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Confesionario de las Lamentaciones (MM B: 87865)


Reena Vladimir
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¿LLoraba? ¿Tanto daño le había hecho con el masaje? ¿O era algo que había dicho? Me dejó desconcertada con esa reacción. Sobre todo porque ella afirmó que tenía muy buenas manos para el masaje.

 

-- Gracias -- le dije, aún pensativa, por si lo decía por puro convencionalismo. Pero parecía sincera. Entonces... ¿Por qué lloraba?

 

Su comentario posterior me volvió a desconcertar.

 

-- Perdona.. .Creo que no entendí bien... Has dicho que algunos de los vuestros son vampiros. ¿Te refieres a los componentes de tu orden o es que tienes Dragones Vampiros?

 

Era una posibilidad ridícula pero, si había algo de verdad en eso, ¡yo quería uno! Amaba las criaturas y el riesgo no me importaba para nada.

 

-- Pues claro que sé eso de los Basiliscos pero bah, no es tanto riesgo si sabes como se mueven. A veces son un poco impredecibles pero los años hacen que conozca perfectamente a mis animalitos y que sepan como van a torcerse. Es un bonito número, te invito al Circo para que lo veas, Hermana Annabelle. Y, por supuesto, me gustaría que tú también me ayudaras con ellos. Estoy segura que disfrutarías con los dragones y el resto de animales que tenemos por allá. Pocas veces encuentro a alguien a quien le guste tanto como a mí las criaturas mágicas.

 

Otra gran sorpresa, aquella mujer me estaba dejando patidifusa hoy con sus actos: me dio un beso en la mejilla.

 

-- ¿Cómo? -- dije, al verla salir del lugar con una disculpa. -- ¿A quién dice que le recuerdo? -- pregunté a los otros cuando ella se fue.

 

Desconcertante, era una mujer desconcertante.

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Anabelle Isabella Rambaldi Di Sforza

(Hermana melliza de Heliké)


La bruja, después de estar unos minutos sentada en el verde cesped consiguió tranquilizare un poco, sobre todo al rozar con la yema de sus dedos la hierba que rodeaba el gran árbol que se situaba cerca del confesionario.


Era cierto que, Antonella y Sagitas eran muy diferentes, tanto física como en el carácter. Pero esos pequeños gestos, hizo que la recordase más todavía y eso que hacía al menos, cien años que ya había muerto. Lo peor de todo era que no había conseguido salvarla y eso la había carcomido por dentro por muchos años.


Después de lanzar varios suspiros y de aguantar las lágrimas se serenó como pudo y entró de nuevo al confesionario...


Divisó el pelo violeta de la mujer que anteriormente le había masajeado las muñecas y se dirigió hacia a ella. Quizá ya era hora de soltar todo lo que tenía dentro ya que ese lugar, le daba mucha calma y mucha serenidad, lo que Annabelle necesitaba en esos momentos.


- Perdona por mi reacción de antes - comentó avergonzada.


- No sé ni por dónde empezar - suspiró por enésima vez.

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Me levanté del banco donde había hecho el masaje a la hermana de Heliké y les dije a los otros que me trajeran noticias de mi hija. Cuando se fueron, me adentré en la sacristía y puse un poco de orden. Quería quedarme sola, necesitaba una paz interior que no sentía y tal vez me viniera bien una ceremonia de limpieza. Me iría a los baños traseros y me limpiaría por dentro y por fuera para eliminar toda la "suciedad" que sentía. Algo me carcomía y, en cierta manera, me daban ganas de tomar la varita y practicar puntería en hechizos malintencionados.

 

Debía evitar esos sentimientos en acto de contrición y limpieza. Pero para eso debía estar sola, no me iba a desnudar delante de nadie.

 

Cuando estuvo todo en orden, tomé un hábito blanco y el óleo sacro, un par de velas blancas. Salí después hacia la puerta para cerrarla, para no tener visitas inesperadas. Así me pilló Anabelle. La miré, sorprendida porque me creía sola y me había preparado mentalmente para una ceremonia que, en ciertos ámbitos, podría resultar tachada de perversa. Por eso había mandado a todos fuera, para no tener que dar explicaciones a nadie excepto a mí misma.

 

-- Annabelle -- dije, alterada por el cambio mental que suponía que hubiera alguien delante. Me sentía vulnerable por una rabia interior que quería apaciguar y ella me estaba interrumpiendo. Pero no podía ser egoísta. Aquello era un confesionario, lugar de recogimiento y acogida, debía dejar todos mis problemas de lado y atenderla, como marcaba mi orden de sacerdotisa.

 

Había cambiado mucho con el tiempo, había sido una gran Suma Sacerdotisa pero me había ido torciendo con el tiempo, viendo la vida con otros ojos, a veces cometiendo actos que no eran del todo de mi orden. Eso quería limpiar ahora, como si con esa ceremonia de limpieza pudiera retroceder años de actos prohibidos y no del todo justificados.

 

Pero ante todo, la humildad y el anteponer las necesidades de los otros a los míos. Al menos, debía respetar eso mientras estuviera dentro del confesionario. Por eso, le hice gesto de que pasara cuando me pidió perdón.

 

-- Ven, vamos dentro, estaremos más en privado.

 

Cerré las puertas para que nadie pudiera entrar. Bueno, Reena y la familia sabía como acceder por la cripta, pero el resto de gente encontraría cerrado el confesionario. En la sacristía, le ofrecí asiento, un sencillo banco de madera en el que me senté a su lado.

 

-- No tengo que perdonar nada. Y si quieres hablar, aquí me tienes, Hermana. Estoy a tu disposición. Puedes hablarme sin tapujos, aquí no te oye nadie excepto yo.

 

 

 

 

OFF.-

 

Perdón, os moví lejos para poder quedarme a solas con Annabelle.

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Anabelle Isabella Rambaldi Di Sforza

(Hermana melliza de Heliké)


- ¿Eh? - ni cuenta se había dado la chica en cuánto puso un pie dentro del confesionario... Había encontrado a Sagitas casi desnuda, pero entendió enseguida que iba a hacer una limpieza interna y externa. Lo sabía, porque Annabelle en su momento, hacía más limpiezas de las necesarias....


- Yo, creo que, he venido en mal lugar. ¿no? - Preguntó más avergonzada si cabe. Sentía en sus mejillas un calorcillo propio de quién lo pillaban en una trastada, aunque, no fuese el caso.


- Lamento el interrumpir tu propia ceremonia - asintió con la cabeza, apenada.


Pero siguió a la que era su tía, ese momento era mejor que cualquier otro, de lo que le estaba ofreciendo... Quizá ya era hora de expulsar todo lo que llevaba en su interior y que ni siquiera su hermana sabía. O al menos, no conocía el 80% de la historia.


- Mi reacción de antes tiene una explicación - dijo la bruja en cuánto se sentó en la silla que le ofrecía Sagitas. Bajó la mirada y empezó a mover los pies, como si quisiese gastar el suelo. Era su propia reacción al nerviosismo, algo raro ya que dentro de su Orden, era conocida por tener una tranquilidad más allá de lo común, ante las adversidades.


- Quizá a fin de cuentas éste sí sea el lugar más adecuado...


No aguantó más y se levantó de repente. Sacó la varita y la puso en el suelo. Oteó con sus ojos verdes si había algún armarito pequeño y sí, ahí había uno... Fue directa hasta a él y esperaba que Sagitas no se enfadase. Pero estaba segura que ahí guardaba todo lo necesario, hierbas, potingues, velas... En cuánto abrió la puerta del pequeño armario, comprobó que así era...


Sacó un par de varillas de incienso que, por el aroma, le indicaban que era lavanda... Recogió la varita del suelo y las encantó para que flotasen y después las encendió con la varita. Al cabo de cinco minutos, la pequeña sala ya olía a esa planta.


- Perdóname por tomarme ésta libertad Sagitas. Era necesario relajar los nervios y ésta planta ayuda - comentó con una gran sonrisa.


- Para no irme por las ramas - tosió un poco y prosiguió- me recordaste a Antonella. Aunque ni en el físico ni en el carácter te le acercas... Digamos que hacías las cosas como lo hacía ella. No, no era una sacerdotisa - aclaró y negó con la cabeza pero mostrando una triste sonrisa- pero supongo que me dejé llevar por los recuerdos - se frotó las manos, algo nerviosa.


- supongo... ¿Qué tienes la mente abierta, no? Y no me refiero solamente a la magia, si no a todo tipo de... - se calló de repente, suponía que si decía así, la sacerdotisa de Ávalon se daría cuenta.


- Y si me das tiempo, te puedo contar la historia, o parte de ella - intentó que ninguna lágrima se le escapase, quería mostrar dureza y frialdad, pero con la imagen de esa chica en la cabeza, no podía. Aunque tenía los ojos llorosos- según a lo que me respondas claro - y en su cara mostró determinación y a la vez un poco de dureza.

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No suelo ser una mujer paciente, no me gusta que la gente se vaya por las ramas. Me gusta ir al grano. Pero en este caso me podía la curiosidad. Annabelle era una desconocida aún, a pesar de que llevaba con nosotros un tiempo, pero no se dejaba conocer mucho. Era como un misterio a la que costaba sacarle algo. Y allá estaba ahora, presentando sus disculpas por interrumpir mi propia ceremonia y por su comportamiento anterior.

 

Hice un gesto ambiguo con una mano para que no le diera más importancia y que me contara todo lo que quisiera. Ella se levantó y me obligó seguirla con la mirada por toda la sacristía, mientras buscaba algo. Lo normal hubiera sido que me hubiera preguntado y le hubiera indicado. Pero fue mejor así, pues me llevé una gran sorpresa al ver y oler el incienso de lavanda.

 

-- No te preocupes, me encanta el incienso.

 

Y después permanecí en silencio. Lo que me contaba decía mucho más de ella de lo que en realidad decía. ¿Cómo podía recordarle a alguien si no me parecía ni en el físico ni en el carácter y no era sacerdotisa? Eso dejaba muchas lagunas abiertas, más de las que explicaba. ¿Qué habría hecho para que se la recordara?

 

-- Sí, tengo la mente abierta para ... lo que quieras.

 

No entendí bien a lo que se refería, pero yo siempre tengo la mente abierta. Mucho. ¿De qué tendría que tener la mente abierta? Si me esperaba un poco, seguro que me lo decía ella.

 

-- Tengo todo el tiempo del mundo. Sólo iba a purificarme un poco pero eso puede esperar. Porque mantenga un poco más mis deseos malignos no me va a pasar nada. Quiero decir... Sigue, sigue, me tienes muy intrigada.

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  • 2 semanas más tarde...

Sagitas decía que las haditas estaban bien. después de la intensa aventura que habíamos vivido para salvarlas, era una gran noticia. Explicó como habían llegado a nuestras manos, aunqeu eso si, obvio el detalle de qeu había sido yo el qeu pasó la noche en la cripta cuidándolas, dejándome incluso la espalda en el proceso.

 

pero lo importante eran las haditas, que al parecer habían encontrado una distracción molestando al pájaro del confesionario. Por eso, mientras Sagitas ayudaba a la hermana de Heliké, yo salí fuera por si las veía. A lo mejor la prima Xell quería acompañarme.

 

- Haditas? - pregunté en voz baja. No les convenían los gritos (y eso era algo malo, porque en la familia nos encantaba gritar...todo nos lo decíamos a voces)

 

Pero alli estaban. En uno de los árboles del jardín del confesionario, revoloteando alrededor de la paciente mascota, que tan solo se limitaba a seguirlas con la mirada. Seguro qeu en el fondo le gustaban, pues solo verlas alli ya era una alegría.

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  • 2 semanas más tarde...

Llevaba tiempo sin poder dedicarle unas horas al confesionario y no porque no quisiera, sino porque tenía demasiado en la cabeza y poco tiempo. Mis poderes de sacerdotisa aun no me permitían controlar al antojo el tiempo, aunque claro, de poder hacerlo, tendría que tener cuidado, porque el ministerio podía tomar cartas en el asunto y con una maldición ya tenía suficiente.

 

Pasear por Diagón hasta llegar a la parcela que ocupaba el confesionario, me vino divinamente, tanto que cuando traspuse la verja iba tatarareando una cancioncilla de taberna.

 

-Buenos días Matt ¿Descansando?

 

Me acerqué a él, que estaba mirando la copa de un árbol, el que descubrí al augurey y las hadas a su alrededor. No sabía a ciencia cierta cuantas había y era buen momento para salir de dudas.

 

-¿No ha intentado comerselas aun? A propósito ¿Cuantas hadas hay?

 

Le di un abrazo rápido al hombre, para evitar su incomodidad y las observé con detenimiento, aunque las personas que estaban en el interior del edificio sacro, me tenían llena de curiosidad y sólo podía disimular mirando a las criaturas.

Sacerdotisa·Madre·Compañera


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No suelo recibir a nadie en bata y en paños menores, pero la situación con Annabelle me había interrumpido un acto muy intimo, por lo que hablaba con ella así, con el hábito marrón puesto sin nada más debajo. Pero estábamos entre Hermanas, así que no le di ninguna importancia.

 

Claro que las circunstancias pueden cambiar en cualquier momento. Mientras hablaba con ella, sentí un ruido desorbitado en la ventana alta de la capilla. Apenas tuve tiempo de mirar hacia arriba, hacia las alturas del confesionario, cuando el Augurey cayó hacia nosotras. El golpe fue duro y acabé en el suelo, despatarrada, con el animal encima.

 

-- ¿Pero qué te ha pasado? ¡Oh, Dioses! Si tienes el ala desgarrada...

 

No me gusta que maltraten los animales y menos cuando son los míos.

 

-- ¡Malditos! ¿Pero quién te atacó, mi cuchitrín? A ver... Ay, tienes un hueco de plumas aquí, en este trozo... Oh, perdona, Annabelle, dejemos la conversación un momento, tengo que curar a mi ave. ¿Qué habrá pasado?

 

El augurey se puso a llorar, menos mal que soy de las que no creo en las leyendas que dicen que cuando un Augurey llora, es que anuncia la muerte de alguien.

 

-- Vamos, quieto, sí, quieto, sshhh, mami te va a curar.

 

¿Había dicho mami? Bueno, sí, amaba a todos mis animales como si fueran mis hijitos.

 

-- Ya verás, con un poco de díctamo y mucho amor, vas a quedar como nuevo.

 

Lo llevaba en brazos, esquivando los picotazos que el ave quería darme en el cuello. Lo había por amor, estaba segura, que nadie pensara lo contrario.

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No suelo recibir a nadie en bata y en paños menores, pero la situación con Annabelle me había interrumpido un acto muy intimo, por lo que hablaba con ella así, con el hábito marrón puesto sin nada más debajo. Pero estábamos entre Hermanas, así que no le di ninguna importancia.

 

Claro que las circunstancias pueden cambiar en cualquier momento. Mientras hablaba con ella, sentí un ruido desorbitado en la ventana alta de la capilla. Apenas tuve tiempo de mirar hacia arriba, hacia las alturas del confesionario, cuando el Augurey cayó hacia nosotras. El golpe fue duro y acabé en el suelo, despatarrada, con el animal encima.

 

-- ¿Pero qué te ha pasado? ¡Oh, Dioses! Si tienes el ala desgarrada...

 

No me gusta que maltraten los animales y menos cuando son los míos.

 

-- ¡Malditos! ¿Pero quién te atacó, mi cuchitrín? A ver... Ay, tienes un hueco de plumas aquí, en este trozo... Oh, perdona, Annabelle, dejemos la conversación un momento, tengo que curar a mi ave. ¿Qué habrá pasado?

 

El augurey se puso a llorar, menos mal que soy de las que no creo en las leyendas que dicen que cuando un Augurey llora, es que anuncia la muerte de alguien.

 

-- Vamos, quieto, sí, quieto, sshhh, mami te va a curar.

 

¿Había dicho mami? Bueno, sí, amaba a todos mis animales como si fueran mis hijitos.

 

-- Ya verás, con un poco de díctamo y mucho amor, vas a quedar como nuevo.

 

Lo llevaba en brazos, esquivando los picotazos que el ave quería darme en el cuello. Lo había por amor, estaba segura, que nadie pensara lo contrario.

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Hacía tiempo que había salido del Confesionario, para saber como estaba mi prima en la clínica. Había estado un buen rato con ella y, al final, volví a casa. Todos teníamos que descansar, así que eso mismo hice yo.

 

Cuando regresé al Confesionario, allá estaba Matt y mi madre, pero ni rastro de la tía Sagitas. Me acerqué despacio, no quería que creyeran que les vigilaba. Hablaban de las Hadas.

 

- Hay dos, creo, mamá. Perdón por interrumpiros.

 

Sonreí a mamá y le di un abrazo, después otro al primo Matt.

 

- La tía Sagitas dice que son las últimas supervivientes de su clase. Algo pasó en su cumpleaños y… Bueno, no soy chismosa, sólo quería decir que…hay dos, había tres pero una murió.

 

Me senté al pie del árbol, indecisa porque me daba la sensación que había metido la pata de alguna manera, contando cosas de más. Aunque estaba segura que mi madre y mi tío sabían más del tema que yo. Entonces sentí un aleteo frenético y vi al Augurey que se lanzaba al interior del confesionario.

 

- ¡Oh, algo le asustó! ¿Qué habrá pasado?

 

Me levanté e intenté entrar en la ermita pero las puertas estaban cerradas. Tomé la varita.

 

- Alohomora.

 

La puerta no se abrió ni con ese hechizo. Me asusté y me volví a Reena.

 

- Mami… ¿Qué pasa? El confesionario nunca antes había estado cerrado. ¡Tía Sagis, tía Sagitas!

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