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Los desplazados


Melrose Moody
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Richard observa a Catherine por encima de su periódico no sin cierto desdén. La mujer, es experta en señalarle cosas incómodas.

 

--No puedes enviar a Melrose sola esta vez --replicó con convicción. Se estaba calando los guantes de cuero por debajo de las mangas del abrigo. Richard también se había cambiado ya, con un traje un tanto más veraniego, adecuado para el sur de Italia pero a regañadientes--. Ahora es serio. Podrían pensar que es una espía. Podría morir.

 

Richard decidió dejar el periódico a un lado. De todas formas, ya había revisado la pequeña nota al borde de la página 13 al menos veinte veces y dudaba que Catherine creyese que lo estaba leyendo. En ella, sólo figuraba un pequeño comentario acerca de un grupo de sirenas que había decidido mover su asentamiento desde Grecia hacia las costas de Sicilia. El artículo agregaba que ahora se encontraban cómodamente instaladas apenas a unas decenas de metros al sur. En la página siguiente, había un artículo a doble portada y con imagen móvil, acerca del asesinato en la plaza roja. Un licántropo y un centauro muertos habían aparecido colgados bajo los faros de luz. Richard todavía sentía incomodidad al sentarse al recordar cuanto dinero había tenido que gastar por culpa de esa noticia y el cómo había tenido que retrasar su entrega de los guantes de demiguise de contrabando llegados directo desde San Petersburgo. Todo el asunto había movido una logística increíble, empezando por las desmemorizaciones a los muggles rusos, que Richard ni siquiera quería imaginar. No sabía cómo estarían organizándose por allá pero sin duda estarían desesperados por encontrar culpables. Por eso se había opuesto a la partida de Catherine.

 

--Quiero averiguar sobre ello --replicó ella secamente ante la sugerencia de quedarse--. Siento que tiene que ver con todo ese otro asunto.

 

"Ese otro asunto" era ni más ni menos que la pequeña nota en El Profeta. Richard había enviado a Melrose a esa pequeña comunidad de sirenas recién mudadas en busca de una receta de cocina especial de branquialgas. Al inicio, había recibido respuestas favorables; Sin embargo, el silencio había sido rotundo en los últimos tres días.

 

--Ve para allá --azuzó Catherine tomando la bufanda y acomodándose la ushanka--. Te veo en unos días yo también.

 

Luego de lanzar los polvos flú a la chimenea y decir "Callejón Diagon" desapareció. Al parecer, había decidido tomar uno de los servicios vacacionales de por allí para pasar desapercibida. La desaparición no lucía como una opción muy segura en esos días.

 

Richard se incorporó y tomó el espejo de la mesita de noche. Del otro lado, no se reflejaba ningún rostro ¿Qué estaba sucediendo? Tenía tan solo la vaga percepción de que todo estaba conectado a un por qué concreto.

 

Melrose Moody

 

La muchacha intenta recordar el aire frío correr por su cara pero fracasa. Añora el exterior, de la misma forma en que añora los campos y la comida pero eso ahora no es una opción.

 

Ante ella, se extiende tan solo la vastedad del mar, el agua clara. Las sirenas, éstas hermosas no como las que moraban en su natal Escocia, cantan una melodía melancólica. Añoran su hogar, aunque aún ahora se desentendienden del por qué de su mudanza si les preguntas el motivo.

 

--¿Por qué dejaron sus hermosas moradas?

 

¡No! ¡No! replican y fingen no entender su masticado sirenio hasta que cambia de tema. Es abrumador.

Editado por Melrose Moody

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Por enésima vez, se cubre la piel enrojecida del rostro de aquella crema blanca con aroma a coco; Ellie es una persona sensata, que prefiere tener un pegote en la cara a sufrir de insolación. El cambio de clima ha sido bastante drástico. La piel morena de Mel parece haberlo llevado bien ―por no mencionar que pasa un par de horas al día bajo el agua, intentando conectar con las sirenas―, pero la tez de Ellie ha sufrido bastante. La primera noche fue terrible, apenas pudo dormir por el insoportable ardor en su piel y la sensibilidad extrema ante la ropa, las sábanas, incluso su propio cabello; desde entonces, se cubre cada centímetro de piel expuesta con ese potente protector solar muggle, aunque las manchas blancas de crema arruinen su look. Evidentemente, está trabajando en una fórmula especial y más potente, pero todavía está a medio camino; no le ha podido dedicar mucho tiempo a ese proyecto pues, aunque lo parezca, aquellas no son vacaciones.

 

Mientras se frota los hombros con el proyector solar, dirige la mirada al horizonte. Las aguas cristalinas tienen un leve tono azul verdoso. Le provoca caminar por la orilla, sentarse entre las olas, pero no puede perturbar el nuevo hogar de aquellas sirenas. Ya es suficiente con Melrose visitándolas, intentando averiguar qué sucedió para que abandonaran las aguas de Grecia. Pero ha pasado mucho tiempo... ¿no? Las sirenas son hermosas, talentosas, pero se dice que son criaturas malvadas que encantan a los humanos para llevárselos a lo más profundo del mar.

 

«No. Melrose... ella se entiende con ellas».

 

Aún así, toma el periscopio modificado mágico ―no es el mejor nombre, por supuesto, así que simplemente le dice su periscopio―. Lo toma de la cesta de picnic y observa por el visor. Desde la mañana, el periscopio se adaptó al terreno, bajando por la canasta y atravesando las arenas blancas hasta llegar al agua, donde se sumerge. Ellie se toma unos momentos para enfocar la lente, hasta que divisa a su prima, intentando razonar con las sirenas. Bien, está bien, sólo están hablando. Sabe que está siendo una mala persona al preocuparse. Si algo ha aprendido de Mel, es que no debe creer en esos mitos, esos rumores de los magos acerca de seres de otras razas. Su propia prima es una licántropa y no es el monstruo que a veces se describe en los libros de Defensa Contra las Artes Oscuras. Lo intenta, pero es un temor... un rechazo tan marcado que es difícil evitarlo.

 

Ellie está convencida de que, si Mel le diera la oportunidad ―o si ella se atreviera a proponérselo―, podría entenderse con las sirenas. La legeremancia no entiende idiomas, así como no entiende razas, especies. Está segura de que podría empatizar con las sirenas, entender sus preocupaciones, averiguar qué fue lo que sucedió. Pero teme lo que pensaría su prima de aquella idea y, sí, le tiene un poco de temor a las criaturas; frente a eso, el temor de estar en tierras italianas con la tensión que hay en Europa es bastante menor. Además, quizás como escocesas con residencia en las Highlands pasan más inadvertidas que un inglés con vivienda en Londres. La mayoría piensa en Inglaterra, y poco en Escocia y Gales.

 

Retira la mirada del visor, esperando que esté progresando.

 

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Matt Ironwood.

 

 

Releyó una vez la carta de su padre a la luz de la aurora, estiró sus largas piernas al llegar al punto final y se incorporó del todo de la cama. Matt caminó hasta el pequeño escritorio que tenía junto a la ventana de su habitación de hotel y observó la hermosa postal que le regalaba aquel nuevo día con el sol elevándose por sobre el Mediterráneo.

 

Una enorme bola de fuego elevándose por sobre un manto oscuro con destellos rojizos donde las olas se alzaban, empujó hacia fuera la pequeña ventana para abrirla de par en par y dejó que el aire salado inundara sus fosas nasales. Era un hijo del mar, era un Ironwood y pese a que el océano en el que se crió era otro, los olores, los sonidos y las dinámicas del mar que tenía frente le provocaban la sensación de estar en casa.

 

Se apartó de la ventana con la promesa de que en menos de una hora estaría junto a “kai” de nuevo. Matt se pasó una musculosa por sobre la cabeza, se calzó un par de bermudas y se colocó las chancletas que se encontraban debajo de su cama. No tenía espejo en aquella pequeña habitación pero de seguro se vería como cualquier turista americano disfrutando de las playas sicilianas.

 

Tomó su varita que reposaba junto con la carta responsable de que estuviera en aquel lugar y bajó al comedor a desayunar. Mientras saboreaba su taza de café acompañado de pan y jamón y se lamentaba de que no hubiera frutas en el menú, repasó una vez más lo que haría aquel día, básicamente: “Tratar de dar con las sirenas”.

 

Se sentía completamente ciego en aquella improvisada misión, no sabía hablar sirenio, no tenía una clara ubicación en donde dar con la gente del agua y apenas ayer se encontraba tranquilo en Inglaterra hasta que recibió la carta de su padre, totalmente ajeno a la situación en la que ahora se encontraba envuelto.

 

Dejó su taza vacía y salió al exterior donde el sol ya comenzaba a calentar prometiendo una calurosa jornada. Un camino de pavimento cubierto por una fina capa de arena blanca conducía desde el hotel hasta el pequeño cobertizo de madera donde los inquilinos podían guardar las pertenencias que no cabían en las reducidas habitaciones.

 

Dentro el ojiazul encontró su viejo longboard, el primero de varios que tenía y también el que mas carga sentimental llevaba encima. Lo tomó con sumo cuidado y salio del cobertizo con ella bajo el brazo. El hotel se encontraba a tan solo una cuadra de la playa, un pequeño camino de tablones de madera desgastadas por el tiempo pasaba por entre dunas de arena blanca y pequeños árboles espinosos que aprovechaban la humedad que se acumulaba en el ambiente de interduna.

 

La canción de las olas rompiendo en la orilla aumentaba en intensidad con cada paso que daba, interiorizándose en el muchacho hasta casi acompasar el embate ciclo de las ondulas con los latidos de su propio corazón. La brisa marina salada acarició con calidez su piel mientras sentía el sabor tan familiar de la sal en los labios. El camino ascendía por una última gran duna y por fin tuvo el espejo azul verdoso del océano que se extendía hasta el horizonte frente al mago.

 

La sonrisa le afloró involuntaria.

 

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Sobaba mis brazos tratando de entrar en calor mientras caminaba. A pesar de llevar un abrigo enorme, guantes, un gorro y unas botas enormes con doble capa, aquel frío era más intenso al que estaba acostumbrada provocando así que mi cuerpo se entumezca, aún así seguía moviéndome a un buen ritmo. Unos minutos después, sin siquiera reparar en ello, ya me encontraba a la plaza roja.

 

Al estar en el lugar no pude evitar recordar aquella horrible noticia e inconscientemente empecé a bajar mi mirada tratando de esquivar cualquier farol para no recrear aquella imagen que había sido expuesta en el Profeta. <<Tienes que ser fuerte maldita sea>> me repetía una y otra vez pero la calma no llegaba.

 

—Debieron ser mortifagos, no me cabe duda. Solo ellos con todas sus ideas de superioridad harían algo así de horrible—susurré en voz baja a Killu mientras nos alejábamos de aquel lugar.

 

—Tal vez, pero pudieron ser traficantes también. Últimamente han estado sucediendo cosas extrañas ¿Acaso no leíste lo de las sirenas también?—respondió Killu.

 

Era cierto que lo de las sirenas también era sospechoso pero ¿Estaría todo conectado? tal vez lo averiguaríamos pronto.

 

Nuestra verdadera parada final no era ir a la plaza sino al bosque de Jimki, según muchos rumores ahí se encontraba una comunidad de centauros, ellos por ahora eran los únicos que tal vez conocían la identidad del centauro asesinado y con suerte podrían decirnos algo más acerca de todo lo que estaba pasando.

 

—¿Crees que nos traten bien?—pregunté no con muchas esperanzas.

 

—Con tal de que no nos maten de un flechazo seré feliz, créeme—.

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Matt Ironwood.

 

 

El sol ya se encontraba en lo más alto de su recorrido cuando Matt se dejó caer bajo la sombra de unos delgados árboles que crecían en el límite entre la zona de dunas y la playa propiamente dicha. Estaba sediento, el mar siempre provocaba sed. Deslizó la mano hasta su varita y se apuntó con ella al rostro

 

-Aguamenti- dijo.

 

Un chorro de agua fresca y dulce le lavó la sal de los labios para después saciar la resequedad de su garganta, ya hidratado se sentía mucho mejor. Se incorporó sobre la tabla y clavo la vista en las aguas azul verdosas del Mediterráneo mientras distraídamente removía un poco de arena con su mano derecha.

 

Había pasado toda la mañana en el mar, cada vez alejándose más y más del hotel a zonas muchos menos frecuentados con esperanza de encontrar con las sirenas, pero hasta el momento lo único que Matt vio fue gaviotas y un par de nomajs disfrutando de aquel día veraniego.

 

Logró aprovechar alguna que otra ola para surfear pero la mayor parte del tiempo solo remó sobre su tabla cada vez más hacia el oriente. Bajó su vista al sentir el estomago gruñir con fuerza, había logrado saciar su sed pero no podía hacer nada para eliminar el hambre, lamentaba no haberse llevado aunque sea un poco de pan y algo de jamón del desayuno pero el mago no pensaba volver al hotel todavía.

 

Podía pescar, sabía como y hacer un fuego contando con la magia era muy fácil, pescaría decidió el Ironwood una vez cruzará la enorme zona de acantilados que tenía a unos doscientos metros a su izquierda. Espera que del otro lado de aquella saliente tuviera más suerte con el tema de las sirenas.

 

Una vez se sintió descansado salió de la fresca sombra y con la tabla bajo el brazo regresó nuevamente al mar. Pequeñas olas le refrescaban la espalda mientras remaba hacia el oriente bajo el achicharrante sol mediterráneo, con cada brazada se acercaba más y más hacia el enorme acantilado de calizas que se alzaba aproximadamente cuarenta metros por el mar.

 

Farallones de piedra blanca se alzaban como guardianes del paredón coronados por pequeños arbustos, allí la corriente parecía ser más fuerte. El hawaiano tenía que esforzarse más para mantener su trayectoria y en no ser arrastrado hacia los promontorios, las olas batían con fuerza contra el acantilado a su izquierda, la caliza desgastada mostraba entradas a cuevas que se hundían en la pared rocosa.

 

Por un momento a Matt se le cruzó por la cabeza la idea de que quizás allí podría encontrar a las sirenas pero la descartó rápidamente al pensárselo mejor, no era un lugar que la gente del agua optaría como asentamiento. Aquella zona de costa accidentada se extendía alrededor de unos cien metros más adelante el castaño observó una nueva zona de playa de arenas blancas, resguardada en occidente por el acantilado y tierra adentro por una zona de suaves sierras.

 

La vegetación crecía más exuberante en el límite más distal de la playa y no había ni una sola alma en toda la extensión de arena que tenía en frente… o eso creía hasta que vio a unos metros de distancia la figura de una mujer observando con una especie de catalejo el mar.

 

Aquel lugar parecía tan prístino y de difícil acceso que a Matt le pareció curioso encontrarse con una persona. ¿sería local? Sabía que no pasaría desapercibido por lo que viró hacia la costa y comenzó a remar hacia la mujer, de seguro el parecería tan fuera de lugar como ella le resultaba al castaño, al menos saludaría y quizás hasta podría averiguar alguna que otra cosa que le ayudaría con las sirenas.

 

-¡Buonasera! – saludó estando a tres metro más o menos de la mujer, en un intento de su más básico italiano.

 

 

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Haydeé tiene problemas para concentrarse.

 

No es que le hayan asignado una tarea difícil. Amarrada, en una especie de bolso que rodea su cintura con una delgada cuerda, tiene una bola de branquialgas. Tiene que dárselas al hombre que la espera cerca de los acantilados, pronto.

 

Da coletazos con cada vez más esfuerzo, acercándose a la costa, mientras su cabello rubio forma velos tras de si. Añora Grecia con la misma fuerza del primer día y quizá por ser una de las más jóvenes del grupo todavía no alcanza a comprender por qué tuvieron que partir.

 

Cuando ya está a una distancia prudente aminora la velocidad y saca la cabeza sólo hasta la altura de los ojos para observar alrededor. Allí no hay nadie que ella pueda distinguir, quizá porque esa persona se encuentra en las cuevas de los acantilados.

 

Su mirada sigue peinando la costa, hasta que distingue a dos figuras. Una de ellas no la había notado hasta ese momento porque se encuentra todavía en el agua. La otra, tiene un objeto de observación en la mano, por lo que Haydée se hunde en el agua de nuevo enseguida, asustada.

 

Nada de lo que le dijeron está sucediendo. No se suponía que habría nadie más allí que quien ella tenía que encontrar. A la par, no se suponía que serían un humano y una humana, si no tan solo el humano, sin ser visto por nadie. Entonces ¿es él o no?

 

Haydée no pudo preguntar los motivos pero es consciente de que su misión es de vital importancia. No puede fallar.

 

Así que vuelve a sacar la cabeza sólo hasta los ojos y los observa mientras él se aproxima a ella. Tiene que decidirse y pronto. Así que al final, decide nadar hacia ellos. Hace señas con sus manos blanquecinas y luego se aproxima con rapidez. Cuando ya los tiene casi al alcance, saca la bolsa del agua sin decir ni una sola palabra y la lanza. Cae sobre la arena sin hacer ruido y ella tan solo señala con el índice hacia el muchacho.

 

Después de todo, se supone que es él quien debe tomarla ¿no?

 

Catherine

 

La edad y la vitalidad que le consume la nigromancia han hecho que se vuelva más lenta.

 

Su pecho se agita subiendo y bajando con rapidez, a medida que las preparaciones para el concierto en la plaza roja empiezan a llegar a su fin. Lleva tres días de ese modo, perseguida por agentes muggles de la KGB. Aunque no sepan de magia, están resultando demasiado difíciles de evadir ¿por qué demonios tenía que toparse con ellos?¿Qué tienen ellos que ver de todas formas? ¿Cómo saben de ella y qué es lo que saben?

 

No quiere ni pensar en qué sería tener que eludirlos sin magia.

 

Mientras tanto, no ha dejado de revisar diarios rusos. Cada vez más se extienden noticias provenientes del bosque de Jimki. Algunas son tomadas como leyendas urbanas, de personas desaparecidas o gente que asegura que allí hay algo extraño. Suenan a historias sensacionalistas que escribiría un diario amarillista sobre el monstruo del lago Ness pero Cath duda de que se trate de eso. Hay algo más allí. Algo que se le escapa por completo.

 

Mientras tanto, esos hombres misteriosos, todos parecidos entre ellos empiezan a cerrarle el cerco. La única solución posible parece ser la desaparición pero no puede hacerlo en público sin romper el Estatuto del secreto y menos hacerlo en sus prisiones, donde dicen que hay cámaras por todas partes.

 

Empieza a entrar en pánico, hasta que ve al hombre con la Ushanka y el abrigo negros, guiñándole un ojo y señalando el espacio bajo el escenario. Está levantando una cortina de terciopelo rojo.

 

Todo se ve monstruosamente sospechoso pero ¿qué opciones tiene? Se aproxima hasta el lugar codeando costillas y rostros por igual, hasta entrar a la oscuridad. El hombre tan solo atina a recordarle que recuerde ser educada.

 

"¿Con quién?" quiere preguntar Catherine pero todo alrededor ha desaparecido. Sus zapatos apenas habían rozado una alfombra antes de notar el brillo azul.

 

Lo siguiente que sabe, es que se encuentra en medio de un bosque y puede observar una cabeza con cabello oscuro a la distancia.

 

Después, el mundo se convierte en una lluvia de flechas.

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Su mano busca otro emparedado de mantequilla de maní y jalea, pero sus dedos sólo chocan contra el plato vacío. Observa con sorpresa que lo único que queda de la merienda son migajas. Es evidente que en su distracción y su preocupación por Melrose, se los comió sin darse cuenta, pero aún así una parte de ella quiere negar a creerlo. No puede evitar observarse el estómago hinchado con cierta culpabilidad, recordando que están en Sicilia y el calor las obliga a usar menos ropa que en Gran Bretaña. Luego de unos momentos, sacude la cabeza con resignación y abre una botella de cerveza. Todavía no hay señales de Melrose, así que lo mejor será que aproveche el tiempo en su lectura, El Gran Grimorio de Herminia. Busca con cuidado la página que marcó con una pluma de cuervo y se adentra en el estudio de las artes oscuras... Por un breve, brevísimo tiempo.

 

¡Buonasera!

 

Ellie alza la mirada, observando la embarcación que acaba de llegar a la playa. Un joven muy alto, con la piel un poco tostada por el sol, está en ella. Supone que es un habitante de Sicilia y que le habló en italiano, un idioma que ella no domina para nada.

 

—¡Lo siento! —responde, avergonzada— Ehm... ¡no italiano! —dice, sacudiendo la cabeza y negando también con las manos, esperando darse a entender.

 

Pero algo llama su atención, en el agua. Desvía la mirada de la embarcación y, cuando la observa, se levanta. Tiene la apariencia de una joven hermosa, de piel clara, con el cabello rubio cayéndole por encima de los hombros y cubriéndole los pechos; tras ella, una cola de escamas verdosas se observa a través de las aguas cristalinas. La sirena llama su atención y la del muchacho haciendo gestos con las manos, la forma en que podría comunicarse con personas que no hablan sirenio. Entonces, cae en cuenta, ¿no es el muchacho un muggle? ¿Acaso las sirenas no están enteradas del Estatuto del Secreto? Lentamente, saca la varita del bolsillo de su falda, preparada para desmemorizar, confundir o incluso aturdir al muchacho.

 

La sirena arroja algo a la arena. Parece ser una bola de algas, lo cual la deja confundida. De cualquier forma, levanta la mirada hacia el muchacho. No hay una forma adecuada de preguntarle si es un muggle o un mago, así que se atreve a endurecer la mirada y rasgar sus pensamientos más superficiales. Aliviada, se vuelve a guardar la varita en el bolsillo.

 

—¿Tú, acaso...? ¿También las estás ayudando? —pregunta, olvidando por un momento el hecho de que el mago probablemente sólo hable italiano.

Editado por Eileen Moody

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Sala de reuniones del Ministro, Italia.

 

La gris habitación daba vueltas y vueltas, repitiendo ante sus azules ojos una y otra vez los mismos objetos postrados cuidadosamente a ambos lados para delimitar dos largos pasillos alrededor de una negra mesa ovalada utilizada para las reuniones más confidenciales que un gobierno podía enfrentar. Más bien era ella quien se encontraba girando, aprovechando las dinámicas ruedas de aquella cómoda silla que pertenecía al Ministerio de Magia italiano. La reunión para asentar los pasos a seguir de Piero Azzinari dentro del conflicto bélico abierto contra Gran Bretaña había llegado a su fin y el ministro le había concedido a Lucrezia unos minutos de soledad.

 

La blonda italiana tenía una capacidad muy curiosa para no marearse; no lo hacía al usar trasladores, como pasaba con la mayoría de los magos y brujas, ni al girar decenas de veces sobre la acolchonada silla sobre la que se sentaba en ese momento. Encontraba en aquel acto una forma extraña de concentrar sus pensamientos mientras el repetido movimiento provocaba que su dorada cabellera se agitara sobre sus hombros. La expresión de su joven rostro la delataba dubitativa, algo que solo dejaba escapar cuando se hallaba a si misma completamente sola. Le habían encomendado una tarea y para ello debía ser asistida por alguien cuya compañía resistía completamente. No, no podía ser…no se rebajaría a pedirle ayuda a ELLA.

 

Sin embargo frenó. Detuvo la fuerza centrífuga sobre la silla tomando uno de los bordes de la mesa con su mano y cuando dejó de girar su mirada se centró en un periódico que había extendido en frente. El impoluto papel, que denotaba su carácter reciente, presentaba un recorte cuadrado en uno de sus lados. Uno de los artículos había sido separado del resto y colocado a un lado de las extendidas páginas de aquel afamado medio impreso. La aristócrata lo repasó una vez más, con sus ojos clavados en la poco llamativa letra de molde: lleno de hipótesis que rozaban el amarillismo y apreciaciones del autor, el extracto detallaba como un grupo de sirenas se había mudado a la costa de Sicilia sin un motivo claro. Tal extraño movimiento había llamado la atención del Ministro italiano, aprovechando la presencia de Di Médici en la finiquitada reunión para encomendarle la resolución de aquella incógnita.

 

La realidad, como una molesta astilla clavada en su piel, indicaba que Lucrezia no poseía los conocimientos suficientes sobre sirenas para resolver el misterio por si sola. La aristócrata se reconocía como una bruja avezada en el trato con criaturas mágicas, pero su nulo manejo del idioma de aquellos recelosos seres acuáticos la convertía casi en una inútil en dicha materia. Fue entonces, mientras sopesaba posibles soluciones, que le vino a su mente el indecoroso recuerdo de su visita a uno de las propiedades de Sagitas E. Potter Blue, la hermana de quien fuera alguna vez su amante. Conocido era por sus respectivas familias – y Di Médici intuía que el rumor había llegado a toda la comunidad – que la relación entre ambas brujas no era fluida, mucho menos fácil, amable o buena. Sin embargo, imposible era obviar la nítida imagen de las sirenas emitiendo sus endulzantes cantos a las orillas del lago de aquel Parque ¿Debería recurrir a la matriarca Potter Blue para resolver aquel misterio? Negó, negó furiosamente con la cabeza pero no podía quitarse esa posibilidad de la cabeza. Aquella era la única solución más o menos viable que había podido diagramar.

 

Disconforme consigo misma, Lucrezia golpeó la mesa con el dorso de su mano. Ocultó sus azules ojos bajo sus párpados y tomó una buena bocanada de aire, intentando con su sonora exhalación eliminar la histeria acumulada. No aceptaba sentirse así de incompetente pero la realidad la forzaba a tomar acción, no teniendo otra opción a la vista. Suspiró volviendo a adoptar en sus refinadas facciones su típica expresión impasible e indicó a su vuelapluma que se activara. Deslizó un vacío pergamino sobre la tabla de madera y murmuró monótona lo que al instante quedaría grabado con negra tinta sobre el papel:

 

Querida Sagitas:

 

En el intento mutuo de relanzar nuestra relación personal y comercial, me veo en la obligación de solicitar amablemente tu colaboración. Reconociéndote como una magizoóloga excelsa y de increíble habilidad, incluso ante mí, necesito de tus conocimientos.

 

Un grupo de sirenas ha aparecido en las costas de Sicilia y a mis socios les urge saber el motivo y encontrarles un nuevo hogar. Costearé cualquier necesidad que tengas para esta tarea y te acompañaré en su cumplimiento. Creo firmemente que esta experiencia puede acércanos más, lejos de las “peleas” del pasado.

Te esperaré en el puerto de Sicilia.

Atte. Lucrezia Di Médici.

 

La blonda italiana deslizó su mano hacia el artículo recortado para adjuntarlo a la misiva, pero antes su mirada se detuvo en otro extracto de aquel periódico. Éste dedicaba una página entera a la aparición sin vida de un licántropo y un centauro en Rusia, acompañando la noticia con una poco sensible foto dinámica que detallaba lo que el cuerpo de ésta describía. Las figuras, levemente oscurecidas por el contexto en que habían sido capturadas las imágenes, colgaban de una de las luminarias de la Plaza Roja. Aquel sanguinario acontecimiento escapaba del objetivo primordial de Lucrezia e incluso surgió lejos de Italia, pero sin embargo había captado la atención de la aristócrata y su amplio imaginario sobre las posibles circunstancias del hecho ¿Se estaban despertando nuevamente grupos radicales al son de la Guerra Mágica? Tal vez no era tan descabellado meter las narices en ello. Tomó aquel artículo y lo arrugó antes de guardarlo dentro de su monedero de piel de moke.

 

La mortífaga guardó la carta dirigida a Sagitas en un sobre donde relucía el emblema de la familia Di Médici y lo selló con la magia que emanaba su blanca varita. Abandonó la comodidad que le proporcionaba la silla del ministro y por fin abandonó aquella sala de reuniones, dejando atrás los múltiples hechizos antidesaparición instalados en el recóndito lugar bajo el Vaticano. Una vez fuera se desmaterializó repentinamente del lugar, bastando para ello apenas una elegante floritura. Había partido rumbo a las increíbles costas del sur de Italia, sabiendo que una vez recibida aquella carta la Potter Blue tardaría apenas un par de horas en hacerse presente…si aceptaba el trato, claro.

Editado por Lucrezia Di Médici
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En el Parque de las Lamentaciones:

 

Era algo tarde para pasear por el parque pero el guardián me había dicho que Anna, la fantasma del lago, quería hablar con Sagitas o conmigo. Como la tía estaba ocupada en la mansión, preferí acercarme yo al muelle y esperar a que anocheciera para saber qué tenía qué contarnos. Era un fantasma nocturno, nunca se aparecía de día.

 

Anna estaba sentada en el agua. Si no supiera que era una fantasma, hubiera pensado que estaba sobre alguna plataforma, me hubiera ido caminando más allá de la madera tratada del muelle y me hubiera caído al agua. La luz de la luna le daba una transparencia brillantes que parecía la superficie de un espejo. Era un lugar maravilloso, tranquilo, me encantaba pasear por el parque en aquellas horas tan tranquilas.

 

Pero no había venido a relajarme, aunque me hubiera gustado. Anne me señaló la zona de las cuevas. Tomé un bote y remé hasta allá, con cuidado, no se me daba bien usar los remos. Sólo cuando sentí el dolor en las manos recordé que con magia también podría haberle movido.

 

- ¿Qué tengo que ver?

 

Anne es muy silenciosa, cuando quiere, así que tuve que esperar un poco hasta que me di cuenta de lo que sucedía: Sirenas.

 

La tía Sagitas me lo había dicho pero yo aún no había tenido ocasión de verlo por mí misma: las cuevas submarinas eran usadas por las sirenas desde mucho antes que la tía comprara aquel lugar para su uso actual. Era algo maravilloso.

 

- ¡Es un espectácul.o digno de ver, Anne! ¡Muchas gracias! - le dije, maravillada con aquel fluir de escamas azules y plateadas muy cerca de la superficie del lago.

 

- Es algo malo - contestó, ella, sin embargo.

 

Su voz sonó tan extraña que dejé de mirar a las sirenas para observar su rostro trasparente. Estaba triste. Siempre estaba triste.

 

- Están huyendo. ¿No oyes su canto?

 

Escuché. Era una melodía de añoranza, triste. Intenté recordar mis clases de sirenio que había aprendido en la Universidad. No era muy fluido y había matices que no llegué a entender pero sí, era cierto. Estaban huyendo.

 

- Están tristes porque no pueden volver a su hogar. Algo lo impide y van a...a... - No entendía bien el nombre, entendía algo así como "triangular". - A Trinacria.

 

Me quedé un poquito más hasta que las últimas desaparecieron en las cuevas. A estas alturas estarían bien lejos del país. Estaba cansada así que, ahora sí, moví el bote hacia el muelle, de regreso, tras darle las gracias de nuevo al fantasma Anna.

 

Apenas tardé en entrar a la mansión Potter Black, en busca de mi tía. La encontré enseguida y entré en la habitación donde estaba sin saludar siquiera ni ver si estaba acompañada.

 

- ¡¡Tía!! ¡¡Las Sirenas!! ¡Las he visto! Son hermosas pero... están tristes. ¿Qué puede hacer que las tiren de su hogar?

 

Después me disculpé. Sí estaba acompañada.

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Mansión Potter Black:

-- ¿Pero cómo se atreve esa... esa ... esa...? ¿Se cree que con palabras amables me puede pedir que abandone mi hogar para irme a territorio enemigo?

 

Estaba furiosa, por si alguno de los presentes en aquel momento en la biblioteca de la mansión no se hubiera dado cuenta. Dudo que alguien de los que intentaran descansar a aquella hora de la noche ignoraran mis gritos enfurecidos. Harpo permanecía impertérrito ante mis insultos, no así el resto de elfos a los que veía retroceder en busca de algo que hacer para escapar de mi genio.

 

No es que sea mala persona pero todos sabían cómo llegaba a enfadarme con algunas personas en concreto. La Familia sabía que Heliké conseguía sacarme los nervios, que Sean era un firme candidato a ser blanco de mi ballesta cuando lo encontraba rondando la habitación de Perenela; sí, bueno, que iba a ser su futuro marido y ya me habían dado un nieto de casi un añito pero... lo era. Ahora, la furia que se desataba cuando Lucrezia de Medici aparecía en mi vida, era algo imposible de comprender para quien no hubiera estado en los inicios de mi mansión, cuando aún vivía mi querido hermano Thiago.

 

Arrugué con furia la misiva que me había escrito y la lancé contra una lámpara de aceite. Los elfos corrieron a apagar el fuego que iniciaba y Harpo salvó la carta de Lucrezia como si fuera algo importante. Tomé una silla y golpeé sus cuatro patas con violencia contra el suelo. Después me senté en ella, cansada anímicamente. Sólo aquella aristócrata repipi conseguía sacarme de mis casillas de esa manera. Con ese gesto, daba por acabada la mención a esa persona.

 

O eso pretendía.

 

La puerta se abrió con demasiada fuerza. Enarqué una ceja y vi de frente a la torbellino de mi sobrina. La rubia. Sí, Xell... Yo creo que tiene las hormonas alteradas porque llevaba unos días que parecía cambiar de ánimos como de calcetas. La iba a reñir, por supuesto. ¿Qué eran esos modales en la mansión? Como si se pudiera gritar en la casa así como así... Pero su frase, la única frase que pronunció, me hizo contemplar su cara y sopesar la teoría de la casualidad. ¿Era posible que dos personas tan dispares me hablaran de lo mismo con minutos de diferencia?

 

Chasqueé los dedos hacia Harpo. Es un buen elfo, sabía que había impedido que la carta de Lucrezia se perdiera en el conato de incendio. Él me la acercó a la mano. Con mi varita, enderecé las arrugas y lo chamuscado hasta que volvió a ser legible. Releí.

 

-- Claro que están tristes. Las han obligado a dirigirse hacia Sicilia. ¿Sabes dónde queda eso? Capital: Palermo, al sur de Italia. -- Le sonreí con cierto aire de superioridad, como si lo que me dijera no fuera nada nuevo para mí. -- ¿Quieres venir? Paga tu tía. Es más, voy a invitar a cuantos se me antoje para irnos de vacaciones a ese lugar. A ver si así se atreve a volver a pedirme colaboración. Pagarme a mí... Como si yo no tuviera bastante para pagarme lo que me diera la gana.... Pues ya que va a "costear cualquier necesidad que tenga", pagará hasta al lechero inglés que me lleve, porque no me fío de las vacas italianas....

 

Por supuesto, mi enfado con la prima de mi hermano sólo estaba en esa palabra, "costearme", la que se me había atragantado. El que pensara en mí con una magizoóloga excelsa me había encantado hasta que había leído eso. Lo iba a pagar caro. Alcé la voz.

 

-- ¿Quién se apunta a un viaje a Sicilia con los gastos pagados? En Primera Clase y hoteles de lujos, visitas programadas a lugares mágicos insólitos y todo lo que se nos ocurra por el camino -- grité. Si alguien aún seguía dormido, acabaría despertándose.

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