Se encontraba mirando hacia arriba. Usaba su mano para proteger su cara del sol y poder observar mejor la mansión de los Macnair, silenciosa e imponente ante él. Hacía un día hermoso, y para él era extraño salir al mundo exterior en uno de esos días tan soleados; ni siquiera tenía una razón demasiado importante como para estar ahí parado procurando reunir todas las fuerzas necesarias para tocar la puerta, y, aun así, sus pies comenzaron a moverse en contra de su voluntad. Tal vez si era importante después de todo.
Algún tiempo después, en su cama en San Mungo, recordaría cómo aquellas puertas se abrieron para darle la entrada al peor día de su vida. Recordaría también, con rencor, que más de una vez consideró darse la vuelta y volver por donde había venido, pero las palabras de bienvenida del elfo doméstico lo habían hecho sentir obligado de adentrarse en la mansión. Las puertas de madera se cerraron sonoramente a sus espaldas, sellando por siempre su destino.
-¿Está Ernest? -preguntó al elfo -Hace mucho tiempo que no lo veo y me gustaría saber de él... Y pues, ¿qué mejor lugar para encontrarlo que su casa? -Las palabras le salieron atropelladas, producto de haberlas repetido un centenar de veces en el camino. El elfo lo miraba con sus ojos grandes, confundido- Ah, mi nombre es Bon, lo siento.
Como ya era costumbre cuando la ansiedad lo consumía, se llevó un dedo a sus gafas para acomodarlas, y al hacerlo pudo notar el sudor en sus palmas. Decidió ignorarlo, haciendo como si nada pasara. El elfo lo había dejado solo en lo que parecía ser la recepción y se había apresurado a la búsqueda de su amo Ernest, o eso creía. Sin embargo, sus piernas estaban ya cansadas cuando se dio cuenta de que la criatura no regresaría. «Se debe haber olvidado».
Empezó a caminar a ciegas en busca del elfo. Al llegar a un pasillo largo, logró ver una pequeña figura doblar rápidamente en una esquina, y no tuvo más remedio que correr si quería conseguir alcanzarlo- ¡Espera! -gritó, pero al doblar solo consiguió a una niña de cabellos castaños que lo miraba fijamente. Estuvo a punto de hablar y preguntar por el elfo, pero la niña salió corriendo en dirección a una habitación desconocida.
No supo muy bien cómo, ni por qué, pero sentía que no le quedaba más remedio que seguirla, así que lo hizo. Se encontró dentro de una inmensa biblioteca con estantes llenos de una cantidad casi obscena de libros. ¿Era posible leer tantos libros en lo que dura una vida humana? Sin darse cuenta, se encontraba ya sumergido en los estantes pasando un dedo curioso por cientos de lomos coloridos sin atreverse realmente a leerlos. Se había olvidado completamente de la niña.
«La niña» pensó, alarmado. Estaba solo en la biblioteca, ¿cómo era eso posible? Estaba seguro de haberla visto entrar ahí y ahora se había desvanecido. Su error fue comenzar a revisar en los rincones del lugar en busca de la pequeña. Tal vez si se hubiera marchado al notar su ausencia, su vida no se hubiera vuelto tan miserable. Tal vez si nunca la hubiese seguido… Tal vez.. Tal vez…
Se escuchó un ruido. Algo se movía. En su desesperación debió haber tocado algo que no debía ser tocado, y ahora un umbral con escaleras que se extendían sobre sus pies ocupaba el lugar de uno de los estantes. Dentro no se lograba ver nada ni a nadie, pero las escaleras que parecían bajar infinitamente hasta perderse en la oscuridad tenían que llevar hacia algún lugar.
Hizo que la punta de su varita se iluminara murmurando unas palabras inaudibles, como si temiera despertar lo que sea que durmiera allí abajo, y, por desgracia, comenzó a descender.