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Prueba de Nigromancia #22


Báleyr
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Le llevó varios días negociar con “El Nigromante” por el alma de una de sus alumnas y aun así no lo consiguió. Como el más antiguo de los Arcanos, el que aún permanecía de pie, le tocó emplear conocimientos y fuerzas que llevaba siglos sin utilizar para recuperarla y ahora la muchacha Macnair descansaba en las mazmorras. Gracias a Merlín que los Directivos no tuvieron noticias sobre el pequeño inconveniente que involucraba a dos aprendices, un portal y el mismísimo infierno; ni siquiera consultaron como era posible que los magos dejasen su alma —literalmente— en una clase. Hogwarts tenía problemas mayores luego de su destrucción masiva y el tiempo que les llevó alzar cada una de sus antiquísimas columnas.

Estaba seguro de que la muchacha regresaría gateando hasta su hogar y más nunca saldría de él, pues se equivocaba. Al despertar, Arya Macnair —al igual que su compañero no presente— decidió hacer frente a la habilidad por la que tanto arriesgó. Así que el escenario estaba echado a la suerte de dos personajes vacíos, sin nada que perder pero con mucho en juego. Báleyr los vería a orillas del lago, sitio predilecto por sus pares, a mitad de la noche, cuando la bruma alcanzase un punto impenetrable.

—Bienvenidos sean. Señor Weasley, señorita Macnair

Hizo una educada reverencia, escondiendo ambas manos dentro de la túnica que le vestía y cuando se incorporó, para sorpresa de ambos, sostenía una modesta caja de madera con cerrojo en forma de calavera.

—A partir de aquí comienza su verdadera clase, en la que deberán poner a prueba lo vivido anteriormente. No fallen, o puede costarles la vida— sonrió interrumpiéndose, luego carraspeó y abrió la tapa —Oh, y por cierto, solo podrán valerse de la Nigromancia así que si son tan amables de depositar todas sus pertenencias mágicas, las mismas serán resguardadas hasta que el portal los acepte o no como Nigromantes.

Tanto Arya como Nathan deberían despojarse de varitas, artilugios, otros libros, pergaminos y cualquier sortija que opacase la que como por arte de magia apareció en sus manos luego de desprenderse de su último objeto protector. El anillo del aprendiz no era más que un cintillo de plata comparado con el anillo de vinculación, pero ese tocaba ganárselo y por ello estaban allí. Y mientras la bruma subía agazapada por sus piernas y cintura Báleyr les preguntó si estaban seguros de querer continuar, acto seguido, desapareció.

PRIMER RETO

El paisaje completo a su alrededor resultaba gris y nostálgico, como estar nuevamente en El Tártaro pero pisando los terrenos del Ateneo. La primera misión aguardaba sin demasiadas vueltas, a unos pocos centímetros de ellos, flotando en la orilla Caronte impoluto sostenía el remo de una barcaza, aquel sería su medio de transporte hacia el otro lado del lago pero para cruzar deberían pagar. Al no contar ninguno de los dos, quizás, con una moneda otorgada al morir —pues claramente no estaban muertos— el barquero les aceptaría un recuerdo, más no cualquiera, el más puro y gratificante de todos los vividos, y se lo quedaría por siempre hasta que de sus propias memorias fuese borrado con el correr del tiempo. Solo así los ayudaría.

RETO DOS

Cuando sus pies por fin tocasen tierra firme no podrían evitar sentirse un poco melancólicos, extraños, como si les hubiesen arrebatado de las manos un caramelo que tenían tiempo sin probar pero que aún son capaces de saborear. La entrada del majestuoso laberinto estaría abierta de par en par para ellos y sus pasillos deshabitados y carentes de peligro alguno, por el momento, los guiarían hasta una puerta trampa. Al cruzar, Nathan acabaría en una habitación y Arya en otra completamente diferente. Paredes blancas, luz cegadora, en medio de la sala una cama metálica con un cuerpo frio, inexpresivo, sin vida alguna, muerto. Clavado en el pecho con un alfiler cada uno podría leer en perfecta caligrafía “Osario. Purificar. Decodificar”. Lo siguiente que encontrarían sería una puerta caoba sin cerradura ¿Cómo la abrirían? Báleyr esperaba que sus alumnos empleasen una técnica de limpieza para el alma, la mente y el cuerpo, tanto en ellos como en el muerto, y mediante la Senda del Osario le trajesen nuevamente a la vida para adivinar cómo salir.

Allí existirían dos retos: En aquellos rostros se verían a ellos mismos, y la única forma de decodificar la salida sería revelando un secreto que solo ellos mismo conocen, a la puerta, en susurros. Deberían soltar lo reprimido.

RETO TRES

Al cruzar la puerta ésta se cerraría a sus espaldas y desaparecería dejando entre ver un pasillo alumbrado por cuatro antorchas meciéndose con tranquilidad como si la brisa las acunara. A diez metros de distancia estarían el uno del otro pero serían capaces de verse antes de que una horda enfurecida de ínferis surgiera del suelo y tratase de arrastrarlos hacia lo más recóndito y oscuro de la tierra. Si lograban atravesar aquel reto, los dos o uno de ellos, solo atravesarían un puente de tablas hasta llegar a la pirámide donde el último reto les esperaba, el cuarto y más importante, la prueba final.

CUARTO RETO

No debían dejarse llevar por la elegancia del interior ni por el cansancio que supuse la carrera, el casi morir, las posibles heridas y las últimas escaleras doradas a los pies de una pirámide fría bañada por rayos de luna. El Arcano les observaba de lejos, se presentaría llegada la oportunidad. Fumando de su pipa y con el ojo bueno, había recorrido la figura de la serpiente que se come su propia cola como un ciclo sin fin, como la vida misma, antes de que sus aprendices llegasen. Dentro, siete puertas comenzarían a girar en torno al mago y la bruja, pero solo una brillaría para cada uno de ellos, les llamaría, les cantaría como una madre hasta que por fin cruzasen el portal y luego todo sería silencio, soledad, templanza. Tendrían la oportunidad de encontrarse con el alma de una ser extremadamente querido entre tantas otras y tomar la decisión que creyesen correcta: Regresar con ella al mundo de los vivos o invocar un ritual que le permitiese continuar su camino hacia la purificación.

Al final de la tarea, el portal sabría si eran dignos o no de portal el anillo de Nigromancia.

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Nathan había abandonado lo que era quizá más de la mitad de su alma en el Tártaro apenas unos días atrás. Las consecuencias de aquello, si bien no menores, no eran tan severas como inicialmente hubiese esperado: ciertamente, gran parte de su carácter se había desvanecido, pero su temperamento seguía presente. No por ser menos bueno, era intrínsecamente malo. Y, para su sorpresa, aún conservaba el recuerdo de quién había sido; quizá, entonces, había esperanza de alguna vez volver a ser todo aquello que había tenido que dejar ir. Incluso, aún más, podía hacerlo deshaciéndose de la partes que de alguna manera se había visto obligado a conservar pero con las cuales no estaba contento.

 

En virtud de todo aquello, pero sobretodo motivado por la perspectiva de ver a Arya, se presentó aquella noche en el lugar donde todos los aprendices de todas las habilidades debían ir para su prueba final. Su localización era un tanto de precisar, y sólo se podía llegar allí gracias a los trasladores que Mahoutokoro entregaba a orden de los Arcanos. Báleyr había elegido una noche de luna llena, con el cielo completamente despejado, con cientos de miles de estrellas dibujadas en el firmamento. Al menos eso era lo que vio en los jardines de su hogar antes de desaparecer rumbo a La Isla. Una vez allí, con suerte veía a dos metros a su alrededor; su campo severamente opacado por la presencia e una bruma tan blanca como impenetrable.

 

No le cabía dudas que aquella bruma había sido convocada por magia: destinada a reposar allí para simular la explanada del infierno que había visitado hacía menos de una semana. Sin embargo, y por menos real que fuese, cumplía con su objetivo: por su cabeza pasaron decenas de imágenes de sus momentos en el Tártaro. La mano del espíritu arrancándole el corazón a Arya, el centenar de criaturas que querían destinar sus cuerpos al sufrimiento eterno, la sorna del espíritu al llevarse la mitad de su alma que más apreciaba. Un escalofrío recorrió la entereza de su coyuntura, y sólo la imagen de Báleyr unos cuantos metros delante de él lo devolvió a la realidad y lo obligó a tomar unos pasos hacia adelante.

 

¿Dónde estaba Arya? Tras haber vuelto del inframundo, Báleyr le había ordenado que se retirase y desde entonces no había tenido noticias de ella. El Arcano, ciertamente reticente, le había asegurado que estaba viva y que sobreviviría a sus desventuras en el inframundo, aunque no sabía en qué estado. En ese momento, Nathan había querido gritarle y recriminarle su falta de sensatez, quería responsabilizarlo por todo lo ocurrido y llamarlo en falta por la increíble idiotez que había demostrado. Sólo se había retraído de hacerlo para permitirle que curase a Arya, o que hiciese lo que tenía que hacer con ella para devolverla a la vida, pero todavía no habían desaparecido los motivos que tenía para hablar con las autoridades de la Escuela Mágica.

 

Su pregunta tuvo respuesta casi inmediatamente, allí estaba ella. Su cabellera rojiza tan viva como siempre, y su rostro enseñando tanto de la luz que le había faltado cuando se la había encontrado en las inmediaciones del Tártaro. Nathan quizo hablarle, quizo preguntarle cómo se sentía, quizo... tocarla, abrazarla, y por qué no besarla. Pero no pudo. Había algo en la mirada de Báleyr que lo obligó a permanecer estático, y se limitó a saludarlos a ambos con un asentimiento (sin escatimar una sonrisa para la pelirroja) mientras el Arcano les daba la bienvenida a la prueba final antes de que ambos se convirtiesen en Nigromantes.

 

Sí, estoy seguro. – acertó Nathan, tras haberse despojado de todas sus pertenencias (incluyendo, a regañadientes, su varita). En ese momento, un anillo se materializó en su mano izquierda: el anillo del aprendiz.

 

***********

 

Ya no veía a Arya. Estaba solo. Su figura se había perdido entre la bruma y ahora lo único que veía – o más precisamente, lo único que Báleyr le dejaba ver – era la figura de Caronte al pie del embarcadero que antecedía el río que bordeaba la isla. Si bien nunca antes lo había visto en persona, lo reconoció a partir de los dibujos en el grimorio que había ojeado en el sótano del Arcano. Sólo que esta vez el barquero no lo guiaría a través del río Aqueronte bajo el comando de Hades, sino que sostenía el remo con el cual podría mover la barcaza a sus pies para llegar a la isla que sabía se encontraba del otro lado a pesar de que no podía divisarla a través de la bruma. Sin otra opción a su vista, Nathan caminó hacia él, y alzó la vista hasta mirarlo directamente a los ojos.

 

No tengo una moneda, pues no me han enterrado. – le hizo saber el Weasley, a sabiendas de que aquel era el medio de pago que constituía la única forma en que el barquero guiaría a las almas de los difuntos a través del Aqueronte.

 

Eso ya lo sé. – comentó, despectivo, Carón. – No quiero monedas de parte tuya, quiero recuerdos. Oh... pero no cualquier recuerdo, sino el más feliz que tengas.

 

¿Para qué lo quieres? – inquirió Nathan, inseguro de siquiera cuál era aquél recuerdo para el.

 

Para quedármelo, naturalmente. No te llevaré hasta el otro lado gratis.

 

Nathan asintió, sin verdaderamente estar seguro de que comprendía las implicancias de aquellas palabras. ¿Cuál era su recuerdo más gratificante? La respuesta, suponía, debía ser sencilla para cualquier otra persona, y sin embargo a él no se le venía nada a la mente. No fue la vez que recibió su carta de Hogwarts, ni la vez que se convirtió en uno de los miembros de mayor jerarquía en la Orden del Fénix. Tampoco lo era la vez que le juró lealtad eterna al bando que hoy constituía su única familia, ni la ve que le habían ofrecido la oportunidad laboral de su vida. Ninguno de aquellos momentos le brindaba tanta felicidad como uno esperaría, y estaba seguro de que Caronte lo sabría si él trataba de engañarlo con nada menos que lo que había pedido.

 

¿Acaso Arya tendría el mismo reto?

 

Arya.

 

Eso era.

 

Una tarde soleada, bajo un manzano, en campo abierto. Manos entrelazadas, y la promesa de un amor eterno.

 

Por menos válido que fuese hoy en día, seguía despertándole cosas que ni él mismo sabía explicar.

 

Quédatelo. – le dijo a Carón, a sabiendas de que no tenía ninguna otra opción.

 

El barquero sonrió, y le tendió el remo. Nathan subió a la barca, y empezó a remar hacia el otro lado.

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Desperté en una fría mazmorra.

 

No recordaba con exactitud lo que había sucedido aunque entre sueños y despertares visiones se presentaron en mi mente. Cerraba los ojos y veía a la hermosa Circe, pero cuando los abría Elvis Gryffindor me rogaba que le acompañara ¿Hacia dónde? le pregunté, parpadeé y ya no estaba allí. Me sentía perdida, confundida, triste. La sensación de abandono se apoderó de mi cuerpo como una enredadera que ascendía por mis piernas hasta hacer mella en el pecho. Desesperación, ahogo. Así vagué por no sé cuántas horas —días en el mundo de los vivos— hasta que él me encontró; absolutamente todo lo demás resultaba confuso.

 

Demasiados años habían transcurrido, exceso de agua bajo el puente, pero aun así el destino —si es que existía tal cosa— se aferraba en toparnos. Nathan Weasley estaba lejos de ser el hombre roto que conocí, pude notarlo en su rostro así como él vio en mi la carencia de inocencia, quizás de sorpresa. Él nunca fue un niño, es más, me sacaba unos cuantos años sentado bajo aquel árbol, y ahora mi madurez le devolvía las gracias.

 

El resto solo fueron pesadillas, una débil conexión con el averno por poseer éste una fracción de mi.

 

Por ello acepté terminar por fin con la habilidad, más allá de los principales motivos que le arrastraron hasta la puerta de Báleyr, ahora también sumaba motivos personales, de esos que alegan arruinarlo todo, siempre. Y en mi mente hacía eco de mi voz, el amor te vuelve débil, frágil, te desprotege, el amor es un arma de doble filo, y tú no la sabes usar. Pero le debía el esfuerzo al hombre que intentó salvarme de mi destino y al que lo seguía intentando a costa de su propia vida. Enfundada en una túnica completamente oscura y guantes de satén, desaparecí en lo que sería la media noche, gracias a un traslador entregado por el Arcano, lo que me recibió solo pudo generarme escalofríos.

 

El escenario resultaba escalofriante. Mi abultado cuerpo parecía mezclarse con la noche, convertirse en una sombra más que solo era capaz de divisarse cuando me movía y la luna brillaba sobre mi melena rojiza. Caminé hasta el hombre tuerto y le entregué por segunda vez me confianza pero en ésta ocasión conformada por todos mis objetos más preciados, incluyendo la varita. Luego lo escuché hablar y sabría lo que pasaría a continuación, noté que no estaba lista, mis piernas empezaron a temblar. Intenté correr en dirección a Nathan pero cuando quise aferrarme a su mano éste desapareció detrás de una pared de neblina. Miré mis manos, contemplé el anillo del aprendiz, me dolía el estómago entonces.

 

Aminoré el paso, aunque el corazón me latía como un loco descarriado, lo vi alejarse en una barcaza, me estaba acercando a la orilla. La bruma humedecía mi rostro, me quité los guantes y por alguna extraña razón lo agité al viento —inexistente— tratando de que me viera, de que supiera que se había olvidado de mi. Pero lo cierto era que la ilusión de Caronte aguardaba también por mi, en un segundo barquillo, con sus ojos hundidos y escarlata; conocía cientos de historias sobre él pero nunca lo había visto.

 

—Señorita Macnair— Me saludó.

 

Para mi sorpresa él sí me conocía. Me pregunté entonces cuántas veces habría vagado mi alma por la orilla sin atreverse a cruzar, o sin poseer motivos suficientes para hacerlo.

 

—¿Cómo puedo cruzar el lago?— Quise saber, y él solo extendió su huesuda mano dándose a entender.

 

Traté de recordar qué momentos felices en mi vida no acababan en tragedia o teñidos por la desgracia. Lo cierto es que eran pocos, y aquellos que alguna vez me hicieron sonreír, ahora resultaban espinas incrustadas en mi corazón y en la propia memoria. Como Jank, aquella herida de traición era algo que jamás sanaría en mi por mucho que lo intentase. Un recuerdo, pensé, me esforcé hasta encontrarlo, y cuando por fin lo obtuve, más allá de sentir que me arrancaban la piel, sufrí un grave caso de alivio. Para algunas personas atormentadas, la felicidad del pasado podía representar una enorme carga.

 

La pequeña esfera de luz que se desprendió de mi sien izquierda emitía sonidos humanos, como si de lejos fuese capaz de oír una película. Alguien veía la adaptación cinematográfica de mi vida en la habitación de al lado, pero no podía reconocer todas las voces y carcajadas. Solo sabía que había estado dentro de mi añejándose como el vino. Entregué, entonces, a Caronte, el recuerdo más feliz que pude haber olvidado jamás —mediante magia y contra mi voluntad— mis años de servicio, de lealtad y sacrificio. Sonreí, algo quemó en mis entrañas, por fin había logrado dejarlo atrás.

 

Y justo a tiempo para poner los pies en tierra firme.

 

El barquero se despidió de mi como si se tratase de una vieja amiga y desapareció entre cortinas de bruma ¡No ésta vez! me dije. Giré la cabeza tan rápido que hice mis vértebras chillar como una ramita vieja y pisoteada ¿Dónde estaba? caminé un poco hacia el frente, hasta las rejas del laberinto que parecía más calmo de lo normal ¡Nathan! grité, así como él hubo gritado en el Tártaro ¡Nathan! repetí, me ardía la garganta, su nombre era un profundo arañazo de inquietud.

 

Sin embargo allí estaba, lo había encontrado. Se movía con calma rumbo al enrejado, como si su travesía hubiese sido más lenta, aletargada, se veía cansado como si Caronte le hubiese hecho remar ¿sería tan caballero la criatura? una pizca de curiosidad me hizo picar la nariz. Extendí ambas manos, pensaba aferrarme a él con ahínco pero una debí devolverla instintivamente a mi vientre, tanto jaleo me provocó cierto malestar.

 

—¿Me acompañas?— Le pregunté, fresca, renovada solo por verle. Y lo invité a ingresar.

 

Atravesamos juntos el silencio, tomados de las manos. Por reflejo palpé el soporte de mi varita pero ella no estaba allí, mi cerebro a veces olvidaba ciertas cosas, en éste caso haber entregado todas mis posesiones mágicas a Báleyr. Demonios. Si algo sucedía allí de qué manera podríamos defendernos. Me tensé. No quería que el pánico se apoderase de mi pero me sentía indefensa y asechada.

 

Era extraño, después de todo lo sucedido y de que llevábamos demasiado sin vernos, estar así, tan cerca. Pero no un extraño desagradable, sino más bien, inexplicable. Sentí que Weasley se merecía más de una explicación y me hice jurar que si salía de allí con vida, lo haría, le diría lo que nadie sabía pero muchos sospechaban. De pronto el camino se terminó, los pasillos convergieron en una única puerta. El estómago se me encogió ¿cruzaríamos? él se veía bastante determinado, no parecía que algo allí lograse que me soltara la mano.

 

Le di un apretón antes de asentir en respuesta a lo que me dijo, no existía otra salida, si la puerta estaba allí debería de ser otro de los retos de Báleyr. Me pregunté qué nos aguardaría. Pero una vez más el obstác.ulo me desestabilizó. Una fina ventisca enfrió la palma de mi mano, volví a mirarla, estaba vacía. Abría enormemente los ojos y giré completamente sobre mi eje en busca del mago, estaba sola, total y completamente sola.

 

—¿Nathan?— Llamé, mi voz hizo eco.

 

Las luces se encendieron de golpe encegueciéndome. Me cubrí rápidamente los ojos hasta que éstos se acostumbraron al tono del bombillo. Parpadeé, casi al instante me sentí en contexto, más de la mitad de mi vida la pasé dentro de un hospital y todas sus salas ¿pero qué hacía allí? volteé el rostro lentamente, como en una película de horror y lo vi, el cuerpo, inerte, pálido, cubierto por una blanca sábana. Si se levantaba acabaría yo muerta del susto, aun habiendo visto todo lo que vi, esas cosas uno no se las esperaba. Reí, irónica, nerviosa. Una parte de mi se debatía por saber qué debía hacer y la otra se preguntaba su Nathan estaba bien.

 

Jalé de la sábana, suavemente, con educación y respeto. Lo primero que me llamó la atención fue la nota clavada en su pecho, la examiné, leí las palabras garabateadas de Báleyr, intenté comprender qué era lo que debía hacer, y resté importancia a la identidad del muerto. No vi su cara, no contemplé sus expresiones, tomé la nota y la leí unas cuatro o cinco veces, busqué una salida. La puerta por donde ingresé había desaparecido y en las paredes pude encontrar unas muecas pero no había cerrojo ¿Cómo se suponía que la abriría?

 

—Bueno... te tocará ayudarme.

 

Dije en voz alta y me puse de pie en un salto. Caminé hasta lo único que podría sacarme de allí y ahogué un grito afónico entre mis manos sudadas y frías. Ese rostro....

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Lo único que rompía con el ensordecedor silencio era su respiración, que se volvía más laboriosa conforme avanzaba a través de las oscuras aguas del lago. El bote se mecía levemente de lado a lado a merced de los movimientos que él hacía con el remo que Caronte le había otorgado, movimientos que el Weasley continuaba incluso a pesar de la creciente quemazón que atestaba sus fatigados músculos, quizá como única distracción del único pensamiento que plagaba su mente en aquel momento: la posibilidad de que, de las profundidades del lago, un Ínferi surgiese para tumbar su bote. Aquello no parecía una locura, y en cualquier otra situación tendría un par de estrategias en mente para hacerles frente, pero desprovisto como estaba de su varita mágica dudaba poder salir airoso de un combate con ellos.

 

Finalmente, el bote llegó al otro extremo del lago. La bruma se había vuelto más delgada con cada metro que remaba en dirección a la isla, y para cuando puso pie en ella tenía una visibilidad cuanto menos decente. A pesar de ello, le costó un poco recobrar la estabilidad en la marcha, y sin embargo aquello se debió fundamentalmente a una profunda sensación de desazón que lo invadió súbitamente: sintió como si un globo se desinflase dentro de su pecho y de no estar tan concentrado en la tarea que tenía por delante estaba seguro que sus ojos se hubieran nublado de lágrimas. No tomaba demasiado esfuerzo darse cuenta a qué se debía aquello: efectivamente se había eviscerado del recuerdo de la mujer, y ahora su mente de a poco convivía con ello mientras veía como los retazos de aquel recuerdo se desvanecían poco a poco.

 

¿Arya? – murmuró, al oír la voz de la pelirroja llamándolo desde algún lado. Estaba seguro de que no olvidaría quién era la mujer, independientemente de que no tuviese bien en claro lo que ella hubo significado para él en un pasado. Finalmente la vio, sus ojos repentinamente conectados, y en ellos vio la cálida energía que no había encontrado durante su tiempo en el Tártaro. Sonrió en cuanto la vio, y con todo gusto tomó la mano que la muchacha le extendió, completamente indiferente al hecho de que ésta retrajo la otra para llevarla contra su vientre. Horas atrás, ver aquello le hubiera hecho sentir algo, pero Caronte se había quedado con la parte de sí que lo hacía subjetivo a aquel embarazo. No había tristeza, pues la promesa de amor eterno ya no existía para él.

 

Y, sin embargo, jamás cuestionó la firmeza con la que la mujer tomó su mano, ni el hecho de que ambos caminaron laberinto adentro como si fueran a enfrentar el próximo reto en conjunto. Ya no era consciente de lo que Arya había significado para él en su momento, y sin embargo el espacio que aquel recuerdo había tomado seguía allí, vacío. Nathan era consciente de su falta, como un rompecabezas al que le faltaba una pieza, y aquella falta seguía extrapolándose en un sentimiento de protección hacia la Macnair: ella, indiscutiblemente, era alguien importante para él. Finalmente, los pasillos se fusionaron en un único camino que terminaba en una puerta.

 

¿Juntos? – le susurró. Sintió su apretón de manos como respuesta, y al unísono cruzaron la puerta.

 

Sintió un curioso cosquilleo en su mano, y no tuvo que mirar hacia su costado para saber que Arya ya no estaba con él. Báleyr jamás los dejaría enfrentar los obstáculos juntos, no después de la simbiosis que habían demostrado en el Tártaro: sin sacrificio, sin rupturas, sin concesiones.... la muerte no funcionaba sin ellas, y a estas alturas Nathan conocía bien lo que ser Nigromante implicaba. Ahora, se encontró a sí mismo en una amplia habitación de paredes blancas, iluminadas por una fuente de luz que no pudo precisar, y que sin embargo le confería una ambientación pseudo-hospitalaria. A juego, en el centro de la habitación y como único elemento mueble una camilla de metal con con un cuerpo desnudo.

 

No fue hasta que estuvo a menos de un metro del cuerpo que reconoció su propio rostro en el cadáver, ahora en exceso pálido y con una gran inscripción en el pecho, pero por lo demás semejante a él. Tallado postmórtem sobre su propio cuerpo, yacía un mensaje que dejaba muy en claro cuál era su próxima tarea: devolverle la vida a aquel cuerpo por intermedio de la Senda del Osario... ¿y luego? La respuesta le llegó con tan sólo levantar la vista a la pared frente a él, donde una puerta de caoba negra. No necesitaba acercarse a ella para saber que no podría abrirla sin devolverle la vida al cuerpo que tenía frente a él. Pero... ¿a quién pertenecía aquel cuerpo? ¿Era, acaso, una forma de representar la parte de su alma de la cual había tenido que disociarse para salvar a Arya?

 

Las instrucciones no eran claros, los motivos no eran los ideales, y sin embargo Nathan se encontró a sí mismo sin mayor alternativa. Amedrentado por la imagen de sí mismo difunto, procuró concentrarse en los caminos de la Senda del Osario, rebuscando dentro del tártaro (y, en cierta forma, dentro de sí mismo) la parte de su alma que había perdido en manos de aquel espíritu. Para cualquiera que lo observase en aquel momento, sólo oiría palabras en latín que el Weasley murmuraba casi inteligible y de seguro inconscientemente mientras con cierto esfuerzo purgaba el Tártaro del fragmento de aquella alma. Fue para él momentos, pero en efecto dos horas después, cuando volvió a abrir los ojos para encontrar el cuerpo de alguna manera revitalizado.

 

¿Puedo....? – empezó a preguntar él.

 

No, éste fragmento de tu alma no puede volver contigo... al menos no de esta manera. Sólo por medio del portal puede que la recuperes y, para ello, debes seguir adelante. – le interrumpió su álter, gesticulando con su cabeza en dirección a la puerta de caoba negra. – Cuéntale tu más profundo secreto, y te dejará pasar sin más. – agregó. Mi más profundo secreto.. .>> pensó, repitiendo las palabras del otro Nathan, mientras caminaba en dirección a la puerta. No tenía que mirar por encima de su hombro para saber que éste lo estaba observando, sabiendo perfectamente qué era lo que había guardado de todos sus allegados. Para cuando llegó a la puerta, el Weasley reconoció una vez más que no tenía mayor alternativa que el sacrificio.

 

Mi madre es una mortífaga. – dejó salir. Aquello era algo que había escondido de todos sus compañeros de la Orden del Fénix puesto que... ¿y si intentaban matarla? Él estaba en completo desacuerdo con lo que su madre había escogido como estilo de vida, más aún no concebía que ella mereciese la muerte a pesar de eso. ¿Acaso tan horrible decisión anulaba todo lo que la mujer había hecho por él durante toda su vida? Aún no había tomado una decisión acerca de ello, y probablemente nunca lo hiciese, pero tampoco estaba dispuesto a que sus compañeros tomasen aquella decisión por él.

 

La puerta se abrió, y Nathan cruzó al otro lado.

 

La blancura de la habitación que dejó atrás se desvaneció tan rápido como se había materializado horas atrás, y ahora delante suyo tenía un angosto pasillo de techo bajo, flanqueado e iluminado por cuatro antorchas que señalaban el camino hacia quién sabía donde. El pasillo, sin embargo, era bastante ancho. Tan ancho, de hecho, que Nathan no había visto la otra puerta que se abrió diez metros a su derecha, por la cual apareció la pelirroja.

 

Arya – dejó salir, comunicándose una vez más con miradas y nombres a destiempo.

 

Su voz dio inicio al caos, puesto que una serie de sonidos guturales invadió la habitación. Nathan los vio surgir de la tierra, como si ésta fuese agua, y acercarse a ellos a una velocidad sorprendente. Inferis. El miedo que había tenido tiempo atrás mientras atravesaba el lago había cobrado vida ahora mismo, y en efecto él no tenía nada para defenderse más que su propio cuerpo y cuatro antorchas.... ¡Antorchas! ¡Eso era! El Weasley corrió hacia una de las antorchas y la tomó por el mango, sacándola de su pedestal.

 

¡Agarra una antorcha y sígueme! – le dijo a la Macnair, corriendo hacia ella y tomándola por la mano.

 

Aquellas criaturas no parecían del todo amedrentadas por el fuego, más ahora se acercaban a menor velocidad que antes. El fuego sería un aliado para ellos, y sin embargo probablemente no sería suficiente, necesitarían de la Senda de las Cenizas.

 

Arya, tú puedes, yo confío en tí. – le dijo. La pelirroja había viajado al Tártaro sin tener control de ella, y ambos habían pagado un alto precio por eso, y sin embargo las palabras del Weasley eran sinceras: estaba seguro de que la muchacha tenía la capacidad de comandar a aquellos ínferis a doblegarse y permitirles salir de aquel pasillo.

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Verme reflejada en aquel cuerpo me horrorizó.

 

Tantos episodios de mi vida habían empujado mi existir al borde del abismo pero jamás me sentí desaparecer como entonces. Tomé la nota y acomodé la sábana con manos temblorosas hasta la clavícula, quería comprender a qué se refería Báleyr con aquellas palabras, oh sí quería, con todas mis fuerzas. Estaba martirizada. Leía una y otra vez "Osario" e intentaba que mi cerebro diera con la información en alguno de los cientos de archivadores que imaginaba tenía; leer tantos libros por gusto o aburrimiento en algo debía servir. Aquella senda de la Nigromancia que le permitía a uno controlar el cuerpo de los muertos por un breve lapso de tiempo ¿Pero para qué me sería útil?

 

Le di vueltas a lo de purificar, pues junto tenía un cuerpo inanimado. Me senté corriendo un pocos sus piernas y guardé la nota del Arcano en los bolsillos de la túnica, dentro de tanta blancura mi andar parecía más bien el de una sombra, un espectro de la noche. Pero yo no quería verme así, temeraria, no en ese momento ¿O sí? no quería asustar a Nathan ni a nadie que me considerase una persona noble, buena, porque aun lo era, a pesar de lo que mis ideales dictaminasen.

 

Dejé caer las ropas que me cubrían y en igualdad de condiciones enfrenté a lo único que podría ayudarme a salir de allí. Retiré la sábana hasta por debajo del ombligo y curé la única herida que perforaba la carne hasta profundidades desconocidas. Increíble como algo tan simple y elegante como una flecha podía acabar con una persona tan rápido como te alcanza el viento, sin verla, sin sentirla ¡Zas! te atravesó el corazón. Toqué la zona en mi pecho donde aun podía sentirse suavemente la irregularidad en la piel, una pequeña cicatriz del tamaño de una nuez, producto de una daga envenenada. Luego canalicé gran parte de mi energía, concentrada en una sola cosa, despertar a quien yacía en frente, que no era yo, me repetía cada ciertos segundos.

 

Creando un puente entre su vacío y mi vitalidad logré que abriera los ojos. Con ellos me miró, tan profundamente que quise llorar, me sentí afortunada por lo que tenía y por lo que había vivido, por sentir amor, temor, ansiedad, por respirar. Algo bastante cotizado en aquel ambiente que transitaba ahora mismo.

 

—Buenas noches jovencita— Me saludó la mujer. Aun poseía mis facciones pero aquel tono me recordaba más a Castalia que a mí misma.

 

—Buenas noches— reverencié —Lamento despertarle, pero necesito salir de aquí para continuar con mi viaje y me encuentro atrapada ¿Podría usted ayudarme?

 

Cubriendo sus partes más íntimas tomó asiento, se movía con tanta gracilidad que nadie podría creer que segundos atrás estaba muerta. Aunque la piel seguía tan pálida como la de cualquier fallecido y sus ojos, aunque hermosos como los de todo Macnair, carente de brillo. Miró la puerta girando el mentón levemente y luego chasqueó la lengua para sonreír, como si hubiese recordaba algo que le generó melancolía.

 

—Creo que tiene mucho tiempo atrapada, Arya, y no solo por éstas cuatro paredes ¿No lo crees?

 

Parpadeé y me retiré cuatro pasos hacia atrás cuando se incorporó.

 

—Efectivamente yo soy la cerradura, pero tú tienes la llave. Siempre la has tenido contigo, te aferras a ella como un recordatorio, te hieres. Dámela, abre la puerta y déjala ir por fin

 

Haciendo alusión a que yo siempre había tenido una llave, o lo que fuere que se refería, miré mis manos por instinto pero allí solo encontré sangre. Las volteé, el líquido carmesí se escurría por mis muñecas, empecé a temblar, pegué la espalda contra la pared mientras la mujer repetía sin tomar aliento para continuar "Déjalo ir" como si no le hiciese falta el aire ¡Pues claro que no le hace falta, está muerta! me regañé, y cuando volví a mirar mis manos éstas estaban completamente limpias, pulcras, como las de un cirujano. Pero el murmullo hacía mella en mis oídos y punzaba como agujas hasta que ya no lo soporté más.

 

—¡Yo la maté!— Grité dando un paso al frente, con la mano en el pecho —Dios mío, yo lo hice. Yo maté a Sybilla Macnair...

 

El secreto se desmoronaba. Solo ella y yo sabíamos qué pasó en aquella isla y como un pacto que jamás se pronunció, aun ninguna decidía romper con el silencio. Mi interlocutora volvió a sonreír, ésta vez con satisfacción. Asintió sin decir palabra alguna pero agradeció con la mirada que le haya curado la herida. Vi como se deshacía frente a mis ojos, como su estuviera hecha de arena, y mientras la puerta emitía un sonido mecánico indicando que ya podía abrirla, rompí en un nervioso llanto que me provocó jaqueca. No deseaba volver a hablar sobre aquello, pero si lo había gritado de tal manera dejaba de ser un secreto.

 

Crucé la puerta como pude, sin notar que mientras el cuerpo se desvanecía finos hilos blancos se enredaban en mis curvas cubriendo por completo mi cuerpo. Todavía me sentía perturbada, el cambio de iluminación volvió a dañarme la vista pero mis oídos se agudizaron cuando escuché que me llamaban. A diez metros de mi, con el rostro cubierto de luz anaranjada, estaba él una vez más, esperándome, ¡Nathan! le llamé, pero fue un completo error. El suelo debajo de mis pies descalzos comenzó a temblar, la tierra se resquebrajaba y se abría, Weasley me gritó algo que no pude entender hasta que le vi hacerse con una antorcha.

 

Busqué cerca de mi, no había demasiadas pero traté de tomar una. Jalé de ella, casi me quemo las manos, estaba tiesa en su soporte, pateé la pared. Algo me tomó por el tobillo y del susto acabé aferrada al mago y blandiendo una "espada de fuego". Tenía miedo, era una bruja extremadamente poderosa pero por alguna razón me sentía en desventaja. Junto a mi había dos seres que me importaban demasiado y el amor te vuelve débil. Pero no podía dejar que las propias palabras de Pik me perdieran cuando más me necesitaban.

 

—Obbedire

 

Bramé, el tono en mi voz fue tan grave que casi pareció masculino. Mis ojos se tornaron de un verde más oscuros y mis manos se pusieron rígidas como el acero. Señalé al enemigo, entablé contacto visual como las cuencas vacías que solo anhelaban dañar y les ordené que me obedecieran. Darían la vuelta y se marcharían por donde vinieron, todos y cada uno de ellos, dándonos así la oportunidad de llegar al final de aquella travesía al menos en una pieza.

 

Lo que Nathan dijo me ruborizó. A pesar de la carrera tenía el corazón tranquilo, sereno. Transitamos sin problemas y en silencio el puente colgante hasta llegar al pie de la pirámide donde Báleyr nos esperaba, donde nos haría nuevamente aquella tediosa pregunta, como si todo por cuanto pasamos no era prueba suficiente de ello.

 

—Estoy lista— Le dije, sin miramientos, dejándolo atrás, subiendo las doradas escaleras sin soltar la mano de Weasley —Yo siempre confié en ti.

 

Musité con una media sonrisa, entraría sola, aunque él estaría conmigo. Atravesaría el portal y solo éste determinaría si éramos dignos o no de vincularnos con la habilidad.

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Arya lo hizo tan bien que en el rostro del muchacho se dibujó una sonrisa de lo más sincera. La observó, cuidadosamente, mientras ella manipulaba a los ínferis para que los dejasen en paz y les permitiesen avanzar. La observó mientras se comportaba sólo como se comporta alguien cuando cree que nadie lo está mirando: frágil, honesta y humilde. Deseable en desmedida y bella en pura inconmensurabilidad, Nathan identificaba claramente una atracción hacia la muchacha. Más era una atracción que iba más allá del plano físico o de cualquier relación que hubiese tenido antes, era una atracción dibujada en el espacio que otra cosa había ocupado pero que ahora no podía precisar.

 

Las palabras de la Macnair lo tomaron por sorpresa, y procuró esconder el rubor en sus mejillas mientras aferraba aún más fuere su mano y juntos emprendían la marcha hacia arriba siguiendo una escalinata de peldaños dorados. No la dejó ir esta vez, ni siquiera cuando aparecieron ante el viejo tuerto que parecía demasiado entretenido con la pipa que colgaba de la comisura de sus labios como para ver el gesto de unión entre ambos. El anillo de la habilidad que el hombre le había dado comenzó a cobrar temperatura, y le infundía a su mano una energía extraña, nueva, índice de que había llegado la hora de enfrentarse a la prueba final.

 

Sí, estoy seguro. – dijo, ante la inquisición final del Arcano. Arya lo siguió segundos después y, con ello, su anillo vibró aún más: aquellas palabras habían sellado un pacto con el Portal. Nathan conocía las reglas de sus viejas aventuras con aquel místico objeto dentro de la gran pirámide: una vez que cruzase una de sus puertas, estaría sólo. Báleyr no podría ayudarlo, pero si podría ver y oír todo lo que el hiciese o dijese. Aún más importantemente, el resultado de la prueba era definitivo: si fallaba, nunca podría ser Nigromante. Si lo lograba, sería uno para toda la vida.

 

Dentro de la Gran Pirámide, el portal brilló con creciente intensidad mientras sus distintas puertas danzaban aleatoriamente frente a ellos. Fue cuestión de segundos hasta que dos puertas se separaron del resto y se colocaron la una al lado de la otra, separadas por menos de un metro. Nathan guió a la pelirroja hasta apenas medio metro antes de la superficie del Portal y la miró por última vez.

 

Buena suerte. Te veo al regreso. – no supo quien dejó ir la mano del otro, pero no fue sin antes un apretón que transmitió buenos deseos hacia el otro. Respiró hondo, cerró los ojos, y caminó hacia adelante sin detenerse. El portal lo absorbió, y con él se fue toda la habitación.

 

Del otro lado lo esperaba una habitación fría, oscura y en completo silencio. Tan oscura estaba, de hecho, que le tomó casi un minuto acostumbrar sus ojos a la oscuridad que solamente era violentada por una lámpara de luz tenue que colgaba del techo. Sólo entonces pudo ver que en el centro de la habitación (cuyas paredes estaban difuminadas, y no del todo visibles) había dos sillas. Una de ellas estaba vacía, para él, mientras que la otra estaba ocupada por una mujer alta y esbelta, de cabellos pelirrojos, cuyo rostro estaba surcado por arrugas que delataban su avanzada edad. Mynerva de Weasley.

 

Una angustia abrumadora se apoderó del Weasley, quien hacía ya tiempo no pensaba en una de las mujeres más importantes de su vida. No pudo evitar que una lágrima se resbalase por su mejilla mientras él se acercaba a ella y tomaba asiento, luchando contra sus más feroces impulsos de lanzarse a ella y envolverla en un abrazo, pero restringido por la certeza de que el cuerpo de la mujer no era tan tangible como se veía. Suspiró, y sólo tras un par de segundos más pudo mirarla a los ojos.

 

¿Abuela, qué haces aquí? – soltó él.

 

Pues... tú me has llamado. – le contestó ella, su tono de voz perfectamente conservado a como él lo recordaba. – Inconscientemente, claro. He venido a ayudarte...

 

– ¿Ayudarme con qué? – interrogó el Weasley, inseguro de a qué se refería.

 

A dejar ir algunas cosas... ya va siendo hora, ¿no crees?

 

Iba a contestarle, pero un nudo se apoderó de sus cuerdas vocales y no encontró la fuerza para concordar verbalmente. Se limitó a asentir, totalmente vulnerable, puesto que el mismo subconsciente que la había convocado también le había evocado los recuerdos que más se esforzaba por ignorar. Flashes de apenas segundos bastaron para que recordase la noche en que se convirtió en un asesino; la noche en que mató a su captor cuando en verdad no hubo necesidad de hacerlo; la noche en que estuvo tan cerca de ser la gente que juraba destruir que a duras penas podía vivir con ello ahora.

 

Son nuestras intenciones las que valen más que nuestras acciones. Tú no quisiste matarlo esa noche, es hora de que te concedas el perdón que tanto necesitas.

 

– Pero... ¿y si no lo merezco? ¿Cómo puedo perdonarme cuando he hecho lo mismo que le recrimino a Fee? ¿Cómo puedo perdonarme luego de todo lo que he hecho en los últimos años? No por nada estoy solo.

 

– Sólo no estás... yo siempre estaré contigo, aunque tú no me veas.

 

– ¿Y si vuelves conmigo? – preguntó Nathan, pero la respuesta ya estaba decidida en su propia mente.

 

Si eso te hace feliz, estoy seguro de que puedes hacerlo... la Nigromancia tiene formas de hacer que yo vuelva contigo de este portal, si es lo que quieres.

 

Negó con la cabeza. Era lo que quería, pero no era tan egoísta como someter a su abuela a tal crueldad sólo para propio beneficio: las almas que habían abandonado el mundo de los vivos, sobretodo en tan buenos términos como ella, ya no tenían menesteres con él. Devolverla al mundo donde él normalmente vivía sería una atrocidad para ella y, eventualmente, para él también.

 

- No. No quiero hacerte eso. Creo que... – dijo, pero la voz se le entrecortó con un llanto manifiesto – ... creo que es mejor que te quedes aquí, ¿aquí estás en paz, verdad?

 

– Sí, lo estoy, afortunadamente. Por eso quiero que tú también lo estés, pero no aquí, allá arriba. No puedes cambiar el pasado, ni determinar el futuro, pero si puedes tener por seguro que tu pasado influirá en tu futuro. Ahora, el cómo lo hace, eso es decisión tuya.

 

– Lo sé, nunca he cometido el mismo error desde entonces, y me he esforzado por esos valores más y más con cada día. Lealtad y Sacrificio.

 

– Lo he visto, cariño, pero lo has hecho a expensas de tu salud mental. Debes dejar ir ese recuerdo, independientemente de cuánto creas que te ayuda a ser mejor persona, debes perdonarte.

 

– Pero... – murmuró el Weasley entre jadeos cortos producto del llanto. – ¿C.. Có.. Cómo lo hago?

 

– Afortunadamente, aquí es muy sencillo. Este portal te dejará purgar tu alma, y a cambio te dará eso que has venido a buscar. Sólo debes aceptarlo, y verdaderamente sentir que te mereces el perdón.

 

Nathan guardó silencio por unos momentos, su cuerpo meciéndose sólo al compás de su respiración. En el futuro, no podría explicar cómo, pero de alguna manera en ese momento entendió que lo que había ocurrido aquella noche fatídica no era enteramente su culpa, y que incluso si lo era sus acciones habían sido en propósito de la auto-preservación. Quizá en cualquier otro momento aquello no fuera suficiente, Dios sabía que no lo había sido las tantas otras veces que lo había pensado y que en cambio había terminado ebrio junto a una botella de tequila, pero de alguna manera lo fue.

 

Un peso abrumador abandonó su cuerpo, tanto que sintió sus hombros relajarse inmediatamente.

 

Muy bien, lo has hecho muy bien. – supo decir Mynerva, en cuyo rostro aún permanecía dibujada aquella sonrisa tan cálida. – Creo que Báleyr estará conforme con cómo has hecho uso de la Senda del Sepulcro. – agregó, después. – Es hora de tu recompensa...

 

Nathan esperaba que la prueba llegase a su fin y que el portal lo devolviese a la Gran Pirámide donde estaría Báleyr. Y, sin embargo, la habitación se mantuvo estática. Mynerva se puso de pie y extendió una mano hacia el Weasley de manera que su palma quedó mirando al techo. La hubiese tomado de no ser por la bola de luz azul perlada que se materializó en ella, la cual reconoció como la misma que le había entregado al espíritu en medio del Tártaro a cambio de la vida de Arya.

 

Puedo devolverte esto si quieres. La elección está en tus manos.

 

Se lo pensó, por unos segundos.

 

No, quédatela. Y, es más... llévate lo que quedo aquí también, ¿puedes?

 

En efecto, sí, pero... ¿para qué?

 

–Será como un lienzo en blanco.... borrón y cuenta nueva.

 

Mynerva asintió y guardó la bola en su bolsillo. Con un último gesto de su mano, otra bola idéntica pero de color rojizo salió de su pecho y flotó hasta su mano, que se cerró en un puño para hacerla desaparecer. En ese momento, la oscuridad volvió a absorberlo, y sin tener la oportunidad de despedirse de Mynerva el Portal lo devolvió a la Gran Pirámide. Apenas tuvo tiempo de secarse las últimas lágrimas o de resistir la poderosa angustia que amenazaba su estabilidad cuando vio a Báleyr frente a él. Si muy errado no estaba, él ahora era un Nigromante.

Editado por Nathan A. Weasley

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"Te veo al regresar"

 

Quise quedarme con esas palabras, incluso le sonreí antes de que me soltara la mano y cruzase su portal. Pero no le contesté, temía decirle algo que no pudiese cumplir, odiaba las mentiras así que traté de no caer en una y pronto me hube quedado completamente sola. La sortija en mi mano vibraba, la puerta que tenía frente a mis narices clamaba por atención, no quería que fuese duda lo primero que absorbiera de mi pues vaya uno a saber qué clase de prueba podría ponerme con ese criterio. Así que por segunda vez aboqué a las palabras de Nathan, hacía tan pocos minutos había dicho que confiaba en mi, y eso era lo que necesitaba, confianza.

 

El primer paso me llevó a cruzar el umbral. Un segundo después sentí el típico jalón en el ombligo y desaparecí. Lo siguiente que recuerdo fue el silencio, todo lo referente a la Nigromancia era tan misterioso que así se reflejaba de buenas a primeras, como un total y absoluto silencio ensordecedor. Casi podía oír los latidos de mi propio corazón bombeando sangre a todo el cuerpo. No me encontraba en el tártaro pero sí en un lugar parecido, un tanto más "vivo" si se puede decir, con la vegetación intacta, un blanquecino cielo sobre mi cabeza y una curiosa luna asomada; aunque parecía ser de día, ella me saludaba.

 

—¿Nathan? ¿Báleyr?— Llamé.

 

Pero no fueron ninguno de los dos hombres los que acudieron a mi voz, sino alguien más viejo y muchísimo más conocido. Un personaje estancado en mi memoria, grabado a fuego, clavado profundamente como una astilla en la herida. Oí mi nombre su boca, sonreí instantáneamente llena de júbilo. Me miró por unos segundos antes de chasquear la lengua, ladear la cabeza y cruzar los brazos sobre el pecho. Seguía teniendo el mismo rostro de siempre, el mismo color exótico de cabello, para él no había pasado el tiempo.

 

—Debió ser mío— Me dijo, así comenzó su "saludo" después de diez años sin vernos.

 

Acaricié mi barriga y caminé dos pasos en su dirección. Podría ser un demonio, una ilusión, incluso una proyección del portal más no me importaba, aprovechaba hasta mis sueños más breves para rememorarlo, pedirle disculpas, ponerlo al día de todo lo que estaba sucediendo en mi vida, en la vida de su hija y de sus seres más queridos, aquellos que lo extrañaban tanto como yo, pero no más, jamás nadie lo echaría de menos como yo lo hacía, o lo hice.

 

—Muchas cosas en la vida debieron serlo, pero estás aquí ¿Qué haces aquí?

 

Torció el gesto, al verle hacer esa mueca sentí en las entrañas que no era una ilusión, sino él en verdad, su esencia, su alma.

 

—Llevo diez años aquí, Arya, aguardando que me dejes ir. Estuve aquí, siempre estuve aquí y tú lo sabias, aunque no querías aceptarlo, lo supiste desde un principio.

 

Desde su desaparición muchas cosas pasaron, pero nunca perdí las esperanzas de volverlo a ver, incluso cuando fui capaz de rehacer mi vida y tomar decisiones por sobre la de Ámbar. Antes de dormir dejaba una vela encendida cerca de la ventana, o era la primera en despertar al alba y recorría los jardines de la Macnair solo por si notaba indicios de su presencia. Llegué a visitar las ruinas del castillo Targaryen, todo estaba intacto aunque erosionado por el tiempo, más no había rastros del Patriarca perdido.

 

Y me volví dura, impenetrable, sólida como una fortaleza. Mi propia fortaleza. Quise y amé, quiero y amo actualmente, pero fui incapaz de llorar por nada. Nada en el mundo merecía mis lágrimas, se me agotaron noche tras noches. Pero heme allí, de pie ante el alma de la persona que más amé, aquel que me dio una hija hermosa y millones de razones para odiarlo tanto como para adorarlo, vuelta un océano. Ni siquiera la profundidad de éstos se asemejaba a la cantidad de líquido que mojaba mis mejillas entonces.

 

—Estamos bien— Le confesé —Ámbar está bien, estaremos bien...

 

Me negaba, internamente a dejarlo ir pero nunca creí que aquel sentimiento lo estuviese reteniendo contra su voluntad. Llevaba diez años muerto, debería haber seguido su vida como cualquier espíritu o fantasma, y sin embargo estaba atado a mi de una forma más que literal. Quería, entonces, cortar aquella amarra con mis palabras, prometerle que su hija estaría a salvo y que no tenía de qué preocuparse. Hacerle saber que aunque transcurriesen siglos, seguiría siendo la persona que ocupase más espacio en mi corazón, sin reemplazo, porque para mi, Aziid Delacour era único.

 

Él me sonrió, se acercó a mi y besó mi frente como lo hubo hecho en vida.

 

—Aquí vamos de nuevo, Stark

 

Me susurró y frente a mis ojos se fusionó con la luna, ascendió. A partir de ese día estaría incluso en el aire que respirase. Y tan pronto como mi cerebro asimiló lo que acababa de pasar el portal retomó su giro violento y me devolvió a la pirámide. Justo a tiempo para notar como Báleyr le tendía la mano a Nathan a modo de felicitación, desvié la mirada hacia la sortija de aprendiz y ésta había mutado en una maravillosa joya. Ahora uno de mis dedos portaba un anillo grueso como los del reyes medievales con una piedra preciosa de tonalidad morada y un fino dragón resguardando su engarce. Me encantaba el detalle, o el saber por qué el portal decidió otorgarme aquel vínculo.

 

Ambos éramos, después de todo lo que pasamos, Nigromantes.

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