Ya me habían advertido sobre el temperamento del muchacho. No por nada me habían solicitado que estuviera pendiente de él durante su último curso en Hogwarts, y que evitara que lo hiciera estallar en pedazos; el castillo y su vida. «Es algo... Impulsivo a veces. Pero es un gran mago y no podemos permitir que un talento así se descarrie por tomar malas o, mejor dicho, nada reflexionadas decisiones», aquellas fueron las palabras que me predijeron lo que viví aquel día uno de septiembre sobre el viaducto.
Si alguien me pidiera explicaciones, sólo podría decir que no pude frenarle. Algo me paralizó. Su calma, o la autoimpuesta seguridad en su mirada. Quizá fue su voz, una voz que parecía inundarlo todo a pesar del aguacero que nos rodeaba. Me sobrepasó y no lo detuve. Tampoco encontré palabras con las que advertirle de las mil sanciones que podía imponerle, ni para repetirle que era un alumno, y que no podía hacer magia fuera de Hogwarts. Sólo pude escuchar el sonido de su voz, un oleaje que era capaz de infundir una inusitada tranquilidad y una confianza que en el fondo no podía rechazar.
Y entonces, cantó. Pocas veces había presenciado un canto como aquel. De entre sus labios se desprendían palabras que se entremezclaban con la lluvia y se amplificaban, rebotando por las piedras del viaducto que parecía estremecerse a nuestros pies. Su canto logró captar la atención de toda aquella turba deseosa y amansarla como si de pronto todas aquellas personas fueran un único ente que reaccionaba a la vez. Presté atención a sus palabras siguientes, todavía ensimismado, aunque el canto no parecía haber querido afectarme igual que a aquel grupo de muggles. No perdí el detalle de que, fuera lo que fuese lo que había hecho, no había usado la varita para ello.
Reparé en la presencia de otro alumno que se le sumó en su engaño y que parecía haberse zafado de las manos del maquinista que le habían retenido hasta ese momento. Ambos se coordinaron de maravilla, ofreciéndole a aquella gente una improvisada historia que, al parecer, tomaron como plausible; se habían olvidado el motivo real que les había impulsado a parar el tren y acercarse a nosotros. Fui a detener los vómitos que Ismäel había provocado para enriquecer el acto, pero toda aquella pantomima surtió efecto y la turba comenzó a volver por donde había venido.
Por fin, pude recuperar el aliento. Y el habla.
— Jamás —dije soltando todo el aire contenido hasta entonces y acercándome a los dos jóvenes—, jamás volváis a hacer una cosa así. Me da igual que os creáis que por estar en último curso sois capaces de enfrentaros a todo.
En realidad, estaba muy sorprendido. Gratamente sorprendido, quiero decir. Valoraba su coraje y su espíritu aventurero, y sobre todo la complicidad con la que habían resuelto la situación, pero no podía mostrar ninguna seña de ello a aquel par de muchachos inconscientes.
Me percaté entonces hacia dónde se dirigían sus miradas. No se había ido todo el mundo. Una niña se mantenía de pie frente a nosotros, y un reguero de sangre mezclada con el agua de la lluvia corría por todo su cuello hacia abajo.
— mier**.
Corté el hechizo que me mantenía bajo una bóveda impermeable, y corrí hacia ella, empapándome enseguida. Me agaché y tras observar la herida unos isntantes, la tomé en mis brazos. Estaba pálida y sus ojos se mantenían muy abiertos, en pleno estado de shock. Volví hacia el tren, gritando a Ismäel y su cómplice en el camino.
— ¡Todos al tren, de inmediato! ¡VAMOS! Tenemos que llegar a Hogwarts lo antes posible.
El maquinista no tardó tampoco en reaccionar y casi arrastrar a los dos muchachos, cerrando la comitiva, hasta que todos volvimos a estar dentro de la locomotora y volvió a su tarea, poniendo de nuevo en marcha el tren lo más rápido que pudo, mientras yo avancé por los pasillos con la niña en brazos hasta encontrar un compartimento vacío; seguramente fuera el de Ismäel y Alem, porque no había ni un sólo compartimento que se hubiera quedado libre al salir de King's Cross. Tumbé a la niña en los asientos acolchados y comprobé sus constantes vitales. Revisé de nuevo la herida del cuello y la taponé con una bufanda que sobresalía del maletero de arriba.
— ¿Qué ha ocurrido? ¿Cómo puede tener una herida así? —miré a Ismäel muy fijamente.
Le exigía una explicación que dudaba que pudiera darme. Hasta donde había podido ver, el muchacho no había realizado ningún otro hechizo que no fueran los que causaron los vómitos y aquella herida parecía una mordedura, algo que ningún hechizo que conociese podía hacer. Saqué de nuevo mi varita y realicé una meticulosa floritura para aplicarle un Episkey. Levanté la bufanda. La herida permanecía.
— No puede ser... —No era una herida normal—. Buscad a la señorita Halsbury, deprisa.
Era la única persona en el tren con suficientes conocimientos de Primeros Auxilios y sanatoría como para poder identificar aquella herida y ponerle un remedio temporal aunque fuera, hasta que llegásemos al castillo. Porque sí, aquella niña muggle iba a entrar en Hogwarts bajo mi protección, y que nadie se opusiese. Cómo sabía que tenía que haber venido personal sanitario con nosotros en aquel trayecto.
@ Destino