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Libro de la Sangre


Gahíji
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El sonido de un ave distrajo a Gahíji de sus nebulosos pensamientos, que iban desde lo mucho que le gustaba aquél lugar, hasta lo poco que le gustaba el césped quemado. Lo primero se remontaba a criaturas como el halcón peregrino que había sobrevolado por la zona, con su gañido particular. Lo segundo se remontaba a que aquello, sin duda, se debía a los juegos de Badru. Rodó los ojos y bufó en voz alta, estirando las piernas sobre la tierra para tapar la pequeña parte que -desde su perspectiva- había sido quemada por las semillas de fuego.

 

Pero de pronto, sus ojos volvieron a perderse en el cielo, lejos de la realidad. Parecía extrañamente tranquilo, demasiado, para una persona que había estado a punto del berrinche por un poco de ceniza. Y es que así era él, volátil. Su aspecto frágil estaba de la mano con la capacidad de su mente para hilar ciertas cosas o, mejor dicho, para no hacerlo. Todo, menos lo relacionado a su pueblo o a sus tradiciones. Para eso, no había persona más cuerda.

 

Inhaló el aire caliente que lo rodeaba, sintiendo el aroma de su tierra, absorbiendo el conocimiento que sus antepasados habían dejado impregnado entre las rocas al morir. Cada vez que debía impartir una nueva clase, recordaba a su maestro y a su abuelo. Antiguos guerreros que habían pasado todos sus saberes a él, con la intención de que se convirtiera en una mejor expresión de lo que ellos habían sido. Y aunque dudaba seriamente que algún inglés tuviera esa capacidad, estaba dispuesto a hacer lo mismo, sin con eso se convertía en una sombra de lo que había sido su querido maestro.

 

Se puso en pie al fin. Lo que había empezado como una meditación había terminado en teorías inconclusas sobre el firmamento, las batallas y las hebras de su blanca trenza, pero lo habían serenado lo suficiente para empezar la clase. Sus cálculos, provenientes de un antiguo artefacto Uzza colocado en el suelo, similar a un reloj, pero con al menos el triple de manecillas, le indicaban que sus alumnos estarían próximos a encontrarlo en el amplio terreno baldío en el que los había citado, con coordenadas arcaicas y dibujos hechos a mano. Éstos últimos eran curiosamente exactos, tan bien hechos que sería un misterio saber si los había hecho él o alguna remota parte de su consciencia, cuando no prestaba atención.

 

El guerrero era un ejemplo de lo que hacían los años, a pesar de la fortaleza física. Su piel tenía un tono grisáceo extraño, como si alguien hubiese colocado ceniza sobre su piel oscura y luego, sin mucho éxito, hubiese pretendido quitársela. Sus músculos seguían ahí, marcando sus brazos y sus piernas, solo que menos llamativos de lo que habían sido en su momento. Lo único que realmente hacía sonar la alarma de quien lo viera, eran sus ojos. Tan negros como el amuleto en su cuello, hecho de ébano de fuego, y tan fríos como una ventisca de Siberia.

 

—Pronto estarán aquí —se dijo a sí mismo, encontrando al halcón en la distancia. Hizo una mueca que denotaba agrado—, ya es hora.

 

Después de estirar la espalda y conseguir un sonido preocupante para su edad, retomó la postura típica de todos los Uzza. Pecho afuera, piernas separadas, brazos a los lados a la expectativa de algún ataque. Y esperó, sin más, a que apareciera el primero.

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- ¡Kahil! He dicho que lo sueltes.- gritó la aristócrata con un confuso tono que se distinguía entre severo y deformado por la contención de la risa.

 

La situación era de por si cómica y aunque Lucrezia solía ufanarse de tener un sentido del humor exquisito y poco permeable a cosas simples no podía evitar sonreír. Trozos del húmedo pergamino aparecía y desaparecía dentro de la alargada boca del aethonan, que masticaba con ímpetu aquel trozo de un antiguo ejemplar del libro de la Sangre. Passepartout, su siervo personal, intentaba inútilmente con sus esqueléticas manos abrir el morro del alado equino. Sus trémulos brazos ejercían toda la fuerza que sus pequeños músculos les permitían pero Kahil se negaba, rezongando sonoramente, a ceder en su travesura. Los dedos del elfo hacían un esfuerzo inconmensurable para que los fuertes dientes del aethonan no quebraran sus falanges.

 

- Ya, déjalo. Es inútil.- razonó la blonda italiana, alzando entre sus brazos un ejemplar del libro de la Sangre con algunas páginas bruscamente arrancadas minutos atrás.- Ya debo irme.

 

El caballo alado pareció interpretar cada palabra pronunciada por su dueña y lo expresó con un animado movimiento de su cabeza, girándola de un lado al otro y haciendo que su brillante e impoluta crin se luciera por su largo. Terminó de tragar el último vestigio del amarillento pergamino que conformaba aquella pieza literaria Uzza y se alejó rumbo a sus cómodos aposentos. Passepartout, que había desistido de su tarea en el instante que su ama se lo permitió, se quitó la capa de baba que cubría sus brazos hasta llegar a sus codos, expulsándola furiosamente hacia el suelo. Los ojos del elfo se posaron complacidos en el rostro de Lucrezia, aliviado por no haber perdido ningún dedo en el proceso, e inclinó su cabeza en clara señal de disculpa por no haber salvado sus pertenencias.

 

El tenue viento con el que había amanecido Ottery St Catchpole apenas lograba influir en la tensa trenza baja que había armado la joven Médici con su dorada cabellera, que caía sobre su espalda perfectamente entrelazada con una delgada cinta negra. La cercanía de los establos al río Otter, de aguas cristalinas y curso tranquilo, traía consigo una suave brisa que impregnaba la delicada tela de su blanca blusa cuidadamente holgada y con las iniciales “LM” bordadas con elegancia a la altura del corazón. Esta prenda de cuello redondo era precedida por una negra falda, de manufactura opaca y flexible, que se ceñía insinuante a la delgadez de sus piernas y cuyo largo acababa unos centímetros sobre sus rodillas. Ambas piezas eran separadas por un grueso cinturón de cuero, cubierto por un químico para realzar su brillo, que llevaba a la altura de su cintura con el fin de remarcar sus curvas; la llamativa hebilla de éste era dorada, al igual que la púa que lo ajustaba.

 

Lucrezia separó las rojizas cuerdas que mantenían sellado su monedero de piel de Moke y dejó caer el imponente libro de Sangre para que se perdiera en su interior; allí, además de dicho ejemplar, guardaba todos los amuletos y artilugios Uzza que había adquirido a lo largo de su instrucción en aquella antiquísima rama mágica. Consideraba toda esa variedad de anillos casi como un imperdonable ataque terrorista al buen gusto, siendo elementos que se le hacía imposible integrar estilísticamente a sus pomposas vestimentas diarias. Sin embargo, siguiendo el recurrente consejo de sus tutores, siempre las llevaba cerca. El conocer los alcances de la magia Uzza en persona había corrido continuamente los límites que siempre le había asignado a la magia, yendo más allá de lo que alguna vez hubiese imaginado. El recuerdo de tal Patrick Colt congelando todo a su alrededor con denominadas “semillas de hielo” aun revoloteaba constantemente en su cabeza.

 

La bruja cerró el monedero y caminó con paso elegante hacia Abi, la aethonan hembra con la que solía realizar los trayectos largos dada su negativa a simplemente aparecerse; había algo en llegar montando tal bestia alada que sentía como una acentuación a su impronta magnífica. Colocó ambas manos sobre el firme lomo de la criatura y concentrando toda su fuerza dio un salto para subirse a él. Deslizó su mano sobre su marrón pelaje recorriendo un círculo imaginario sobre él, acariciándolo con cierta ternura que no solía denotar al relacionarse con personas. Acto seguido tomó delicadamente la negra crin de la aethonan y dio un tirón, haciendo que comenzara a batir sus blancas alas con gloriosa fuerza. Una tenue capa de polvillo se elevó crecientemente a su alrededor a medida que las fibrosas patas del animal se distanciaban del verde suelo. Unos segundos después, tanto el corcel como su hábil jinete habían sobrevolado toda la extensión de los terrenos Di Médici y se habían perdido entre las difuminadas nubes.

 

--

 

La indecorosa calidez del aire golpeaba su blanco rostro, produciendo sobre su piel una sensación molesta. Una solitaria gota de sudor cayó sobre sus pecas hasta encontrarse con la comisura de sus carnosos labios, cubiertos por una muy delgada capa de labial violáceo. El trecho que la separaba del suelo, acercándola más a los intensos rayos que emanaba el sol, dificultaba la fluidez de su respiración. El calor hacía que sintiera su cuerpo pesado y que su ritmo cardíaco perdiera su regularidad, provocando en ella una percepción de molesta debilidad. Solo la cercanía con el punto de encuentro logró que no desistiera de aquel planeo entre las nubes.

 

Lucrezia arrastró sus manos, que previamente abrazaban el robusto cuello de Abi, hasta la lacia crin y dio otro tirón apenas perceptible para la sensibilidad de la criatura. Sin embargo, ésta respondió automáticamente a la indicación, inclinando su postura ligeramente hacia el suelo para comenzar con medida suavidad el descenso. El vuelo de aquella aethonan era una experiencia exquisita y tranquila, que muchas veces la Médici utilizaba para sopesar asuntos relacionados a su tarea como banquera y como mortífaga. El animal se había entrenado con los mejores domadores que el dinero de la familia podía permitirse - es decir, los más expertos del mundo - y su habilidad para evitar movimientos bruscos que desequilibraran a su jinete era destacable.

 

Fue entonces que sus entreabiertos azules ojos se encontraron, bajo aquel firmamento, con el amplio terreno que se le había indicado mediante una misiva; Lucrezia había memorizado con puntillosa exactitud aquellos dibujos y símbolos, proyectando en su mente aquellas figuras con suma fidelidad en el transcurso de su viaje. Divisó con facilidad, dado el vacío del baldío, una solitaria silueta que intuyó pertenecía al guerrero Uzza que se encargaría de transmitirle los conocimientos que había releído una y otra vez en las páginas que suponía Kahil ya había digerido. Descendió un tramo más hasta quedar unos metros por detrás del hombre, que le daba la espalda. La aethonan comenzó a blandir sus alas con ímpetu para mantener la recortada altura en la que se encontraba.

 

- ¿Eres Gakilí? Digo, Gahíji- se corrió, aunque dejó impregnada una disimulada burla en el curso de sus palabras.

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Maida resopló temblando al darse cuenta a lo que se había inscrito, lejos quedaba aquella buena alumna de la que Ivashkov se sentía orgullosa, acababa de fracasar estrepitosamente una clase de Estudios Muggles y venía a su segundo o tercer intento —no recordaba—, para vincularse al Libro de la Sangre. La Yaxley sabía a la perfección porque no lograba hacerlo, tenía miedo. No lo andaba gritando a diestra y siniestra, pero sabía claramente su verdad y no podía quejarse, formaba parte de ella. Le tenía pánico a la situación actual y la posición que habían adquirido los suyos en medio de la guerra, su tridente en pleno estaba expuesto, ella estaba sola, y cuando se daba segundos para escucharse los pensamientos, sólo sentía nudo en la garganta y contenía las lágrimas. Sin embargo, ahí estaba...nuevamente al borde de poner en riesgo lo que más le importaba, el único motor que Maida Yaxley utilizaba para no largarse definitivamente del Reino Unido.

 

No se había molestado en prepararse, simplemente se había colocado una capa de viaje negra sobre la túnica gris y se apareció donde debía. Bueno, un poco más alejada, lo suficiente para darse cuenta de que no estaba sola aquella vez. Sonrió, aunque ella fuera el reflejo inverso de lo que representaba Lucrezia Di Medici, ahora le daba el beneficio de la duda, era mortífaga y eso siempre sumaba a favor. Así que ella también deseaba al vínculo con al libro de la sangre, a menos que llegara algún alumno aún más retrasado que ella, tendría que enfrentarla en algún momento. Se tomó el vientre de manera instintiva, como si estuviera embarazada, se río, aquello no tenía sentido alguno. Aunque algo en su cabeza le decía que debía protegerse de que el hilo de sangre Yaxley se mantuviera con vida, y sólo las mujeres de la familia podíamos asegurar aquello.

 

Ottery es más pequeño de lo que supuse siempre —dijo a modo de saludo cuando sus pies la llevaron a la minúscula reunión—, Lucrezia, Gahíji —terminó entonces con una reverencia.

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Una era más inepta que la otra, concluyó Gahíji, cuando llegó la segunda estudiante. No se había molestado en darse la vuelta para ver a Lucrezia Di Médici, que seguía alzando la tierra con el aletear pausado de su criatura voladora que, por su sombra, parecía un Aethonan; se había mantenido perfectamente quieto, viendo hacia adelante. Aún cuando se burló de su nombre, no dio señales de tener la mínima reacción. Más ruido le hizo el hecho de que la Yaxley se refiriera a Ottery estando en medio de África. Era curioso, cómo la mente de los británicos se mantenía cerrada en su minúsculo y cuadrado espacio natal.

 

Agotado mentalmente sin haber empezado siquiera, el guerrero echó un vistazo a su artefacto y comprobó que había pasado tiempo suficiente como para comenzar, aún sabiendo que le faltaba un estudiante. Aquello no era su problema, así como tampoco lo era la soberbia de la mujer a sus espaldas. Sería siempre un misterio cómo hacía magia sin su vara de cristal y también lo sería el paradero del Aethonan. Cuando el hombre se movió, el viento se detuvo a su alrededor y la sombra de la criatura desapareció, acompañado de un sonido seco, similar a un "Plop". Posteriormente, le siguió la caída de Lucrezia. Pero no se detuvo a ver si caía de pie o no, estaba más ocupado andando hacia el sol abrasador en lo más alto del cielo.

 

—Asumo que habrán leído el libro —dijo al fin, alzando la voz lo suficiente para que ambas lo escucharan—. En teoría, siendo un libro bajo, debería ser un libro "sencillo". Pero la experiencia me ha dicho que lo menor no es relativo a sencillo y por lo tanto, es un libro que se vuelve complejo o tedioso para ustedes y su cultura occidental.

 

Y tenía razón, como era usual. ¿Cuántos habían repetido aquél curso por no entender algo tan fácil como una marca de sangre? Negó con la cabeza, respondiéndose a sí mismo la pregunta que no había llegado a expresar en voz alta y que, cuando prosiguió con su discurso, ya se le había olvidado.

 

—Como su nombre lo dice —continuó—, es un libro ligado a la sangre. Para los Uzza la sangre significa compromiso, sacrificio y entrega. Estamos dispuestos a sangrar por nuestro pueblo, por lo que creemos. Es por ello que este libro es uno de los más bajos. No porque sea sencillo, sino porque nos enseña lo que es importante y a tener la fuerza suficiente para defender a los nuestros, aunque conlleve sangrar.

 

»¿Alguna vez se han hecho esa pregunta? ¿Qué estarían dispuestas a aguantar por los suyos? Si lo han hecho, las invito a que me respondan dos simples preguntas, mientras encuentran la Daga del Sacrificio en el interior de sus libros.

 

Al fin se detuvo, en un punto en donde el calor era considerablemente molesto. Su piel grisácea tenía pequeños destellos, como si se hubiera dado un baño de arena antes de asistir a la clase. Pero ahí, en el sol, parecía menos frágil que en la sombra en la que las había esperado. Sus ojos se posaron en los de Lucrezia, que probablemente estaría disgustada por el tema del Aethonan. Pero la verdad era que ni le importaba, ni se acordaba. Así funcionaba la mente de Gahíji.

 

—¿Sabe en qué consiste un Juramento de Sangre? —sus pupilas se dirigieron esta vez a Maida—. ¿Cuál es la diferencia básica entre la Marca de Sangre y el Juramento de Sangre?

 

Tomó asiento con una agilidad inesperada y entorno a los tres, un aro rojizo se dibujó en la tierra. No era un radio exagerado, de hecho, de haber sido cuatro metros habría sido demasiado. De ese modo, los tres quedarían sentados en la cálida tierra a escasa distancia. Con las piernas cruzadas y los puños sobre las rodillas, Gahíji alzó sus blancas cejas, como si fuera tácito que las dos deberían haberse sentado junto con él en el momento en que estuvo en el suelo.

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El Guerrero Uzza había ignorado la respuesta que Lucrezia demandaba y ella reaccionó ahogando una risa que delatara su incredulidad ante la situación. El movimiento cansado de las gruesas y blancas alas de Abi parecía indicar su más que lógico cansancio ante un trayecto tan exhaustivo, que le había valido un par de plumas entre tormentas de arena. La muy considerada jinete colocó sus manos en ambos lados del cuello del animal y lo llevó a recortar algunos centímetros del suelo, para acercarse un poco más al silencioso instructor que le daba la espalda. <<Otro subido más>> infirió en su cabeza la aristócrata, recordando su experiencia con la hostil mujer a cargo del Libro de la Fortaleza que solo recordaba como “Cleopatra” pues el nombre lo había olvidado a los minutos de comenzada esa clase.

 

- Maida…- respondió automáticamente apenas aquella conocida voz penetró sus oídos, recordándole que el mundo era un pañuelo. - Replico la sorpresa ante esta coincidencia.

 

La confusión en las palabras de la Yaxley sería algo que se ocuparía de recordar toda la vida. La torpeza en aquella bruja, que Di Médici había intuido al conocerla, se había demostrado supina con la mención de Ottery en medio de un desolado territorio africano, muy lejos del clima indiscutiblemente agradable del pueblo paralelo al río Otter. Maida no resultaba de las personas que más desagrado causaba en la boca de su estómago cuando se relacionaba con ellas, puesto que su intercambio hasta ahora rozaba casi lo protocolar; asuntos comerciales del Ministerio con el Banco Médici, reuniones de La Marca Tenebrosa…Asuntos alejados del ocio y de la poca distención que requiere el nacimiento de una amistad. Sin embargo, no podía ignorar que en el fondo aquella mujer cercana al ministro era de lo más simpático que había conocido durante su experiencia en Gran Bretaña.

 

- El se…- comenzó a decir, pero un hecho fortuito interrumpió el movimiento de sus labios y su lengua.

 

Caía. El aethonan que montaba había desaparecido súbitamente y el suelo la reclamaba; la fuerza de gravedad era irrenunciable. La imprevisibilidad del momento había hecho que su postura se doblase y que su espalda quedase paralela a la dura y seca superficie sobre la cual el Guerrero Uzza se parara. Superando en un instante la sorpresa de la situación, dada la costumbre adquirida a recibir hostilidades varias, la Médici apretó con fuerza el mango de mármol que engalanaba su blanca varita. Efectuó una floritura que denotó improvisación originada en la urgencia del momento y alzó su voz:

 

- Arresto Momentum.

 

El hechizo, que casi había escupido con furia, detuvo la caída de su cuerpo apenas a unos centímetros del fatídico encuentro con el suelo. La blonda aristócrata entonces estiró sus largas piernas, impulsando su anatomía con ímpetu, y sus zapatos volvieron a encontrarse con áspera superficie de tierra removida por las alas del desaparecido animal. Al retomar la compostura y su típico porte altivo, la mortífaga se acercó al hombre que tenía a tan solo unos pasos de distancia. Alzó el dedo índice de su diestra listo para espetar un sinfín de improperios hacia Gahíji pero los ahogó todos en su garganta, causándole hasta una molestia fija. A diferencia del duelo contra Asenath, se había dispuesto mantener una actitud prudencial y cargada de mesura.

 

- Lo único que espero es que mi montura haya vuelto a los terrenos de mi mansión, porque los Uzza no querrán verse con un problema legal en este contexto.- dijo, sin que la furia generada en tal deshonroso acto afectara la frialdad en el curso de sus palabras.

 

Le dirigió una fugaz mirada cómplice a la Yaxley, esperando encontrar en la elocuencia de su persona cierta afirmación a su postura. Definitivamente aquella antiquísima cultura de magos y brujas ancestrales emanaba algo que no lograba distinguir con total claridad pero que le provocaba una molestia que rozaba por la repulsión; no lo demostró en el gesto de sus blancas facciones, que el sol se había encargado de remarcar con un rubor tenue que realzaba sus pecas. Se colocó junto a Gahíji y su atención quedó atrapada por el tono grisáceo que pigmentaba la desnuda piel de su torso ¿Acaso ser exageradamente extraño era requisito para pertenecer a tan selecto grupo de guerreros?

 

Lucrezia siguió con reservada atención el parloteo del hombre sobre la importancia de la sangre, elemento central en el aprendizaje de aquel libro tal como delataba su nombre, descubriendo con cierta sorpresa la coincidencia con su modo de pensar. No era un secreto el lugar primordial que le daba la aristócrata a su sangre, ese que dictaba la conformación de un linaje que establecía la base de su pasado, su presente y su futuro; era imposible para ella pensarse sin toda la influencia que pesaba sobre el apellido Di Médici, tal vez solo dos palabras para renombrar el lazo sanguíneo que unía a todos los afamados miembros de la familia dentro de la comunidad mágica. La mortífaga era la encargada, siendo portadora del apellido, a defender con uñas y dientes a los suyos. Aquel mandato con el que había nacido la había conducido hacia aquel instante, donde debía demostrar su instrucción sobre El Libro de la Sangre.

 

- El Juramento de Sangre es un indiscriminado plagio de los Uzza a nuestra magia, aunque ligeramente distinto para engañar a los tontos. Afecta a quien haya sido cortado por la daga, prohibiéndole lanzar determinado hechizo, dañar físicamente un objetivo o curar a un potencial aliado.- enumeró con seriedad, demostrando seguridad al detallar lo que había leído en el Libro de Sangre- El juramento puede incumplirse y tal como el Juramento Inquebrantable por todos conocido provoca la muerte, éste provoca otro corte profundo de la daga.- finalizó, tomando entre sus delgados dedos el monedero de piel de moke donde guardaba el susodicho artefacto.

Editado por Lucrezia Di Médici
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Todo le parecía gracioso, ¿serían sus nervios? Sacudió la melena sin darse cuenta, todo lo que decía el Uzza la aterraba, sin embargo, lo de la caída de Lucrezia, su reacción a ella, la cuasi advertencia al profesor y unas cuentas cositas más la tenían de lo más divertida. ¿Estaba dispuesta ella a aguantar algo por los suyos? Si, y aunque no venía demasiado al cuento quizá algún extra podía incluirse en esa lista. ¿Qué hacía sino entonces quedándose al lado del Ministro? ¿Qué pasaría con ella si a Aaron lo rasguñaban siquiera? No, ni pensarlo, su tridente era intocable. ¿Era mutuo? No lo sabía, no importaba, ella daba todo por su tridente, su sobrino, sus primos, su tío...él. Ellos eran los que la mantenían anclada a ese lugar en específico, los que la impulsaban a continuar aprendido maneras mágicas para poder defenderlos. Y creía ciegamente que incluso por ellos, mataría. Acto que había realizado sólo un par de veces y casi de manera obligada. Tragó saliva, que sintió como bilis, la diversión de los primeros instantes había desaparecido en su totalidad.


Sonrió de lado a Lucrezia.


Yo también espero que la montura esté en el castillo de Medici, además de engorroso el trámite, sería una pena que se perdiera semejante artículo, los detalles eran exquisitos —si, le concedió aquello. Aunque el bárroco que parecía impregnar el estilo de Lucrezia no era el suyo, no podía dejar de admitir que tanto su vestuario como algunos de los adornos de su casa, debían pertenecer a algún museo—, no te preocupes, los Uzza ni los Arcanos son irrespetuosos con las propiedades ajenas. Creo, no supe de ninguna denuncia de ese tipo hasta ahora.


Ladeó la cabeza como si realmente estuviera intentando recordar un hecho así, no, sería insólito y no habría pasado desapercibido por la prensa. Quiso seguir hurgando en su cabeza, sin embargo las preguntas del guerrero la sorprendieron y cambio el rumbo de sus pensamientos. Agradeció que la rubia se adelantara en contestarle, los hechizos del Libro de la Sangre se los sabía, sin embargo, un temblor le recorría la piel cada vez que los recordaba, la parte defensiva de ellos le gustaba, pero sabía bien que la mayoría de magos usaban ese nivel avanzado, para atacar de manera irreversible a sus oponentes. Lo que más le aterraba, era que de sólo pensar en ellos, veía en sus pensamientos a Orión, Near, Mathew cayendo víctimas de ese tipo de hechizos y siendo ella incapaz de ayudarlos. Intentó relajarse, no podía regresar a casa sin haberse vinculado, no iba a poder pasar por este suplicio una vez más, se extenuaba demasiado.


El Juramento de Sangre requiere el uso de la daga de sacrificio, con la Marca de Sangre basta con tener contacto con la persona que se va a atar, maldecir —dijo directamente y aunque se sentía segura, esperaba no tener que dar mayor relleno a la respuesta—. De hecho no veo mayor diferencia sencilla entre ambos hechizos o utilizaciones, después de todos, ambos tienen que ser pronunciados claramente para su realización.


Hacía menos de una semana, había estado en Grecia con Alexander, viajando en uno de los cincuenta mil portales que existían en el pueblo, en Diagon, incluso en las viejas instalaciones de la Academia. Ahora mismo prefería haber tomado ese portal que el viajecito hasta dónde estaba ahorita, el calor comenzaba a incomodarla y cualquier variación a su túnica sólo la haría sentirse más incómoda. Lo que sí hizo fue deshacerse de la pesada capa de viaje, la dobló con cuidado y finalmente terminó convirtiéndola en un bollo que disolvió en el aire, se ató el cabello en una cola de caballo, y disfruto de la poca brisa refrescándole el cuello.


Sólo entonces decidió tomar asiento en el círculo que había dibujado en la arena el guerrero Uzza, aunque consideraba que era un atentado sentarse en semejantes temperaturas, confiaba en el grosor de su túnica gris. El moreno se le hacía extraño, no era la misma presencia de cuando veía a un mago como Glenin, él estaba sucio y no le brindaba el mínimo de confianza —aunque el patriarca Black, tampoco—, tenerlo tan cerca sólo reavivo los nervios que sólo la dejaban respirar tranquila por segundos. Colocó ambas manos en sus rodillas, de tal manera que si hubiera cerrado los ojos, podían haberla confundido con una estudiante de yoga nada más. Curiosamente, y sin tener ella la respuesta, en el cielo se comenzaba a formar una especie de nube que le recordaba la criatura mágica desaparecida. ¿Terminaría la clase en los tribunales mágicos del Ministerio? De hecho, se vio a sí misma testificando a favor de la Médici.

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- La criatura está bien, acudirá en cuanto la clase acabe.

Ambas alumnas respondieron, cada una revelando con abrumadora claridad su carácter. Esperaba falta de conocimiento, ingenuidad, algo de debilidad incluso, esperaba ignorancia y errores propios de cualquier mago que no ha descubierto los poderes de la sangre o desconoce el mundo uzza. No obstante, De Médici habló con una altanería que había visto pocas veces; se ufanaba de ser profundamente ignorante. Ladeó la cabeza y hundió su dura mirada primero en una y luego en la otra.

- ¿Vuestra magia? -apuntó con calma-. Solo hay una magia. Una sola fuente de la que manan un sin fin canciones, rituales, hechizos, encantamientos y maldiciones. Lo que usted llama "vuestra magia" no es más que una manifestación, una interpretación y unos usos que cree propios, pero que solo responde a una forma de ver el mundo, y no es más que una ínfima parte de toda la magia existente. Por eso no existe el plagio en cuanto a hechizos de diferentes culturas. Y si queremos profundizar en sus orígenes, que no es el objetivo de esta clase, podríamos ver que ambos hunden sus raíces en la antigüedad y que probablemente provengan de los tiempos en los que la magia de sangre era habitual en la cuenca del Nilo.

Arrugó el entrecejo y negó con la cabeza. No era profesor de historia de la magia, explicarles cuestiones tan básicas como aquellas no era su tarea, y no se iba a engañar: no le importaba en lo más mínimo si vivían en una perpetua ilusión sobre sus propia valía como brujas. ¿Es que acaso los ropajes, las joyas, las mansiones y los siervos no les dejaban tiempo para mirar más allá de sus propias narices? Apretó los puños con fuerza en cuanto una ola repentina de enfado subió por su espinazo. Maldijo a la De Médici.

- Y como dice la señorita De Médici, los tontos se dejan engañar, pero por su falta de conocimientos y propia ceguera. Por eso no entienden la principal diferencia entre ambos juramentos, que es la voluntad y el consentimiento, por eso cada uno tiene una función distinta. El Juramento Inquebrantable es un juramento que se realiza entre dos partes de forma voluntaria o al menos, a través de un acto en el que ambas partes participan y se comprometen a algo. Es más bien una especie de contrato. Las partes acceden algo y si no cumplen, hay un castigo. En cambio en el Juramento de Sangre una parte obliga a la otra sin contar con su voluntad. Uno es un compromiso entre dos magos, y el otro es un mago obligando a otro contra sus propios deseos, y muchas veces, en contra de su propio bienestar e intereses.

El uzza ahora observó a la otra mujer, que en primera instancia parecía más ingenua y moderada que la otra. En cuanto ésta tomó asiento a su lado, el uzza tocó la mano de Maida para llamar su atención a la vez que dejaba una marca de sangre en su muñeca.

- Obedire -le indicó a Maida que Maldijera a Lucrezia-. Son similares, tienes razón, pero sirven mejor para unas cosas que para otras. Una marca de sangre dura apenas unos segundos, una acción, no puede usarse para hacer daño pero deja libre al invocador. El juramento tiene mayor duración y por lo tanto un impacto más duradero en una batalla, sin embargo, también ata al invocador a la misma prohibición.

El sol calentaba su nuca. Seguía sentado con la espalda recta y los puños cerrados como al inicio. Aunque ahora volvía a estar relajado. Había apaciguado a sus demonios y esperaba que la clase continuara tranquilamente, sin mayores sobresaltos.

- Lo mismo con los juramentos de Sangre y el juramento inquebrantable. En medio de un duelo no es prudente hacer un juramento inquebrantable con tu enemigo, en cambio es mucho más útil y efectivo hacer un juramento de sangre ¿no? Ahora quiero que utilicen la daga del sacrificio la una contra la otra y me digan qué prohibición le pondrían.

El círculo se amplió para que ambas estudiantes pudieran moverse por la tierra con soltura.

- Preguntadme las dudas que vayan surgiendo.

De entre la tierra árida comenzaron a emerger una decena de serpientes tan coloridas como venenosas. En pocos segundos rodearon a las estudiantes. Mientras averiguaban los usos del libro de la sangre tendrían que recurrir a los libros previos.

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- Es lo justo, entonces. - respondió Di Médici en una escueta frase a la mención de ambos acompañantes sobre la suerte de Abi, su aethonan.

 

La dura mirada del guerrero Uzza se clavó en su figura apenas las palabras dejaron de surgir de entre sus irreverentes labios; Lucrezia recibió aquel gesto con una sonrisa confrontativa, sin tambalear. Sin embargo, no dejó que esa altanería que era personal y auténtica nublara sus pensamientos. La voz guía en aquella materia llevaba inevitablemente algo de razón: la magia era una y sus diferentes expresiones, manejos, alcances y límites eran cuestiones que hacían a la cultura y al momento histórico en que se circunscribían las sociedades que la utilizaban. Sin embargo, sus convicciones eran extemporáneas y la aristócrata no daba el brazo a torcer: la magia europea era la que predominaba en el mundo, dada la colonización y la homogenización de las artes mágicas.

 

Di Médici no dejó ni un segundo de enfrentarlo con la mirada, con esos gélidos ojos azules que lograban con pericia transmitir sus sentimientos cuando así lo requería. Su instructor en Historia de la Magia, durante su extensa formación en el claustro de Villa Médici, había sido claro sobre el origen de la magia de sangre en Oriente. No le era ajeno el poder que este tipo de arte oscuro enseñaba y, en consecuencia, tampoco ignoraba por qué la gran mayoría de las legislaciones del mundo la limitaba o directamente las prohibía bajo penas de presión. Toda la exposición verbal de Gahíji se había vuelto redundante en conocimientos que ya poseía y por unos momentos en su cabeza surgió la duda de proseguir con su instrucción en la rama Uzza. Sin embargo, todo cambió precipitadamente cuando el enigmático hombre hizo uso de sus habilidades.

 

- ¿Y cree usted, señor Gahíji, que cuando expuse lo que expuse no tuve en cuenta que si bien la raíz de los hechizos converge, tienen grandes diferencias? Me parece que usted está subestimando mi inteligencia y con ello a mi persona en general. Espero no tener que prescindir de sus servicios como tutor.

 

Sin duda, tener a Maida cerca significaba para la blonda italiana algo reconfortante; la Yaxley era alguien fiable de quien sostenerse para ser petulante y desafiante sin ningún tipo de escrúpulos o consideraciones. Su compañera de La Marca Tenebrosa, pese a encontronazos que habían quedado enterrados en el pasado, resultaba una testigo perfecta de cualquier potencial hostilidad del -¿inestable- guerrero Uzza; además, la pertenencia de la mujer al Ministerio de la Magia era un valor agregado a su más que aprovechable presencia. Con intención de mostrarse amigable con ella atinó a caminar a su lado para sentarse en el círculo, pero una fuerza extraña hizo que sus piernas se cruzaran torpemente. La gravedad ejerció toda su fuerza sobre su cuerpo y cayó bruscamente al suelo colocando sus manos al frente, levantando una tenue polvareda a su alrededor que se impregnó en la cara tela que conformaba su vestimenta.

 

- Fue un error de la tierra, no pasa nada. - exclamó airosa para no dejar espacio a la más que probable risa de Maida, levantándose del suelo.

 

Se incorporó en unos segundos y naturalmente volvió a adoptar su postura petulante, con el mentón levente alzado y su columna totalmente recta remarcando la prominencia de su busto. Las palmas de sus manos, con las que había amortiguado el golpe contra la tierra, aún estaban levemente adoloridas. Sacudió los distintos pliegos de su falda y su blusa para desprender la mayor cantidad de polvo posible y retomó su caminata junto a Maida, dentro del círculo que Gahíji había dibujado en el lugar. Su azul mirada se clavó nuevamente en este último, sabiendo muy bien el origen de aquella torpe caída: la maldición explicada en una de las páginas del Libro de la Sangre, que seguramente en ese momento era abrazada por los jugos estomacales de su aethonan. Frunció el ceño, incapaz de perder las formas ante el guerrero Uzza.

 

- Buena explicación. - de sus carnosos labios salió un tono apacible, aunque en su mente se acumulara resentimiento hacia aquel sucio hombre.- Tiene mi respeto, Gahíji.

 

No tardó más de un instante en reaccionar a la indicación del instructor de aquella particular clase. La dorada Daga del Sacrificio se manifestó materializándose en su diestra mientras que en la zurda aun sostenía su blanca varita cuyo mango de mármol relucía a los rayos del sol. Lucrezia la tomó con firmeza, sin permitirse dudar del acto que estaba por efectuar, y con el filo de la misma abrió una minúscula herida en su antebrazo con el único fin de quedar conectada a Maida mediante aquel objeto Uzza. El dolor fue ínfimo y así fue también el hilo de sangre que comenzó a precipitarse al suelo en forma de pequeñas gotas rojizas. Su fiera mirada ahora se fijaba en el semblante Yaxley, como si aquello se tratase de un enfrentamiento real y no involucrara las órdenes de Gahíji de por medio. Giró repetidas veces su pie derecho sobre la tierra, anclando con firmeza su postura de duelo.

 

- Yo juro rendirme ante la inconmensurable belleza y la indudable inteligencia de Lucrezia. - dijo, embozando una sonrisa de sorna que iluminó nuevamente su blanquecino rostro con su habitual altanería.

 

Al verse en un círculo ampliado mágicamente y rodeada de amenazantes reptiles que ponían en juego su seguridad, Lucrezia no tardó en retroceder unos pasos con la inminente precaución de no pisar ninguna cola o acercarse demasiado a algún siseo. Apretó el puño que encerraba el mango de la Daga del Sacrificio y en su dedo anular se materializó, luego de emitir un chispazo, su anillo de amistad con las bestias. Pasó la yema de su dedo anular sobre éste y activo su poder contenido en el plateado material, logrando así que las criaturas que la asechaban retrocedieran hacia sus escondites bajo la tierra.

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