En estos tiempos en los que nos sobra el tiempo. Tiempos en los que el tiempo pierde significancia en el marco de su abundancia. La vida paró, la sociedad paró, nosotros paramos. Pero la mente no para, sigue carburando día tras día, acostumbrada a una vida de rutina y frenesí en la que el estímulo constante genera un circulo vicioso de recompensa. Ahora, sin embargo, busca confundida algo con lo que entretenerse. Espera la alarma todas las mañanas, las caras del trabajo o de los compañeros de la universidad, espera ser puesta a prueba estudiando, un mail, el café a las diez de la noche que la obliga a trabajar más allá de lo que le gustaría.
Pero no encuentra nada de eso. Está sola. La mente y nosotros, conviviendo verdaderamente después de tanto tiempo. El cielo se destiñe progresivamente en un celeste cada vez más claro y el viento fresco de la madrugada entra por la ventana y me encuentra todavía en el sillón, pero con una taza de café en mano, su gusto amargo una infusión de claridad. La mente, como cualquier otro proceso biológico, depende de ciclos que la estructuren y le marquen las pautas de funcionamiento. Y cuando no están, cuando el ciclo se rompe, quedamos ahí. Vulnerables, reducidos a nuestra mismísima esencia.
Es ahí donde nos vemos por quienes somos nosotros mismos. Nos encontramos con lo que hasta ahora veníamos pudiendo ignorar, y de pronto no queda otra que hacerle frente. La cabeza aprovecha el silencio y tira la primera piedra. Pregunta tras pregunta. Todo eso que hasta ahora venías ignorando, y ahora tenés que responder. ¿Quién sos? ¿Quién querés ser? ¿Dónde estás? ¿A dónde querés ir? Hay tanto de lo que creías y sabías antes que ahora ya no tiene sentido; no se sostiene con la misma firmeza. ¿Qué pasó?
El primer rayo de sol entra por la ventana; hace rato que los pájaros empezaron a cantar. Dejo la taza en la bacha y me acuesto a dormir. Quizá así pueda ignorar todo esto un rato más.
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