se encontró con un escenario inesperado, había dos elfos domésticos como alumnos y una bruja que se apellidaba Di Médici. Sin duda, no entendía lo que sucedía, tampoco si los elfos pertenecían a su compañera, algo en el rostro de su profesora le hacía creer que no. El elfo de figura redonda informaba a la profesora que había sido mandado por su dueño Crazy para asistir a la clase por él. Sherlyn se preguntaba si era posible eso; en todo caso, los brujos debían tener cosas importantes para hacer para no presentarse a una clase de conocimientos. También se preguntaba si existía algo más importante que una clase de Herbología.


Siguió al grupo hacía el bosque y se impactó al ver como ambos elfos domésticos se trataban con hostilidad. No podía creer que siendo de la misma especie y quizás parientes, se trataran de tal manera. Sin embargo, la clase seguía su ritmo y debían cumplir con las instrucciones. Instantes atrás, no había llegado a escuchar la primera pregunta que era con respecto a los Bowtruckles, por lo tanto, procuró prestar total atención a las palabras de Leah.


Debían capturar un Bowtruckles y tras escuchar los dos métodos de captura sabía cómo debía proceder. Por esa razón se alejó unos metros para tener su propio espacio de trabajo y visualizó una roca de un metro, lo suficiente para transformarla en baúl que incluyera candado y cerradura. Sólo debía concentrarse, cerró sus ojos por unos segundos y cuando los abrió, estiró su varita apuntando hacía la roca y pronunció suavemente: —Morphos.


Tras sus palabras pudo notar como la roca se transformaba efectivamente en lo que se había propuesto. —Excelente —pensó, mientras veía como tres Bowtruckles se dirigían cuidadosamente hacía ella para tratar de abrirla. Introducían sus largos y finos dedos dentro de la cerradura de manera impaciente. Cuando la primera criatura ingresó al interior, se apresuró a decir: —Listo.


Desconocía cuánto duraría el efecto del Morphos y creía que hacer aparecer un baúl como lo había hecho Di Médici hubiera sido una mejor opción. El trabajo que había realizado su compañera fue impecable.

Editado por Sherlyn Stark

 

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—Sí, por supuesto —respondió a Lucrezia, ladeando la cabeza mientras la veía sopesar la mejor forma de realizar la tarea—. Están acostumbrados a proteger lo que conocen, pero darles una tarea no es del todo complicado, una vez que se han hecho la idea de que pertenecen allí y que han de cuidarlo a toda costa.

 

Di Médici era una mujer curiosa, una persona que se había acostumbrado a ver en otro siglo, en otras circunstancias y, por sobre todas las cosas, en un lugar donde no necesitaba una fea bata de trabajo. Se descubrió a sí misma mirándola por demasiado tiempo, cosa que encontró anti pedagógica en el momento justo en que ella, con astucia, hacía aparecer un baúl de siete cerrojos. Asintió con aprobación al ver que los Bowtruckles salían despacio, curioso, moviéndose con una lentitud casi parsimoniosa, a ver qué reto les deparaba el destino. Lo demás era historia. Se giró hacia su otra estudiante y avanzó en completo silencio hacia ella, sin interrumpirla. El accionar de Sherlyn había sido mucho más cauto y sin embargo, había sido efectivo.

 

Era otra historia con los elfos. No sabía si estaban usando su magia de una forma que ninguna de las tres podía ver o si, por el contrario, se habían olvidado de que les había dado una tarea. ¿O es que acaso tenía que ordenarlo? Se llevó los dedos a la sien y presionó por un instante, con fuerza, intentando calmar la creciente necesidad de darle una patada a cada uno para que hicieran algo productivo. No eran sus elfos, eran los elfos de Crazy y Mackenzie Malfoy. ¡Pero eran elfos! Lucrezia interrumpió su momento de estrés con un comentario peligroso. Sinceramente tenía muchas ganas de tirar al elfo gordo al lazo del diablo.

 

—Son plantas impresionantes, capaces de matar si no se tiene cuidado... —con un ademán, les indicó a las estudiantes que regresaran al invernadero. Sus cerraduras, con sus Bowtruckles, las seguirían con un levitar pausado—. ¿Piensan capturar un Bowtruckle o esperarán ahí todo el día?

 

Esperaba que la respuesta fuera afirmativa para la segunda pregunta, no tenía ganas de jugar a Hermione Granger y su filia con los elfos domésticos. Rodó los ojos cuando ninguno de los dos respondió a tiempo, su autonomía empezaba a cansarla.

 

—Pues, cuando lo logren, procuren no interrumpir al unirse en el invernadero.

 

Sin más que decir, dio media vuelta y avanzó a zancadas hacia la puerta de cristal. Cuando llegó con Stark y Di Médici, era evidente que estaba bastante turbada por la presencia de aquellos vasallos en su clase. No obstante, poco le duró el mal humor. Su concentración recaía en el lazo del diablo y era una planta que no podían tomar a la ligera. Después de una breve explicación de seguridad y de acomodarse los guantes, las guió al final del invernadero. En contraste a lo que se podía ver en todo el lugar, el fondo del invernadero era lúgubre en comparación. Una bruma oscura rebotaba en el interior, chocando con el cristal, evitando que la luz solar se adentrara. Ahí, cientos de plantas estaban repartidas por los lados, intentando escaparse, sin saber que afuera encontrarían la perdición.

 

Pero en el centro estaba el premio gordo, el lazo del diablo. Si habían visto uno antes, como era el caso de Lucrezia, entenderían porqué les había dado ciertos tips de seguridad. Era un ejemplar enorme, tanto, que ocupaba la mayor parte del suelo del invernadero. La humedad, la oscuridad, y el contacto con otras plantas peligrosas convertían a aquella enredadera en un monstruo similar a un pulpo gigante. Se enroscaba y se estiraba plácidamente, con el pesado sonido de sus ramas haciendo que las demás, aunque peligrosas, se alejaran de él. Era hermoso, dentro de lo grotesco. La Ivashkov se detuvo a una distancia prudencial.

 

—Esta planta es una de las más peligrosas de nuestro mundo. De noche, es casi imbatible. Por eso ha sido utilizada como defensa varias veces en hechos importantes, ¿saben alguno? —uno de los tentáculos avanzó hasta ella, pero aún sin verlo, la rumana dio un paso al frente y evitó que se hiciera con su tobillo—. Más allá de alguna defensa, me temo que no es un ejemplar precisamente útil. No es utilizado en la elaboración de varitas y sus tentáculos no son comunes en la elaboración de pociones. Por tanto, es ideal para tenerla en casa y evitar que haya visitas inesperadas. O para asfixiar elfos domésticos insubordinados.

 

Exhaló el aire que restaba en sus pulmones con cierta melancolía y se giró para observar al lazo del diablo, que seguía intentando atraparla.

 

—Su peor enemigo es el sol —sentenció, antes de regresar la mirada a las estudiantes—. Necesito que traten de combatirlo. Esta mañana escondí varios objetos imprescindibles para la elaboración de pociones y necesito que se hagan al menos con uno. Esta no es una clase de pociones, por supuesto, pero entenderán que si no saben medir correctamente las porciones de plantas y hongos pues, sería fatal para la persona que intenten ayudar. Si necesitan ayuda, lanzar chispas rojas al techo del invernadero e intervendré. Sino, nos veremos al frente cuando acaben.

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Teach se observó las manos estupefacto. No tenía los dedos gordos, eran robustos, aquel esmirriado pelota no había hecho nada con ellos más allá de anudar pajaritas y peinar cabelleras lustrosas de viejas brujas demasiado perezosas hasta para arreglar su propio pelo de estropajo. Teach había luchado por sobrevivir toda su vida, cazando cada comida y durmiendo colgado de las ramas para no despertarse como el aperitivo de un nundu.

 

Las brujas presentes lo habían recibido con el acostumbrado desprecio de su especie, había conocido a los suficientes magos para comprender que tenían la cabeza rellena de aire y sus padres siempre le habían dicho que todos los tontos eran arrogantes, de forma que se encogió de hombros y los siguió mascullando insultos.

 

- Bien, capturar un Bow... Un Bowtracli de esos

 

Observó el árbol que le había encomendado la bruja parlanchina. La voz de los humanos le chirriaba en los oídos así que trató de escuchar lo menos posible. Evidentemente el bowtracli no era aquel árbol, que era un abeto, así que era algo que había dentro, ¿Un fruto?. Dio un golpe sobre la corteza a ver si conseguía romperla e inmediatamente un bicho estirado de color verde, que le recordó vagamente a Hamilton, salió disparado hacia su cabeza.

 

- ¡Pedazo de boñiga de gorila!

 

La mano del elfo se movió como un relámpago y atravesó al bowtracli de un solo movimiento experto con su puñal, clavándolo contra la corteza del abeto. Teach pestañeó, había actuado por instinto pero creía recordar que la herborista había dicho algo sobre no hacerles daño.

 

- Oh, oh...

 

El animal seguía vivo y, aunque la punta del arma lo mantenía inmovilizado contra el tronco, alargaba los larguiruchos brazos en su dirección con furia indescriptible. Antes de que pudiera hacer nada más, otros dos salieron disparados en su dirección desde dentro del árbol. ¿Pero cuántos bichos de esos vivían allí? ¿Eran como las termitas?

 

Chasqueó los dedos y los dos bichos se quedaron congelados en el aire, observándolo con idéntica furia. No entendía qué hacía capturando animales, ¿Aquello no iba sobre plantas? Confundido, liberó al primer bowtracli y rápidamente le hizo un nudo con aquellos brazos y piernas tan largos dejándolo inmovilizado. A continuación chasqueó los dedos, curando sus heridas.

 

- Como nuevo

 

Se giró para dárselo a la bruja herborista pero no vio a ningún mago, al parecer habían avanzado sin ellos a la siguiente sala. Al que si vio fue al elfo fideo concentrado en un acebo. Sonrió malignamente y con un nuevo chasqueo de los dedos le envió volando a los dos bowtracli que había dejado paralizados, liberándolos en el proceso. Si parecía un accidente nadie le echaría la culpa.

 

- Y ahora vamos a por ese lazo del piano - dijo mientras se alejaba silbando -

Sapere Aude - Mansión Malfoy - Sic Parvis Magna

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