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Castillo Ivashkov (MM B: 106154)


Leah Snegovik
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Las suaves notas sonaron en todo el castillo, una música dulce y suave envolvente salían del piano de la sala principal, no era una música desafinada, era bastante particular la pianista que las tocaba. No había sentimiento más dulce y amoroso que cada tecla que sonaba en sincronía de otra haciendo la melodía, en esa posición se encontraba Afrodita.

No era un día cualquiera, no era una noche cualquiera cuando la diosa decidió aparecerse después de tanto tiempo en el castillo, no era la simple mortal castigada, en ese momento era su esencia la que llenaba aquella la sala mientras todos miembros del Castillo seguro dormía y ella se daba el lujo de recordar.

Afrodita seguía siendo la misma mujer que había entrado hace tantos años atrás al castillo, la misma que se había enamorado de aquel mortal que le produjo tantas consecuencias como la única alegría que albergaba en su corazón, su hija. Su memoria se había restablecido, recordado a su pequeña niña en sus brazos, la persona que más amaba y que se la habían arrebatado por castigo de Zeus.

Tanto tiempo perdido y ahora volvía ahí a intentar verla, sentía su esencia en las paredes del castillo, ella tenía un puesto alto en esa familia, se preguntó que tanto sabía de ella o de su historia con su padre, tenía el leve presentimiento que no era muy bienvenida en el castillo, pero ignoro aquello por el simple anhelo de mirar a su hija.

El mundo había cambiando, ella mismo había cambiando y todo seguía su curso. Afrodita estaba ahí y por primera vez no era una desconocida que no sabía nada, su mirada azul zafiro mostraba una sabiduría enorme, no eran años de vida lo que tenía encima, sino eones que una simple mente humana olvidaría, pero no ella.

Estaba extremadamente tranquila sentada en ese piano magistral tocando, podía sentir a los elfos a sus espaldas escuchado pero sin atreverse a molestar. Su rostro mostraba una gran serenidad, su cabello rubio caía en cascada en ondas suaves por toda su espalda descubierta.

El vestido que cargaba era simple, una tela blanca suave como la seda con adornos dorados, era largo y sus pies se encontraban descalzo. Había unos cuantos símbolos en su tez blanca, símbolos griegos. La imagen era imponente, llamativa y fina; pero a la vez lejana, porque al final de esa noche seguramente desaparecería y todos la que la vieran seguro pensarían después que todo se trató de un sueño.
Editado por Afrodita.
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~Leah Atkins

 

 

Un largo suspiro salió de sus labios en cuanto despertó, dejando en evidencia el agotamiento que sentía a pesar de haberse acostado hacía un rato. La almohada se amoldaba a la forma de su rostro y cuando se movió, volvió a adecuarse al contorno de su mejilla. Intentaba, por todos los medios, conciliar el sueño nuevamente. Pero los sonidos que inundaban la habitación no se lo permitían, hacían imposible su tarea y volvían su cabeza un revoltijo de pensamientos, un desastre que no era capaz de controlar.

 

Pasados unos minutos de somnolencia y frustración, cayó en cuenta de que no era algo normal. Separó los párpados, viendo la superficie de la oscura pared y aguzó el oído, prestando atención por primera vez a las ondas sonoras que atravesaban los muros. La música provenía de un piano y la melodía se abría paso entre la calma de los Ivashkov, como el susurro de una ventisca en verano. Delicado, prácticamente angelical, cada nota llegaba a su sistema auditivo como una caricia.

 

¿Quién tocaba así el piano? Nadie. Había escuchado a tantos compositores en su vida, que sabía reconocer que ninguno de ellos era el autor de semejante obra de arte. Ella misma tocaba el piano, estaba segura que conseguir esos sonidos no era precisamente algo que cualquiera pudiera hacer. Y teniendo esa revelación en la cabeza, entrecerró los ojos cuando empezaron a caer las incógnitas. Zack no tocaba el piano y Elaena tenía tanto hielo en las venas que posiblemente no supiera lo que era la música. No había reproductores de música, era cosas de muggles, y no había manera de que el piano se tocara solo.

 

Un intruso. Pero, ¿cómo? Las alarmas no se habían activado y no había familiares presentes, nadie que pudiera estar tras el asunto. De ser un fenixiano, dudaba seriamente en que alguno de ellos lograra traspasar sus múltiples vías de seguridad y una vez dentro, decidiera sentarse a tocar una pieza romántica. No, algo había detrás de todo aquello. Se movió entre las sábanas con cuidado, como si temiera interrumpir de pronto el sonido del piano, adelantando sus pasos hacia la puerta una vez que estuvo de pie.

 

La bata de seda escarlata se ceñía a su esbelta figura cuando caminaba, como una segunda piel que marcaba sus curvas incluso cuando no pretendía ser provocativa. Sin importar las horas que había pasado en la cama, su cabello dorado caía en una larga cascada lacia a lo largo de su espalda y se movía suavemente a medida que andaba. No era una mujer muy alta y aún así, la manera de alzar la barbilla con altivez la hacía parecer poderosa, autoritaria. Con pasos silenciosos, gracias a la falta de calzado, halló un camino veloz hasta las escaleras y bajó hasta el primer piso, adentrándose de inmediato en el amplio vestíbulo lujoso de su familia.

 

Vaya...

 

Al llegar a la puerta del salón principal, se quedó irremediablemente congelada ante la visión que estaba teniendo. Una mujer estaba sentada en su piano de cola, siendo la única culpable del sonido que la había sacado de su sueño. Completamente entregada en su tarea, tocaba las teclas y seguía produciendo la melodía más dulce que había escuchado nunca en su vida. Pero ahora no estaba prestando la mínima atención a sus instintos musicales, estaba perdida mirándola. Su cabello, su cuerpo, su rostro.

 

Cada curva parecía tallada, desprendía un aura increíble, sobrenatural, además de poseer una belleza implacable. Quería decidir cuál era el color de sus ojos, pero le era imposible en la distancia y cuando se acercó, sin darse cuenta de lo que hacía, notó que tampoco podía descifrarlo, incluso teniéndola cerca. ¿Azul, verde, púrpura, café? Apartó los ojos de ella por su bien y se fijó en su vestimenta. Una túnica, pero no una túnica cualquiera, cubría su anatomía y tuvo la leve impresión de que había visto esos símbolos alguna vez. Y entonces lo comprendió. La música, su apariencia, su ropa.

 

Tú eres la madre de Elaena —interrumpió, su voz melodiosa sonaba menos musical después de haber escuchado el piano—. Eres Afrodita, ¿me equivoco?

 

Estaba deslumbrada, sí, pero aún podía fingir lo suficiente como para alzar una ceja y esperar una respuesta directa, sin dejar de enfrentarse a todo con su arrogancia natural.

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Entre las nubes, un hombre volaba sobre una escoba espectacular. Era tan veloz que los noctámbulos solo podían escuchar su estela al volar, y se quedaban boquiabiertos esperando la gran ráfaga de viento caliente que la acompañaba. Así pasó Hank entre las avenidas y callejones más concurridos de Ottery, aunque sin una mínima intención de ser visto en ningún momento. Por eso estaba encima de la Nimbus 3.000 la cual, para él, resultaba impresindible en misiones de tal clase.


No tardó en localizar la cabaña abandonada que servía de antesala al lugar donde se había propuesto acudir. Hank bajó de su escoba cuando estuvo allí, frente a la asquerosa cabaña, y se cubrió los ojos con la mano para bloquear el brillo del metal mágico. Entonces, con la otra, sacó a Libra, su varita de cerezo, y la extendió encima de su cabeza. Aquello hizo que en ésta apareciera un sombrero puntiagudo negro. Después, apuntó directamente al cielo, donde las nubes quebaradas dibujaban un paisaje tentador.


- ¡Expecto Patronum! - se le oyó gritar entre la penumbra. Al instante, una hermosa esfinge apareció en la escena, imponente -. Diles a todos que nos encontraremos en el Castillo Ivashkov, frente a sus puertas. Y que toquen el traslador para llegar.


Sus labios se cerraron al mismo tiempo que la esfera de luz se dispersó en el firmamento y sus dedos rozaron la hermosa verja. Sintió un dolor comprimido en el estómago, pero lo superó apenas la luz del atardecer en Rumania le acaparó con una hermosa vista. El bosque en donde había aparecido estaba cundido de un sonido particularmente extraño, frío, pero eso solo lo estimuló a caminar hasta las instancias del hogar Ivashkov. Toda ramita y arbusto que se interpuso en su camino salió disparada.


Cuando llegó hasta la gran puerta de hierro, esperó. Sacó de su chaqueta de cuero viejo un caramelo de limón y se lo metió a la boca. El sabor le recordó a Andrómeda.

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Un patronus, una esfinge en este caso, interrumpió mi descanso. La mire de reojo. Esta me indico las características de la misión. Asentí al animal y tal cual estaba; un pantalón corto de seda negro y una camiseta color burdeos, me levante para iniciar con el protocolo básico. Pase mi varita por el rostro, creando una luz que imposibilitaba al resto del mundo reconocer mis facciones.


Después de avisar a la Delacour de donde estaría, gire sobre mis talones para desaparecer de los terrenos de lo que ya consideraba mi hogar y tras dos segundos, hacer acto de presencia en las callejuelas de Ottery, comunidad mágica por excelencia de Londres. Frente a mi habia una verja y unos metros más allá una vieja casucha de madera, el traslador para llegar al castillo Ivashkov real.


Ingrese al paramo desierto, toque el material y el poder que en su ser tenia me llevo a mi destino; Rumania. Tierra que conocía y amaba. La varita en alto, sintiendo la conexión que nos unía. Otra valla, pero esta vez lo que nos esperaba tras cruzarla no era un amasijo de tablas, sino un ostentoso y enorme castillo. Las órdenes del Rosier eran claras; ingresar y mantenernos expectantes, pues estaba lejos como para conocer sus entresijos.


Lo lleve a cabo. Mi situación era clara. Los jardines de la familia. Mi visión periférica me demostraba que la entrada al edificio estaba como a treinta metros de mi persona.

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Era de noche y dormía plácidamente, me había estado desvelando varias noches atrás y era momento de un merecido descanso, por lo que dormí pronto. Desperté repentinamente cuando un sonido y una luz cegadora inundaron la habitación. Me incorporé y visualicé tallandome los ojos que se trataba de una esfinge de largos cabellos, propiedad de Hank. Necesitaba que nos reuniéramos en aquél castillo enigmático.. el castillo Ivashkov. Me puse de pié y me coloqué mis pantalones favoritos, me colgué del cuello la bolsa y me puse una blusa negra y mis botas café. Salí disparada de la mansión y desapareciendo unos metros después de salir los hechizos de protección me dirigí para allá no sin antes invocar la luz que me taparía la cara.

 

Al llegar me di cuenta de que había una cabaña con una verja vieja... no podía creer que allí era donde sería llevada aquella actividad, sin embargo al tocar la verja un muy conocido apretón me jaló... girando unos segundos después llegué al castillo el cual se levantaba imponente a todo aquel que lo viera. Me acerqué a los jardines y esperé a mis compañeros de bando para reunirnos todos allí.

 

La noche estaba fría y el lugar daba algo de miedo por la oscuridad, no era un sitio para los asustadizos.

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- Corpus patronus.


Susurre con prontitud tras colocarme en posición de defensa. Miles de hielos plateados y con un brillo especial comenzaron a salir de Kim. Primeramente no tenían forma alguna, luego si, adopto la imagen y semejanza de un león adulto. Era alto, enorme, poseía fuerza, velocidad y agilidad, tal cual sus homónimos reales. Grandes dientes sobresalían de su boca y en cada pata se podían ver zarpas afiladas, capaces de degollar si se lo proponía. El animal, rey de la selva, estaba a mis órdenes. Me protegería de todo lo que se me enviase.


A diez metros de cualquiera que entrase o que saliese de la casa que no fuese amigo o camarada, a cinco de todo objeto mutable que pudiese herirme y a tres de mis camaradas. Estrategia, siempre ganaba a la fuerza bruta.


- Morphos –


Una moneda de oro que yo misma habia tirado al suelo, muto, transformándose en una viuda negra, Una araña con veneno mortal, que al ser pequeña se perdió por entre la alta hierba en busca de rival. Estaba a mis órdenes. Atacaría según mi voluntad. Su ponzoña era rápida. Muchos magos habían muerto gracias a su picadura.

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-Buenas noches a todos- Saludé a mis colegas –estoy lista y cuando quieran- comenté.

 

Antes de entrar era necesario comenzar con algunos hechizos de protección, por si las dudas, por lo que apuntando a una gran piedra que allí se encontraba murmuré –Morphos- y conjuré un gran tigre de bengala adulto, con la orden de protegerme de cualquier rayo que viniera hacia mi, luego sin perder más tiempo volví a hacer una floritura con la varita conjurando otro hechizo.

 

-Avis- y con esto, doce pajarillos comenzaron a volar alrededor mío con la misma orden de protegerme de cualquier cosa que quisiera atacarme.

Nos adentramos poco a poco hacia los jardines y allí nos encontramos con Hank –Buenas noches, Hank, ya estamos aquí-.

 

Comenzamos a adentrarnos a el jardín... la misión era sencilla, encontrar cualquier indicio de magia negra que hubiera sido usada para poner en evidencia aquella familia de magos oscuros.

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Comenzamos a adentrarnos hacia el castillo caminando lentamente y cuidando dónde pisar. Todo estaba oscuro por la noche tan negra que nos cobijaba, de modo que si seguía caminando así no podría ver nada, así que encendí la luz de la varita -Lumos- y empecé a buscar algo que nos ayudara. Casi caigo al suelo al tropezar con un objeto y al aluzarlo me di cuenta de que se trataba de un jarrón. Lo inspeccioné, pero nada que alarmar. El castillo era bonito, había cuadros aquí y allá con fotos de la familia tal vez... por su aspecto se sabía luego que eran mortífagos.

 

-¿Ya encontraron algo?- pregunté con una voz suave.

 

Seguí andando y en uno de los sillones estaba algo raro. Al verlo más de cerca pude ver que se trataba de ¿sangre de dragón? estaba derramada sobre una pashmina por lo que la recogí pues podría servir. Más allá estaba un largo cabello negro y lo guardé también dentro de mi bolsa muy bien asegurado para cualquier cosa que se necesitara.

 

Comenzó a darme un poco de calor y al girar estaba cerca de una chimenea encendida. ¿Para qué habrán necesitado sangre de dragón? Muy probablemente estaba haciendo alguna poción.

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Seleccione en mi cabeza cuales serían los mejores conjuros para usar en aquella ocasión. Evidentemente no me quedaría quieta si aquellos seres de ultratumba con egos enormes aparecían. Como sacerdotisa el matar no me agradaba en lo más mínimo, pero como comandante de almas de la orden del fénix debía hacerlo muchas veces y no me arrepentía de aquel acto porque lo hacía luchando por el bien y la justicia y por encima de todo por la vida.


- Limitate.


Fue mi primera opción. Directa a la varita de uno de aquellos seres. No podría conjurar ni rayos ni invocaciones durante un buen rato, el preciso para que nosotros tomásemos ventaja en el asunto. Sabía que aquello no lo detendría, a mí tampoco lo haría. El arrojo era determinante en la lucha milenaria contra el mal.


- Sectusempra.


El rayo rojizo salió de Kim hacia el pecho de otro de los llamados mortifagos. Si le daba, que estaba segura asi seria, grandes brechas y profundas aparecerían en su torso. Sin sangre no se podía vivir, por ende, debía de curarse con prontitud. Asi mismo, mande a que mi viuda negra le inyectara en el torrente sanguíneo del más cercano a mi figura su veneno mortal.


La voz del demon hunter me saco de mis pensamientos. La mision habia terminado con exito. Mi caabeza me habia estado recordando la batalla que dias antes se habia librado allí. Parpade un par de veces y me centre en el presente, a fin de cuentas era necesario. Asentí ante sus ordenes. Era hora de irse. Avance hasta quedar lejos de sus conjuros anti aparición y cuando pude, gire sobre mis talones y desaparecí de allí.

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Las notas cesaron de repente por la interrupción de una voz, sintió el poder del alma de donde provenía, sabía quien era pero ella no sabia lo suficiente de Afrodita, lo sabía con precisión.Fueron pocos segundos de silencio hasta que volvió a iniciar una melodía más atrevida, más sensual, dando un ambiente sugerente al castillo.

 

-¿Eso es lo que ves de mi princesa?-Preguntó la diosa en un tono tranquilo. Afrodita no era una mujer de responder a las preguntas, además le causó curiosidad que esa rubia no tuviera una imagen definida de ella cuando la había conocido cuando tuvo un cuerpo mortal, a la distancia pero era algo que paso y no se podría olvidar con facilidad.

 

El ambiente era tan peculiar, no sé imagino de alguna manera que esa chica bajara a ver quien tocaba el piano, tenía el conocimiento que eso podría pasar, pero no atrajo a la persona que quería. Su mente imagino varios escenarios, escenarios correspondientes a esa visita. Ella podría darle tantas respuestas a los habitantes del castillo, no solo se trataba de su hija, aunque ese conocimiento no lo poseían ninguno de los miembros de la familia Ivashkov.

 

Bajo todos los pensamientos que pasaron por su mente, se dio cuento que había pasado un prologando silencio entre las dos personas que estaban presentes en la sala principal. Ahí, en ese instante fue cuando la melodía ceso definitivamente y Afrodita se levantó del piano de cola, dio unos cuantos pasos hasta quedar frente a la joven.

 

-Sí, soy la madre de Elaena -Respondió, su voz era tan suave pero tenía un tono de poder. - ¿Sabes donde está? Vine a tener una seria conversación con ella, pero por lo que se ve, no esta acá - Anexó, pensado en que pasaría mucho tiempo para que volviera a regresar, no tenía recuerdos agradables del mundo mágico. Amaba volver a ser lo que fue y no lo que era, ese sentido de libertad plena la llenaba completamente en la actualidad.

 

Era un sentimiento curioso, estar ahí tranquila y sabiendo de antemano quien era la persona que estaba presente, no por conocimiento propio de su historia, sino por todos aquellos sentimientos que salían a flote. Una sonrisa floreció en sus labios, curvándose mostrado un brillo que muy pocos podían ver.

 

-¿Sabes la diferencia del amor y la guerra? -Preguntó de repente, acercándose lentamente hasta que quedo su boca a unos milímetros de su oreja a la hora de preguntar.

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