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Aventura VIII: El Altar Sangriento


Xell Vladimir Potter Black
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Ver aquel manto blanco saliendo de mis manos me produjo... ¿placer? No es exactamente la palabra, fue como una satisfacción por haber conseguido un nivel nuevo de magia que pocos seres habían podido probar. Notaba como el poder sobre las almas, sobre lo que la vida y la muerte significaba, era cada vez más fácil de dominar, que me adentraba en un universo nuevo que pocos habíamos explorados. Así que satisfacción o placer, me sentía única en aquel momento, congelando con aquel Hielo del Averno todo lo que había delante de nosotros. 

Sí, me sentí poderosa al verles retroceder, aunque no era suficiente para parar a todos. Necesitábamos la ayuda de todas unidas. Enarqué la ceja al ver que Xell, tan buena persona como siempre, se disculpaba ante la muchacha desconocida. Aún no sabíamos su nombre, tal vez debiéramos salir más y sociabilizar juntas para no parecer tres personas ausentes. En realidad, nos unía un bando y un motivo (bueno, sí, aunque nos diferenciaba el clan, eso no debía restar, sino sumar conocimientos para luchar contra todo lo que se nos venía encima); tendríamos que trabajar juntas si queríamos sobrevivir.

Xell fue muy rápida. Era muy buena sacerdotisa. Lo fue cuando estaba en Avalon y lo era ahora, aprendiendo todos aquellos hechizos sobre el alma que te acercan a la espiritualidad y te hacen grande. Sería una bruja excelente en cuanto acabara sus estudios. Estaba orgullosa de ella aunque no pude reprimir el pinchazo de qué serían nosotras cuando fuéramos iguales. ¿Seguiríamos conviviendo juntas o podría más la envidia por ser las mejores?

Dejé pasar esa idea. Los espectros reaccionaron a la conjuración del hechizo de Clan de los Senescales aunque no duró mucho.

-- ¡Cuidado, chicas! -- incluía a la otra puesto que, a pesar de no conocerla, tampoco tenía nada en contra de ella; lo contrario, nos vendrían muy bien unas manos más en este pelea. -- ¡Vuelven!

Mi sobrina se dedicó a abrir aquel agujero y le sonreí con una mueca, dejando claro que no le había mentido.

-- ¿Ves? Hay un altar allá abajo. ¡Te lo dije!

Allá arriba corríamos peligro de muerte. Tal vez la situación no mejorara allá abajo, pero, al menos, el panorama sería diferente. Esta vez no me costó nada formar una rampa resbaladiza con el Hielo del averno por el que bajar sin riesgos, al contrario de lo que había hecho Xell, quien se había tirado de cabeza. El lugar parecía un antiguo templo, o una habitación sin acceso, lo que me sugirió que alguien había encerrado aquel altar allá. Si lo miraba bien, notaba las almas muertas sobre él, capaz de ver la sangre que resbalaba por sus canales hacia las bocas que serían la zona de recogida con cálices o con cualquier copa. 

Así que allá estaba el origen de los mortífagos... ¿Sería cierta, entonces, la leyenda?

Pasé un dedo por la piedra, sin importarme aquellas telarañas y suciedad que sólo indicaban el tiempo pretérito que llevaba allá encerrado. Lo miré, fascinada, imaginando toda la historia que podrían contarnos sus grabados. En eso me parecía al señor del Clan de los Nosferatu. Amaba la historia, los libros, las leyendas, los rumores, lo antiguo...

-- ¿Crees que serás capaz de hacer un horrocrux, sobrina? -- le pregunté, con una voz que casi no sonaba mía, mientras seguía mirando, extasiada, el altar.

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Caí como pude al interior de aquel agujero. Excepto el cuerpo dolorido, no sufrí ningún mal. Aún así, pensé que era una tonta por no aprovechar mi amuleto para ir planeando y evitar aquel choque brusco contra el suelo de... ¡Era una especie de templo de habitación única, con un techo semicircular.  En el centro, un altar de sacrificio, con argollas para sujetar a la víctima, con surcos para recoger la sangre del muerto, en alguna ceremonia que, tal vez, había quedado relegado al olvido. 

Me sentía maravillada por aquel lugar. Sentí frío a la vez que vi bajar a Sagitas en una especie de rampa helada. Me alejé un poco, sin miedo sino con precaución. Había visto lo que aquel hechizo había hecho con los espectros. Prefería distanciarme de aquello que había conseguido dominar la tía Sagis. Esperaba algún día ser tan buena como ella.

Parecía una niña pequeña, miraba los rincones y soltaba murmullos de sorpresa con todo. Toqueteaba como si no pudiera creerse lo que habíamos encontrado. Después, hizo la gran pregunta, la que yo más temía.

- ¿Un horrocrux? ¿Con quién?

¿Me pedía un sacrificio? Miré de reojo por encima de mi hombro. Sólo estábamos nosotras dos y la chica que no había vuelto a hablar. ¿Quería que matara a una de las dos para conseguir practicar aquel hechizo del clan? Sonreí de forma muy pícara y le saqué la lengua, de forma amistosa.

- ¡Mira, ahí! Un cofre... ¿Será lo que buscamos? - Volví a sonreír. - Ya hice un horrocrux, me salió bien, pero no pienso decirte dónde ni cómo. He de preservar mi alma, tía, incluso de ti.

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Aquel altar parecía que me atraía, como si me llamara. Me pregunté cuántas víctimas habrían sido sacrificadas en él. El olor ferroso se mantenía, aún por encima de la podredumbre de la piedra y las vasijas por allá dispersas, algunas rotas y revueltas, con señales de patitas, como si musarañas o roedores hubieran sido atraídos hacia ellas. Restos de huesos demostraban que no habían tenido un buen fin.

La voz de Xell me pareció hasta fuera de lugar en aquel sacro templo de sacrificios. Me costó dejar de mirar el altar para girarme a mirarla.

-- ¿Pues con quién va a ser? Con alguien vivo, necesitas uno para poder crearlo. El horrocrux sólo puedes hacerlo si matas -- le contesté, muy seria. Sin embargo, no pareció que ella se lo tomara igual porque llegó incluso a sonreír de una forma que me sorprendió. Enarqué una ceja en señal de desconcierto. -- ¿Cómo que ya hiciste uno? ¿Cuándo?

No, eso no se preguntaba. Formaba parte del secreto del Clan, nadie decía qué ni cómo había conseguido hacer para superar la fase de "novicio" de los Senescales. Era un secreto respetado, porque quienes pasaban aquel nivel eran verdaderos controladores de las almas y de la muerte. Después, sólo tocaba ascender de nivel para llegar a dominar cada vez más secretos, algunos compartidos, otros no.

-- Haces bien, nunca se sabe quién puede hoy ser amigo y mañana destrozarte todas tus salvaguardas para acabar contigo. 

Me acerqué a donde decía y sí, allá había un cofre. Intenté sacarlo, pero la fuerza no fue suficiente para conseguirlo, ni la magia de la varita. Gruñí levemente. ¿Por qué narices estaba incrustado en aquel hueco? ¿Qué magia le estaría inmovilizando para impedir que se pudiera sacar de allá?

Lo contemplé fijamente mientras mi mente iba a cien, mejor dicho, a mil, intentando encontrar la forma de sacar aquel cofre del altar de sangre.

-- Altar... de sangre... -- musité.

Levanté la varita y murmuré un "Sectumsempra", una herida en vertical se abrió en mi brazo, dejando caer un chorro de sangre encima del altar. Me detuve en contemplar como el líquido rojizo se acumulaba en algunos puntos de la piedra y como se deslizaba por ella, arrastrado hojitas y porquería acumulada, y acababa en las ranuras del canal. Empezó a gotear y cayó al suelo, pues no había ningún recipiente que la recogiera. Las losas se salpicaron de aquellas gotas pero las... chuparon. Sí, tal vez sea esa la palabra. La chuparon y desapareció, como si no hubieran caído nunca. Me hice un par de Episkeys casi sin darme cuenta, controlando el recorrido de la sangre por la piedra, hasta que sentí un "click-clock" que distrajo mi mirada perdida.

Era el cofre, se había soltado. El altar había aceptado mi sacrificio. Toqué el relieve de la parte superior antes de cogerlo, era rugoso y parecía tallado con rabia sobre una madera adusta. No parecía que pudiera contener nada de valor. Sin embargo, al abrirlo, el brillo fue atroz y un rugido de rabia y de desespero surgió del techo, del agujero, donde los espectros nos esperaban.

Eran las llamadas "luz de las sacerdotisas". Asra, la Maestra del Puerto, nuestra dirigente del Clan de los Senescales, estaría contenta, aunque...

-- Creo que esto pertenece al bando. No debiera estar sólo en poder de uno de los clanes.

Lo guardé con cuidado en la túnica. Debíamos volver a casa.

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