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Herbología


Leah Snegovik
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Observó cómo el pequeño baúl volvía a su forma natural, dejando escapar a la criatura que había quedado dentro; ésta huía de manera desesperada o, por lo menos, ella lo veía así, y se sentía apenada por haberla encerrado. Se preguntaba si la criatura había sufrido dentro y esperaba que no. Al menos la duración del hechizo había sido la suficiente para que la profesora lo examinara y, por consecuencia, pasar a la siguiente etapa.

Por otra parte, le llamaba la atención las acciones de los elfos domésticos. Sentía la necesidad de ayudarlos pero temía que las criaturas tomaran a mal el intento de ayuda. Buscó con la mirada la presencia de alguno de ellos, al menos podía identificar al más redondo que, al parecer, había concluido la etapa anterior. Lo podía suponer porque éste se acercaba lentamente hacia donde estaban.

De repente, dos Bowtruckle cayeron a pocos metros de donde se encontraban-. Pobrecitos - exclamó, con preocupación y desconcertada ya que no sabía de dónde había provenido. Sólo esperaba que su velocidad les permitiera correr para escapar de las ramas del lazo del diablo. Observó la escena con cierta impotencia ya que no sabía si podía actuar fuera del esquema de la clase.

Luego de recibir las instrucciones, reflexionó cómo podía defenderse de la planta. Si bien, existía una gran variedad de hechizos para debilitarla pero no comprendía cómo hacerlo con pociones. Los segundos le perjudicaban, los movimientos de la planta iban incrementando su agresividad y debía actuar de inmediato.

- Incendio -pronunció, apuntando su varita hacia la planta. De la punta de ésta salió una llama de fuego que provocó que las ramas de ese extremo se escogiera unos segundos y luego volviera a salir y esta vez con más intensidad.

En ese momento, Teach estaba más cerca de donde estaba. Lo veía como un elfo doméstico indefenso y, evidentemente, había personas que deseaban deshacerse de él. - Quédate cerca, yo te ayudaré - le dijo, calculando la distancia y el volumen de la voz para que sus palabras pudieran escucharse.

Volvió a concentrarse en la planta. - ¡Incendio! -exclamó, sin embargo, el hechizo no lograba cumplir con el objetivo.

Editado por Sherlyn Stark

 

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¡Qué beldad! ¡Qué extraordinaria mujer! ¡Incluso tenía mandrágoras para torturar a los seres inferiores! Aquello era una magnífica idea. Se llevaría unas cuantas mandrágoras y las pondría en las habitaciones de todos los sangre sucia. Porque estaba claro que gritarles sangre sucia no los amedrentaba. Armand, el fantasma de la Malfoy lo hacía todo el día y Hamilton lo apoyaba siempre que podía, pero esos seres inferiores no se daban por aludidos nunca. Algunos hasta lo miraban a uno por encima del hombro, como si su sangre élfica, de la más noble y antigua casta, fuese inferior a aquellas abominaciones mestizas.

 

Hamilton se había parado junto a un acebo y escuchaba embelesado a la profesora. Ella también era una mujer con clase. Se preguntó si su sangre sería tan pura como querían dar a entender sus arrogantes modales. Pero se le podía perdonar cualquier gota mestiza. Su soberbia era tan encantadora y digna de admiración como la de la Medici. Estaba extasiado, anonadado, maravillado y encantado. Cuando su Ama le ordenó asistir a una clase de herbología, nunca se habría imaginado que tendría también la oportunidad de aprender maneras. Tendría que hacerle un regalo a su Ama.

 

Aquellos bowtruckles que tenían que capturar quizás fueran un buen regalo. Eran hermosos, tan verdes y larguiruchos y con aquellas patitas tan monas. Estaba observando a las pequeñas criaturas, cuando algo le impactó en la cabeza.

 

- ¡Ay! -Gritó, cuando un bowtruckle golpeó en su ojo y el otro cayó en sus manos. - ¡Ay mi ojo! ¡Ay! ¡Ay!

 

El elfo se dio la vuelta justo a tiempo de ver a Teach escabullirse silbando, lo que indudablemente le delataba.

 

- ¡Teach malo! ¡Teach muy malo! Me chivaré a los Amos y te decapitarán. Colocarán tu cabeza en las bandejas de plata del Hall para que sirva de escarnio a todos los elfos desobedientes. Y a los zafios y gordos, como tu.

 

Hamilton lloraba desconsolado, mientras avanzaba traqueteante hacia el invernadero detrás de Teach, con un bowtruckle atrapado en una mano y el otro bowtruckle clavado en su ojo, que se había tornado rojo y sanguinolento. Sacó su pañuelo de flores rosas y granates y comenzó a hurgarse en el ojo, pero cuanto más lo tocaba, más arañaba la pequeña criatura.

 

El elfo comenzó a girar sobre sí mismo, la sangre de su ojo cayendo a goterones sobre su antaño pulcra tela de saco. Se mareaba. Iba a desmayarse y se moriría allí mismo. Siempre pensó que le gustaría morir en una cama con dosel, rodeado de madreselvas y amapolas, escuchando el trino de los jilgueros y sintiendo el suave revoloteo de mariposas de mil colores sobre su nariz.

 

No supo cuanto tiempo estuvo deambulando semi inconsciente por el invernadero. De pronto sintió un tentáculo sobre su cuello y todos sus sentidos élficos le dijeron que moriría ahogado, si antes no se desangraba. Se desvaneció.

 

Una voz imperiosa sonó al fondo del invernadero.

 

- ¡Pero qué le han hecho a mi elfo! ¡Hamilton!

 

Mackenzie Malfoy penetró en el invernadero y corrió hacia el lugar en el que Hamilton yacía tendido en el suelo, con un bowtruckle perforándole el ojo derecho y un lazo del diablo ciñéndose sobre su cuello. Afortunadamente, aún estaba vivo. Mackenzie lo había visto aparecerse y desvanecerse a su lado, en los jardines de Castellobruxo, mientras departía con los caipora sobre especies autóctonas. Había sabido que algo grave le estaba sucediendo a Hamilton a la segunda vez que el elfo se había aparecido y desvanecido en el aire.

 

Levantó la varita apuntando al lazo del diablo que atrapaba a Hamilton y lo convirtió en papilla para pociones. Después fue el turno de la planta asesina. Volvió a apuntar con su varita y la cubrió de oscuridad, a la vez que hacía aparecer una urna de cristal alrededor del Lazo del Diablo. Eso haría que se quedara tranquilo por un buen rato. Con manos expertas extrajo el bowtruckle del ojo de Hamilton y le curó la herida.

 

- ¿Quién ha hecho esto? - Mackenzie miró uno por uno a los allí presentes, con gesto acusador.

 

 

El elfo aún lloraba y se lamentaba, demasiado enfermo para levantarse.

 

- Alguien va a responder por esto. - Amenazó. - ¿Por casualidad habrá un poco de díctamo y azarollo en este invernadero? -La pregunta era más un reproche que una interrogación. No esperó a que nadie se lo trajera. Había visto lo que necesitaba en unas macetas colocadas sobre una alargada mesa a su derecha. Tomó una hoja de díctamo y la colocó sobre el ojo de Hamilton. Aquello le restauraría la piel y la cornea, a la vez que le calmaría el dolor. El azarollo lo tomó de una versión enana del árbol, también colocado en una maceta sobre la mesa alargada. Cortó unas ramitas y las colocó sobre el cuello de Hamilton. Era una planta muy útil para paliar los efectos de los ataques de criaturas y plantas oscuras.

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Inspeccionó de arriba abajo a la estudiante a quien no había prestado atención hasta el momento, haciendo especial hincapié en su forma tan casual de vestir. Se trataba de una joven que parecía simpática pero de baja estofa, al contrario de la imagen de respeto y altanería que infundía a cada paso la profesora de Herbología. Sherlyn había resuelto la tarea encomendada a la clase con una metodología similar a la utilizada por la aristócrata, a lo cual ésta respondió con una media sonrisa de satisfacción: amaba ser, por su don natural para exactamente todo, un modelo a seguir para quienes tenían el placer de observarla.

 

Muy lejos de lo que veía en la Stark, había algo en lo que rodeaba a Ivashkov que de alguna manera lograba cautivar a Lucrezia. Había algo muy sublime en su forma de pararse y de hablar, en su postura orgullosa de mujer que se sabía poderosa y de sangre pura. Tan llamativa y apasionante era su impronta que la superficialidad de su forma de vestir, con aquella bata salpicada con vestigios de tierras y hojas, quedaba completamente relegado a un segundo plano. No logró aportar su mirada de la herbóloga mientras ésta les indicaba que debían avanzar nuevamente hacia el interior del invernadero.

 

La Médici hizo nuevamente una floritura con su varita y el baúl de siete cerrojos se separó unos centímetros del suelo con el fin de levitar tras sus pasos, siguiendo la estela que el eco de sus zapatos al golpear el suelo producía en el recinto; si uno afinaba el oído lo suficiente aún se podía escuchar en su interior el intermitente rasquetear de las garras de pequeñas criaturas aprisionadas contra una de las paredes del cubículo. Los elfos domésticos del binomio Malfoy quedaron, en consecuencia, relegados a resolver aun la tarea de los Bowtruckles y Lucrezia no tenía ni un rastro de duda sobre lo mucho que se tardarían para algo tan simple.

 

Al ingresar nuevamente al agradable invernadero la italiana aminoró la velocidad de sus pasos. Antes de enfrentarse al Lazo del Diablo se permitió, dejando a Leah explicar las medidas de seguridad, disfrutar un poco de aquella atmósfera de agradables aromas y tenue luz. Se quitó el guante de piel de dragón que cubría su mano izquierda y fue directo a la primera flor que reconoció: el jazmín. Con suma delicadeza, como si en el acto estuviese por herir de muerte a alguien, extrajo entre sus delgados dedos un ejemplar de una maceta solitaria. Acercó con lentitud aquella flor hacia su rostro y se abstrajo completamente de la situación al percibir la dulce fragancia que desprendían sus blancos pétalos. Le hacía recordar a Villa Médici, a su hogar, a su idioma natal…a las sentencias de muerte que se ejecutaban en la serenidad inquebrantable del jardín.

 

- Tienen una colección de ejemplares digna de admiración.- comentó la blonda aristócrata antes de dirigir su atención nuevamente a Leah.

 

Ésta los esperaba en una sección mucho más apartada del invernadero teñida de una oscuridad tétrica que la remitió a los calabozos levantados bajo los cimientos de su mansión. Allí descansaba el afamado Lazo del Diablo, que por su evidente agresividad contenida difería en gran medida con el que ella poseía en su patio interno; había encantado a la planta de bruscos tentáculos para que estos dibujaran con su extensión una variedad de formas agradables a la vista e inofensivas para los familiares. Lucrezia observó embelesada la estructura verdosa y flexible de aquella enredadera de torpes y peligrosos movimientos, que se contorsionaba a solo unos centímetros de sus rubios bucles que había vuelto a enroscar en la punta de su varita inconscientemente.

 

La grácil media sonrisa que dibujaron sus labios como respuesta al comentario de la profesora sobre la asfixia de elfos domésticos fue interrumpida por uno, específicamente el de Mackenzie Malfoy, que había lógicamente fallado la prueba anterior. Lo observó tambalearse de un lado al otro completamente desorientado y llorando sangre, sin siquiera atinar a ayudarlo o incluso moverse, en una postal tan atípica y tenebrosa que le resultaba realmente disfrutable. Fue en ese instante, cuando la criatura pasó la barrera de precaución delimitada por Leah, que uno de los atentos tentáculos del Lazo del Diablo cruzó a gran velocidad casi cortando el aire y lo tomó del cuello. Fue en ese momento que la inesperada presencia de su ama interrumpió la escena.

 

Lucrezia se tomó un momento luego de que Leah finiquitara con su explicación para diagramar en su mente como resolver aquella tarea de la manera más propia. Materializar luminarias en el lugar sería una salida a aquella prueba demasiado básica e impropio de una mujer a quien le era tan innato destacar bajo las inclemencias de cualquier situación. La solución al problema debía gritar por si sola su nombre. No tardó más de un minuto largar un fuerte suspiro, harta de su propia sapiencia, y se adelantó un paso con resolutiva firmeza. Estiró su delgado brazo hacia un punto céntrico del techo, justo por encima de donde las raíces del Lazo del Diablo se sujetaban con fuerza al suelo y la caja de cristal de Mackenzie comenzaba a ceder ante los golpes insistentes del Lazo del Diablo.

 

- Confringo- vociferó la Médici sin disimular el éxtasis que fluía en su voz.

 

De la punta de su elegante arma mágica salió potenciado un haz de luz de un intenso rojo que iluminó hasta la esquina más recóndita de aquella apartada área del invernadero; el brillo produjo un llamativo centello en la azul mirada de Lucrezia, cuya expresión de júbilo era supina. El rayo rubí impactó furiosamente contra el techo, produciendo un estruendo que unió el sonido del vidrio partiéndose en mil pedazos con el de la explosión surgida como efecto del hechizo; al caer en consecuencia los cristalinos trozos hacia el suelo la aristócrata respondió con un circular movimiento de varita que efectuó con soltura sobre su cabeza, generando que aquellos filosos descartes de la explosión- incluidos los de la caja de cristal- quedasen suspendidos en el aire totalmente inertes.

 

Bastó un instante para que los rayos del sol bañaran en pequeñas estelas doradas aquel recinto. La espesa aura oscura que invadía el lugar se vio violentada por la natural autoridad de aquella luminaria y comenzó a ceder, escapándose por el agujero recientemente formado en el cielo y difuminándose por simple acto del tenue viento exterior. De un instante para el otro la luz solar impactaba con ímpetu en los tentáculos del Lazo del Diablo, que se contrajeron instantáneamente para proteger sus gruesas raíces como si fuesen susceptibles de sufrir dolor y aquello los quemara vivos; de hecho podía observarse la presencia de casi imperceptibles hilos de humo desprendiéndose de sus verdes filamentos. La imponente furia de aquella enredadera había sido apagada por algo tan común para las personas como la abrazadora luz de un día de verano.

 

- El banco Médici se ocupará de todos los daños causados a la estructura y se compromete a realizar todas las reformas necesarias para mejorar la infraestructura de este lugar. Espero que se haga con un tiempo para pasar por mi mansión y...charlarlo personalmente.- le dijo a Leah, dejando entrever en sus últimas palabras un sentido pícaro y quizás algo impertinente, mientras se daba palmaditas en el hombro para quitar un inexistente polvo.

 

La Médici, con la seguridad imperante de su altiva actitud, se acercó lentamente a la Ivashkov y depositó el jazmín que aun tenía en su poder en la mano de la profesora en una señal de culpa por lo magnífico de su exhibición y la resolución de la tarea. Que si, había destruido parte de la propiedad de la Universidad pero había propuesto algo superador como maximizar la funcionalidad del invernadero. Le guiñó con ojo a Leah con una simpatía de la que muchas veces carecía al tratar con otros, dejando en claro su preferencia por gente de su mismo nivel social. Ay, si pudiese tener un momento a solas con aquella mujer cuya presencia la dejaba tan anonadada...pero no, habían sido interrumpidas.

 

- ¿Quien quiera que tenga que responder por las heridas de Hamilton debe hacerlo personalmente o si está muy ocupado puede enviar a su elfo?- le preguntó a Mackenzie con su tono impregnado de sarcasmo- Esto es Castellobruxo señorita Malfoy, no "Castillo, bruto". Tal vez deba mandar ahí a sus elfos la próxima vez.

Editado por Lucrezia Di Médici
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Si no recordaba mal, la frase exacta que le había dedicado a los elfos domésticos había sido "procuren no interrumpir al entrar al invernadero".

 

Elementalmente, las cosas fueron totalmente distintas. La Ivashkov se percató de la presencia de Hamilton solo cuando éste, que se había quedado fuera de las explicaciones de seguridad, pasaba la línea que había delimitado para su protección y era zarandeado por el lazo del diablo. Pero su planta, su maravillosa y monstruosa planta, no le había hecho sangrar el ojo. Como un halcón, desvió la mirada de la sangrienta escena y encontró al único que faltaba: Teach. Ni queriendo habría podido ocultarse, sus petunias no eran lo bastante gruesas para taparlo. Solo que su paradero no era lo que le importaba; había dado clases las veces suficientes para saber que cuando alguien guardaba demasiado silencio en una situación de caos, era porque estaba implicado.

 

—Bueno, tendremos que...

 

Su voz se quedó corta, por debajo de los intentos de Sherlyn de cumplir la tarea y la voz imponente de Mackenzie Malfoy, quien había decidido regresar. Puso los ojos en blanco y se alejó de la dramática escena, yendo hacia el elfo obeso. Teach estaba muy quieto y desviaba la mirada como un niño pequeño, encontrando particularmente llamativas las líneas del techo. En contra de sus principios, se inclinó hasta quedar a su altura y torció los labios en una mueca que, en un buen día, podría tomarse como una sonrisa.

 

—Has sido tú, ¿a que sí? —la afirmación salió de sus labios como un susurro, apenas audible por todo lo que estaba pasando detrás. La explosión, el lazo del diablo chillando, Mackenzie vociferando amenazas. Ensanchó la sonrisa—. Al final no vamos a llevarnos tan mal.

 

Cuando se volvió hacia la comitiva, Lucrezia hacía gala de los modales de una doncella adinerada, una de esas que le caía bastante bien. Ella se limitó a observar el techo, ver los restos de filamentos dorados que se esparcían por el fresco viento otoñal y tratar de inhalar lo suficiente para poder seguir con el circo que le habían dejado como clase. Al volver a centrarse en el grupo, Mackenzie Malfoy la atravesaba con una mirada encolerizada.

 

—Siento haberla sacado de sus otros menesteres, señorita Malfoy. Pero me temo que su elfo ha sufrido un accidente común durante las prácticas con Bowtruckles y que ha pasado la línea de seguridad, la cual habría notado de haber llegado a tiempo a la siguiente explicación —la verdad a medias abandonó sus labios con suma naturalidad, sin siquiera un ápice de falsedad—. Tres gotas de Esencia de Díctamo y un Episkey bastarán para reparar el daño. Verá borroso por un par de horas, pero nada irremediable...

 

Su postura se volvió un poco más rígida a continuación.

 

—...no obstante, he de recordarle que estamos en medio de una clase y que no puede entrar y salir cuando guste. Este tipo de accidentes podrían evitarse si usted, que es quien se ha inscrito a la clase, siguiera las instrucciones y no un criado doméstico —le echó una mirada fugaz al elfo, su ceño estaba fruncido en desaprobación—. Señorita Di Médici... Gracias por ofrecer la ayuda del banco de su familia, le notificaré a la escuela de su noble accionar, después que lo conversemos, claro —hizo una pequeña pausa, con Mackenzie mirándola así, no podía sonreírle como hubiese querido, aunque la mirada significativa que le lanzó probablemente bastaría. Ella, como era obvio, tampoco era ninguna santa—. Señorita Stark, en vista de que han domado a la "bestia" después de todo, ¿le importaría hacerse con los instrumentos ocultos en el lazo del diablo? Me temo que tendremos que adelantar la lección extracurricular de pociones para usar el Díctamo en... Hamilton.

 

El narizón. Se volteó para ver a Teach, seguía tan callado que parecía casi un fantasma. Un fantasma con demasiado relleno.

 

—Necesito que recolectes las mejores hojas de Díctamo y encuentres una salamandra, hay varias por la zona. Rápido, tarda menos de lo que parece y quisiera que no se retrasara más la clase.

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-¡Qué impertinencia! -Exclamó Mackenzie mirando a la desconocida que le hablaba con tanta altanería como solían hacer en los círculos de nuevos ricos. - Dado que no tengo el gusto de conocerla, por esta vez no le tendré en cuenta su insinuación de que mi Elfo es un bruto. En mi familia nos preocupamos mucho de que nuestros elfos sean los mejores y le aseguro que Hamilton tiene más linaje y casta que muchos magos que se creen de postín -añadió.

 

No, probablemente no fuera una nueva rica, se había informado previamente sobre los participantes en aquella clase y, sin duda, aquella era Lucrezia Di Médici. Enzo Manzzini le había podido aportar muchas referencias sobre ella, aunque no la conocía en persona. Pero procedía de un antiguo linaje y era indudable que la mujer tenía buena casta y muchos galeones. Pero no iba a dejar que insultaran a su elfo personal ni que insinuaran que su familia no sabía adquirir buenos elfos. Hasta aquel desarrapado de Teach valía su peso en oro. A Mackenzie no le confundían las apariencias ni las argucias de su padre. Teach era tan peligroso y agudo y su magia élfica tan especial y poderosa que su padre sabía muy bien lo que se hacía cuando lo llevaba con él a casi todas partes.

 

Observó que Hamilton se recuperaba razonablemente bien, bajo el efecto de las hojas de díctamo y las ramas de azarollo que le había aplicado. Pero, sin duda, la esencia de díctamo y el episkey que sugería Leah lo terminaría de recuperar más rápido. Así que aguantó con estoicismo la reprimenda de la profesora. Después de todo, tenía razón. Una vez había leído que en esta vida uno está en disposición de tomar cualquier decisión, por azarosa y extraña que sea, siempre que esté preparado y dispuesto a aceptar, en igual medida, el precio a pagar. No le incomodó, por tanto, la reprimenda. Leah estaba en su justo derecho y Mackenzie lo aceptaba así.

 

- Siento haberte incomodado, Leah, al ausentarme de la clase. Pero verás, pensaba matar dos pájaros de un tiro al venir aquí y mientras Hamilton aprendía todo por aquí, para luego informarme, yo estuve también aprendiendo cosas de los caipora. Saben mucho sobre las especies autóctonas. Pero sí, acepto el regaño y trataré de aprovechar el resto de la clase. Después de todo, no es tu culpa lo que ha sucedido.

 

Las últimas palabras las añadió mirando a Teach, cuyo rostro delataba más de lo que pretendía ocultar. Era obvio lo que había pasado y no necesitaba las insinuaciones de la Médici para comprenderlo. Teach y Hamilton, dos elfos excepcionales por separado, pero con tal diferencia de carácter que juntarlos siempre provocaba algún desastre.

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- Lo que yo me pregunto es ¿Cómo pasó una familia tan preocupada por la pureza de la sangre a ser encabezada por alguien que se interesa tanto por el bienestar élfico?- las palabras de Lucrezia, dirigidas a la Malfoy, no escatimaron en la impertinencia que se le había marcado.

 

Di Médici había aprovechado el intercambio de palabras entre la profesora y la recién llegada alumna para moverse con cierta soltura por el invernadero, quedando separada del grupo por una de las hileras de macetas y plantas que cruzaban casi la totalidad del recinto. Observó a Mackenzie por un hueco entre las hojas de los incipientes árboles frutales, que desprendían una aroma embelesador para un olfato tan dedicado como el de la italiana. Ya sin tareas, se quitó con delicadeza ambos guantes de escamas de dragón y los dejó sobre una mesa.

 

Aun con la prepotencia con la que se había dirigido, Lucrezia sentía un indicio de admiración por aquella mujer. La Malfoy nunca se acobijó cómodamente bajo la sombra de su padre, el otrora Ministro de Magia, sino que había forjado un carácter y una posición propia dentro de la casi impenetrable comunidad mágica. Mackenzie había logrado algo a lo que, pese a sentirse cerca de alcanzarlo, la italiana solo añoraba: ser reconocida por el conjunto de la sociedad como Lucrezia y no que al admirarla vean en ella solo un eslabón más en la cadena de oro que era la familia Médici.

 

- Creo que no nos hemos presentado. Mi nombre es Lucrezia, sexta de mi nombre.- dijo con un tono ligeramente alto de voz, asomándose entre dos robustos naranjos.- Es un placer, señorita Malfoy.

 

Si, así son las relaciones entre mujeres de alcurnia: un eterno vaivén entre la cordialidad y la malicia camuflada en presentaciones y palabras agradables al oído. La blonda italiana bien sabía que aunque habían dimitido a sus funciones los Malfoy aún tenían influencia en las altas esferas y coqueteaban con el poder. No podía evitar que aquella situación atrajese su interés en entablar algún tipo de relación con Mackenzie, aunque como consecuencia tuviese que censurar sus comentarios sarcásticos ¿Acaso podría ganarse una invitación a la afamada y a la vez temida Mansión Malfoy? Tendría una clase para lograr su objetivo.

 

- No puedo negar, sin embargo, que han elegido para su servicio a elfos bastante particulares. Passepartout, el que me pertenece, no hubiese acabado mucho mejor que el suyo.- comentó con medida sorna mientras volvía a retomar su lenta caminata entre las variadas macetas.

 

Notó, mientras los demás se ocupaban de la curación de Hamilton, que algunas plantas rogaban mediante su apagado color, a veces rozando el amarillo, ser regadas. No dudaba de que Leah fuese sumamente cuidadosa y detallista con el tratamiento de aquella colección de flora autóctona, pero siempre algo podía escaparse. La italiana elevó con elegancia su varita y un murmullo casi inaudible fluyó entre sus carnosos labios; de la punta se desprendió una luminaria blanca que se dispuso sobre las macetas y se extinguió con un fugaz destello. Fue entonces que pequeñas nubes miniatura se materializaron sobre las plantas y la lluvia comenzó a decantar, humedeciendo la tierra que las alimentaba.

 

Al pasar junto a una enorme maceta de barro que simulaba ser una vasija distinguió la tierra removida y supuso que algo había sido plantado allí en los últimos días. De repente le vino algo a su mente, que había abstraído completamente de aquella clase interrumpida por la poca pericia de los elfos domésticos. No obviaba la molestia de Leah por el devenir accidentado de la jornada y algo que no logró reconocer, muy en el fondo, la impulsó a solventarlo. Realizó otra floritura, consistiendo ésta en un movimiento recto en el aire aire, y contemplo con satisfacción el efecto de aquel encantamiento: dos gruesos tallos verdes penetraron la tierra y comenzaron a entrelazarse entre sí, tomando a medida que crecían la forma de dos serpientes unidas en un armonioso baile. Cuando el crecimiento se detuvo éstas habían formado un pequeño corazón juntando sus cabezas.

 

- Espero que no le haya molestado, señorita Ivashkov. Es que no me asignó tarea. Es un hechizo que me enseñó un herbólogo hace años. Puede que la planta muera en unos días, pero el resultado es magnífico.- interrumpió la italiana, clavando su azul mirada en Leah con intensidad y colocándose cómodamente junto a su obra, apoyando los brazos sobre la mesa de trabajo.

 

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Creía comprender cómo era el mecanismo de defensa del Lazo del Diablo; sin embargo, su intentos fallidos eran la evidencia de que las criaturas mágicas eran su fuerte. Aún debía reforzar algunos aspectos de Herbología, por ejemplo, encontrar los puntos débiles de cada especie y el cuidado que se requería para encontrarse en condiciones favorables. Por esta razón se sentía intranquila. Lo que más quería era demostrar todo el conocimiento que había adquirido de manera teórica. Frunció el ceño en respuesta a lo que era, a su parecer, una pésima actuación.

Fijó su vista en la planta y mantuvo firme su varita, sin embargo, cuando estuvo a punto de lanzar el hechizo, una voz penetró el escenario donde se encontraban. Su concentración era tal que, si la recién llegada no hubiera lanzado amenazas, ella no se daría cuenta de su presencia. ¿Qué podía ser tan importante como para interrumpir una clase de Herbología? Y, lo supo al darse la vuelta y observar la descomposición que sufría el elfo doméstico de Mackenzie. Al parecer, la criatura no había prestado atención y tuvo cierto inconveniente con los Bowtruckles, en la fase anterior. En ese momento, entendió por completo el enojo de Malfoy y, en parte, se sentía culpable al no haber sido capaz de protegerlo.

— Oh, no… —se lamentó al ver la situación.

Por otra parte, agradeció por dentro la asignación que le habían otorgado, ya que creía que no había algo mejor que curar un elfo doméstico en esas condiciones y, al mismo tiempo, pondría en práctica los conocimientos en el área. La presencia de Mackenzie le provocaba nervios y ésto era a causa de lo que significaba la familia Malfoy. Intentó hacer caso omiso a las acciones de los presentes, pero le llamó la atención la cordialidad y el orgullo con el que Di Médici se presentaba. Hasta ese momento no había escuchado hablar de la familia a la que pertenecía, pero, por el desempeño que había hecho durante esas pocas horas, podía deducir que era una bruja con buenas habilidades.

— ¿Esencia de Díctamo? —se preguntó a sí misma y por lo bajo, luego se dedicó a buscar en los instrumentos ocultos por el Lazo del Diablo.

Se suponía que los instrumentos que se encontraban ocultos le permitirían curar al elfo doméstico, por lo que se apresuró a realizar la búsqueda. Debía ser precisa y encontrar los objetos que podrían ser de utilidad y nada de lo que se encontraría ahí podría ser tan efectivo como la Esencia de Díctamo. Se arrodilló y buscó unos metros por el suelo. Cuando encontró un frasco de vidrio, lo tomó y lo aproximó a su nariz para verificar su aroma; parecía ser el correcto, era agrio y, a la vez, natural. No podía estar segura debido a la falta de especificaciones en sus extremos.

— ¿Puede ser este? —acercó el frasco de vidrio a Leah, quien le podía dar la respuesta verdadera—. De lo contrario, podríamos realizar la poción con hojas de díctamo.

Sin embargo, no recordaba haberla visto en el Invernadero.

Editado por Sherlyn Stark

 

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Con una mueca, que podría haber significado muchas cosas, recibió las disculpas de Mackenzie. Tantos años de dar clases habían bastado para enseñarle a tener, aunque pareciera lo contrario, un poco de paciencia. Y es que en otra situación, sin la insignia de Castelobruxo en el pecho y la imperiosa necesidad de los reporteros modernos para sacar partido de todo, habría hecho una escena tal que ni siquiera habrían tenido que invertir su tiempo en curar en elfo. Habrían tenido que enterrarlo. O a Teach, que parecía catatónico en su sitio, quizás porque no había pretendido hacer tanto daño o quizás porque la hija de su dueño no dejaba de mirarlo.

 

Ivashkov tardó apenas un segundo en decidir que la criatura era inútil y tomar las riendas del asunto. Una floritura de su varita, una voluta de humo y una succión de aparición más tarde, la mujer tenía una rama perfecta de hojas de díctamo en la mano derecha y una salamandra, viva, levitando junto a ella. Tenía una expresión de pocos amigos digna de mención, sin embargo, su rostro pareció relajarse en cuanto vio lo que había hecho Lucrezia. La italiana era fascinante. Podía cortar el hielo con sus palabras y aún así era capaz de hacer magia tan delicada como aquella.

 

—Me encargaré de que no muera —aseguró, dedicándole una inclinación de cabeza—, muchas gracias por el detalle.

 

Justo acababa de enderezarse cuando Sherlyn apareció con un frasco y una sugerencia un poco rara. Frunció el ceño.

 

—Realizar la poción con Díctamo es precisamente lo que haremos, señorita Stark, ¿ha estado prestando atención?

 

Inhaló profundamente y se colocó la varita tras la oreja, con la única intención de examinar lo que le había entregado la muchacha. No era Esencia de Díctamo, era, la base de la poción. Pero serviría. Mientras lo examinaba, lo que le había pedido a Sherlyn se acercó hasta ella en una marcha grácil, dando tumbos en el aire como si siguieran el ritmo de un tambor inaudible. La mortífaga alzó la mirada y con un gesto le indicó a las tres y a Teach, si seguía entre los vivos, que prestaran atención. El caldero frente a ella no necesitaba fuego, se las había arreglado sin él. Los demás instrumentos -un mortero, un vaso de precipitado, un gotero y un tubo de ensayo-, siguieron danzando frente a ella.

 

—Esta poción requiere temperatura media y un caldero de plata del número dos; el peltre provoca un efecto más bajo y una coloración dudosa y el oro la diluye demasiado, al punto de perder su efectividad —alzó el frasquito que le había dado Sherlyn—. Dos "Slytherin" de esencia de ajenjo: funge como base y estabilizador.

 

Inclinó la botella y un hilillo transparente cayó hasta el caldero, que emitió un sonido casi placentero. Un Slytherin, dos Slytherin... justo en la última sílaba, alzó el frasco para que no cayera nada más.

 

—Dos veces en sentido de las agujas del reloj cada minuto, por tres minutos —las indicaciones iban de la mano con la práctica. La bruja hizo girar el líquido seis veces en tres minutos y en la última vuelta, el líquido tomó un color ambarino—. Cinco gotas de baba de salamandra de fuego, confiere cualidades de regeneración ante quemaduras —con el gotero, se dio la delicada tarea de retirar la baba de la salamandra, a la que dejó de ir después—. En sentido de las agujas del reloj, cinco segundos por circunferencia, por un minuto.

 

Casi con aburrimiento, puesto que había hecho aquello demasiadas veces en sus años como Medimago Jefe, desvió la atención de la poción sin preocuparse por arruinarla. Porque lo cierto era que no lo haría. Depositó las hojas de Díctamo en el mortero y, cómo no, con magia lo hizo funcionar. Las hojas soltaron un olor peculiar, distinto al que se creía por medio de la esencia. Ese olor sólo se conseguía con la combinación de todos los ingredientes. Cuando regresó la vista a la poción, la doceava circunferencia había terminado el minuto estipulado y la poción, más oscura, burbujeaba suavemente.

 

—Temperatura máxima... Agregar un puñado de Díctamo fresco machacado. No mezclar, el calor hará el resto —el proceso, cuando agregó el Díctamo a la poción, apenas duró unos segundos. El líquido era de un precioso dorado—. Y listo. Apagan el fuego, lo pasan a un vaso de precipitado con un hechizo de refrigeración común y lo transferimos a un tubo de ensayo, esterilizado, para su uso. Unas gotitas son suficientes para tratar heridas abiertas y bastará para el ojo de Hamilton.

 

Finiquitó la última fase de la pequeña tutoría extracurricular y tendió el tubo a Mackenzie.

 

—El Díctamo tiene altas propiedades curativas y es capaz de combatir casi todos los males físicos, menos eliminar el veneno del torrente sanguíneo. Pero para que sea más efectivo, es necesario mezclarlo con todo lo anterior. Como ven, es un proceso casi fugaz pero, no es sencillo conseguir esta mazcla en el mercado y si se halla, será muy cara... La ejecución da trabajo —suspiró—. Lo positivo de este incidente es que hemos logrado aprender algo más sobre plantas, incursionando un poco en las pociones, claro está. Y es que una materia no está alejada de la otra, de hecho, es preciso que conozcan las cualidades de plantas y hongos para que, al momento de elaborar una poción o consumirla, sepan con exactitud qué está mal. Como la calidad del Díctamo o si la coloración se debe al peltre o al oro.

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Cuando volvió a mirar el frasco que le había entregado a Leah se percató que estaba vacío. En ese momento ella pensaba que si no hubiera realizado un comentario de más se habría ahorrado una situación incómoda. Lo cierto fue que toda esa escena de los elfos y Mackenzie había sido caótica incluso para ella, y existía la posibilidad que, como decía su profesora, había estado desconcentrada por unos instantes. Sin embargo, ¿no se suponía que debían encontrar los objetos escondidos por el Lazo del Diablo? Frunció el ceño sin mediar palabras.

Al girar su mirada hacía donde se encontraba Di Médici observó que ella había creado una planta. Esas invocaciones eran casi imposibles para Sherlyn debido a que se requería mucha concentración y conocimientos en el área, le sorprendía que su compañera lo había realizado sin ningún problema y sólo en cuestión de segundos—. ¡Qué bonito!

Luego de entregar el frasco vacío, tomó distancia y se dedicó a prestar atención en las instrucciones de su profesora, sobre cómo crear una Esencia de Díctamo que sirviera para esas situaciones. Cada uno de los pasos era fundamental y la explicación de Ivashkov era concreta y simple de comprender. Por esa razón, suponía que no haría falta tomar notas en papel. Y, resultaba perfecto para ella porque no recordaba donde había dejado sus pertenencias.

No podía ocultar el asombro una vez que la mezcla finalizó: era perfecta. Su interés por el resultado se evidenciaba porque no lo dejaba de observar. Sentía la necesidad de tocarlo y oler su aroma, pero no sabía si esto era posible ni tampoco quería volver a exaltar los ánimos de Leah.

— Es perfecto —murmuró, luego de escuchar que éste rendía muchos usos debido a que sólo necesitaban poca cantidad para que hiciera efecto—. ¿Es posible que podamos llevar una muestra?

Por otra parte, le dio curiosidad saber cómo Malfoy utilizaba la poción para su elfo doméstico. Después de la información que les había ofrecido su profesora, suponía que Hamilton se recuperaría de inmediato.

 

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Las cosas se habían torcido muy rápidamente, había fallado en su objetivo de librarse de aquel elfo insufrible, pero su naturaleza histérica lo había llevado a crear una gran alharaca por una pequeña herida, apenas un rasguño en el ojo. No dejaba de sorprenderle lo quejicas que podrían llegar a ser sus primos de la civilización. En su lugar de origen, los elfos eran temidos y venerados por los lugareños, que los consideraban pequeños diablos y hasta les realizaban pequeñas ofrendas. Y aquel larguirucho esmirriado no solo era un esclavo, sino que parecía encantado con sus cadenas.

 

La llegada de Mackenzie empeoró la situación, conocía lo suficiente a aquella mujer para saber que era peligrosa. Por algún motivo sospechó inmediatamente de Teach, y pronto se encontró recibiendo miradas acusadoras de todos los presentes. La culpa no era suya, le había dicho a Crazy que era una mala idea, pero el señorito malcriado había insistido en que tenía que comprender los nombres de la flora local. ¡Como si lo necesitara! Podía identificar cualquier planta a simple vista, ¿Qué importaba que no se supiera los nombres?

 

Harto de ser siempre el culpable de todo, observó a su alrededor buscando algo con lo que distraerse. Alguien había encerrado al lazo del piano que se suponía iba a ser su siguiente prueba. De modo que centró su atención en la pared del fondo, allí había una serie de estanterías repletas de plantas, cada una con una plaquita que especificaba su nombre. Dedicó un buen rato a estudiar una por una, tratando de aprenderse los nombres, confiando en que el resto se olvidara de él.

 

Poco a poco, al ver las plantas presentes, una idea floreció en su cabeza. El elfo palo seguía quejándose y eso le iba a tener problemas, tenía que hacerle una poción calmante que su tribu usaba para el ritual del sacrificio, para lograr que el humano dejara de gritar antes de abrirlo en canal. Recolectó rápidamente los ingredientes y se sentó en un rincón con un caldero de cobre. Hizo un pequeño fuego y, calculando la temperatura con un dedo, comenzó a agregar los ingredientes.

 

- Primero la arena y luego... - sopesó una de las plantas en la palma de la mano - Cinco pizcas de óleo de este

 

Agregó después otra planta, que al parecer se llamaba extramomia, y la poción adquirió un suave color amarillento. Asintió para sí mismo, pensando en que su abuela estaría satisfecha de la tonalidad y no lo golpearía en la cabeza demasiado. Acto seguido comenzó a echar hojas de adolfo una por una, a ritmo constante, hasta que adquirió un tono rosado. Finalmente depositó una roca de montaña de fuego.

 

Esperó unos minutos hasta que la roca flotó hasta la superficie y apagó el fuego. Aquello serviría, pensó mientras rellenaba un pequeño frasquito y se acercaba al grupo, que estaba escuchando atentamente la perorata de la profesora.

 

 

Sapere Aude - Mansión Malfoy - Sic Parvis Magna

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