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Deiwan Rambaldi

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  1. Deiwan Rambaldi's mensaje in El Espejo de Oesed was marked as the answer   
    Entre risas, gritos y demás bullicio del Gran Salón, un vampiro parecía amenazar el espíritu navideño, inmóvil en su asiento y con mirada perdida, asemejándose a una escultura de alabastro. Su cuerpo permanecía ahí pero desde varios minutos atrás su mente estaba lejos, no podía seguir fingiendo risas hipócritas ni sumarse al mundo de apariencias en el que todos participaban y en el que parecían competir en la representación del mejor papel de felicidad y dicha. Sus pupilas de pronto se movieron hacia la abajo y a continuación a la derecha, sin un punto fijo pese a su dirección. Nadie parecía prestarle atención, seguían inmersos en sus conversaciones banales y no los culpaba, ya que distorsionaba, era mejor salir de allí.
     
    Se levantó de su silla discretamente y abandonó la estancia, como era de esperar, nadie le detuvo ni le preguntó sobre su paradero, aunque a decir verdad, ni él mismo lo sabía. Su cuerpo parecía el de un autómata cuyo cerebro no daba órdenes. El castillo le proporcionaba amplio territorio por recorrer y conocer, siete imponentes y complejos pisos lo abarcaban, diversas escaleras que cambiaban a placer le servirían de hilo conductor y montones de cuadros con personajes ilustres y de lo más variopintos le saludarían, le preguntarían hacia donde va e incluso alguno que otro se escondería.
     
    Sus pies solo ascendían escalones y más escalones y el Rambaldi, que poco a poco parecía recobrar el poder sobre su cuerpo, procuraba no pisar en falso para evitar caerse al vacío que el hueco de aquellas escaleras como una profunda boca negra ofrecía. No se sentía cansado, por lo que no debería haber subido demasiadas plantas; no obstante, debido a su respeto a las alturas, no quiso mirar abajo y prefirió salir de esas arquitecturas de peldaños que le recordaba al barrilete interior de un gigantesco reloj.
     
    Un estrecho y largo pasillo sumido en la oscuridad que imponía la noche se abría ante él, silencioso, como si hubiera reinado el silencio desde tiempos inmemoriables. Sin querer violar aquella paz, aceleró sus pasos para adentrarse en lo que su mente concebía como un laberinto, hasta que transcurridos varios minutos, un efímero destello le frenó en seco. Giró su cabeza pero no había nadie ahí, ni un alma, se rascó la nuca y frunció en ceño, volviendo sobre sus pasos. Y entonces pudo ver que entre la rendija que una puerta dejaba, la luna se reflejaba, provocando el efecto de un parpadeo brillante por la velocidad a la que había pasado. Preso de su curiosidad, dirigió sus pasos para descubrir de qué se trataba.
     
    Empujó la puerta con su mano izquierda mientras desenvainaba su varita con la otra, invocando un sencillo "Lumus". Era una sala sumamente pequeña y sencilla, totalmente desnudo su suelo, ni rastro de mobiliario ni adornos en las paredes de piedra salvo un peculiar espejo.
     
    Alto hasta rozar el techo, con un marco dorado muy trabajado y apoyado en unos soportes como si fueran garras. Tenía una inscripción grabada en la parte superior.

     
     
     

    — Oesed lenoz arocut edon isara cut se onotse— leyó en voz alta con gran dificultad, no era ningún idioma conocido, pero algo sucedió repentinamente para que dejara de indagar su procedencia.
    La superficie pulida donde incidía la luz le mostraba su figura, hasta que el italiano empezó a dudar al ver varias diferencias respecto a él. Empezando por su indumentaria, no portaba sus elegantes y caros trajes de corte italiano palaciego, sino un uniforme arrugado y algo sucio: un pantalón y camisa de tonalidad khaki, coronado con un sombrero de palma tejida y calzado con unas simples alpargatas. Mascaba tabaco, lo que le provocó que frunciera el ceño, se acercó aún más a su reflejo y pudo contemplar que la palma de su mano ofrecía callos, algo que le sorprendió aún más ya que él no era campesino ni trabajaba con ellas, aunque siempre respetó y admiró aquella profesión. Tanto, que en más de una ocasión había deseado dejar los lujos de la aristocracia de la que formaba parte y convertirse en un honrado y trabajador pueblerino. Sus delgados dedos carecían de anillos y acababan en unas uñas bastante descuidadas, y no sobresaliendo como las de un típico vampiro.
     
    Su rostro parecía cambiado, su nívea piel parecía haber abrazado la melanina. Palpó sus mejillas, había una corta barba entre sus poros, por los cuales se deslizaba una gota de sudor procedente de su frente y sus ojos, los que siempre habían sido grises, lucían celestes.

     
     
     

    ¿Acaso había sido víctima de un hechizo de algún bromista sin percatarse de ello?
    Tan preocupado andaba en su figura, que no se percató de lo que le rodeaba. Una atmósfera anaranjada que daba paso a un próximo ocaso. Una impresionante fila de cipreses dejaban entrever unas suaves colinas, cuidadosamente cultivadas; a ambos lados de ellas un estrecho y largo camino en zigzag atravesaba los armoniosos y empinados valles cubiertos de un manto verde de hierba. Reconocía el lugar, era el valle italiano de Orcia, situado en La Toscana; su hogar. Lo echaba de menos y además eran ya varios siglos desde la última vez que lo vio, desde que tuvo que abandonar su patria emigrando forzosamente a Londres, dejando atrás su hogar.
     
    No estaba solo. Un par de niños, uno mayor que el otro aunque no habría más de tres años de margen de edad entre ellos, rodaban como troncos deslizándose por ese valle cubierto de amarillentos trigales en época de recolección; se perseguían corriendo y levantando polvo tras sus pies al compás del arrullo del río. No quiso molestarles y sonrió ante su dicha. Ellos interrumpieron su juego repentinamente y Deiwan se sintió culpable por si era su culpa, ambos miraban en dirección a él pero justamente no era él quien recibía su atención. Una mano femenina tocó el hombro del italiano, provocando un perfecta O en sus labios.

     
     
     

    — ¿Kathy? Amor, ¿eres tú?
     
    ¡Kathy Daray Van Halen!
     
    Su difunta esposa, estaba ahí, de nuevo junto a él, aunque también cambiada a como era siempre; de ampulosas vestimentas a una sencilla y ancha túnica ocre, con su pelo moreno despeinado por capricho de la brisa y portando una cesta de mimbre. Entonces solo así empezó a sospechar que su naturaleza vampírica le había abandonado, ya que ambos poseían rasgos propios de los humanos.
     
     

    Ilusos humanos que aspiran a la vida eterna, insensatos al no valorar que los inmortales envidian sus momentos porque cada uno de ellos puede ser el último; la caducidad de las cosas, que tal como son, han de llevar un ritmo natural sin ser inquebrantadas, porque cada cosa tiene su tiempo y su espacio, y al igual que sustituyen a otro anterior han dejar a un próximo el siguiente paso. La brevedad, la incertidumbre de no saber si volverán a ver un nuevo día, conlleva poder valorar las cosas, pues en las más pequeñas, está el secreto de la felicidad. Y el tiempo, ha de cobijarte, nunca has de huir de su manto, pues aunque creas que eres esclavo, antes de que tu espíritu deje tu cuerpo, habrás aprendido que es lo contrario.
     
    La inmortalidad obligada de nacimiento también lleva envidia en sus entrañas, pues este conjunto de típicos placeres de humanos son inalcanzables para los vampiros. ¿De qué sirve traspasar las barreras de los siglos y épocas, si estando solo, ejerces el papel mismo de un solitario y triste desterrado? ¿No se dan cuenta acaso que una estancia mortal puede tener más sentido e incluso ser más completa aún que mil años vividos? Nada es absoluto, pues las imperfecciones nos hacen a ojos de otros, perfectos, y la felicidad absoluta no existe, efímera, siempre existirá algo que con desaparecer la amenace.
     
    Ante su descubrimiento, los pequeños infantes corrieron a abrazar a Kathy, la cual le besó dulcemente en los labios al recibirlos en su regazo. El mayor terminó abrazándole también a él al mismo tiempo que la Van Halen entrelazaba los dedos con los de su marido.

     
     
     

    — ¿Mis hijos?
    ¡No podía ser!

    El amargor de la inmortalidad había sido más cruel con él que el mismo desgaste del tiempo. Ni la esperanza había podido reconfortar el dolor de la marcha de su esposa, pues ni siquiera tenía algo suyo, vivo, a lo que aferrarse, como unos hijos. Encarnación de su amor, de sus esencias entrelazadas, donde poder reconocerla al contemplarlos y sentirse acompañado de ella hasta sin poder tenerla a su lado. En cambio, estaba consumido en la oscuridad y la duda, sin familia no conocería nunca más una colorida y alegre primavera, pues desde la partida de Kathy moraba en una eterna noche invernal sin estrellas, sumido en su pesar arrastrando sus largos años de vida encadenado a los sólidos grilletes de condena de sus largos años, sin importarle que el mundo acaso cambiara.
     
    Su razón empezaba a fallarle, deseaba con todo su corazón quedarse ahí contemplando aquello pero en el fondo eso era ilógico. Parpadeó varias veces y clavó sus orbes de nuevo en la inscripción del espejo, instintivamente ordenó las letras para pronunciar entonces una frase coherente.

     
     
     

    — Esto no es tu cara sino de tu corazón el deseo...
     

    Y de eso se trataba, en el interior de su alma, solo quería regresar a su bella patria italiana para vivir allí convertido en mortal, pero lejos de los lujos; en compañía de su Kathy, dama de la cual la muerte se había enamorado también y que había arrastrado sin darle oportunidad de compartir más momentos de su vida con ella; ni posibilidad alguna de colmar su dicha con varios herederos en este mundo, cumpliendo su deseo de paternidad y abandonarlo cuando le tocara sabiendo que dejaba descendencia en el mismo.
    Se dejó caer al suelo al sentir que sus piernas le flaqueaban, temiendo además que pudiera dañar aquello que estaba viendo y no poder seguir disfrutándolo más. En posición buda, tan solo pudo tocar su superficie y derramar lágrimas. No debía quedarse por mucho tiempo, sabía que el espejo de Oesed no le podría dar nada bueno si abusaba de su compañía. Solo un ratito más y se levantaría, para luego, por su bien, nunca más regresar.

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